
En la reserva de comentarios de mi anterior texto sobre la risa decía que siempre escribo para alguien en concreto, aunque bien sé que luego me leerán otros muchos a quienes me dirijo y ofrezco mis literaturas por el solo placer de apasionar su mirada y excitar su facultad de imaginar. Ésta es la principal razón por la cual prefiera escribir con cierto estilo epistolar a mi manera, como correspondencia, al igual que cuando actúas en una conferencia miras a los ojos de alguien en particular, sin excluir que de vez en cuando repartas una ráfaga de miradas al resto de tu audiencia… Yo no sé escribir para mí solo ni para mí mismo, aunque me lo rebatan con convincentes argumentos críticos bienpensantes y lacanianos conversos… También suelo utilizar un punto de partida inesperado: no sé… una frase en el periódico por la mañana, una palabra subrayada en cualquiera de esos veintitrés libros que ahora tengo en el dormitorio leyendo de nuevo o releyendo a sorbitos cortos, o algo que me llame la atención en los textos que desde hace unas semanas leo en la Internet con biensana curiosidad y muchas veces admiración desmedida… Hoy me ha sucedido esto y os lo quiero contar:
Poco antes de hacerme la comida —por cierto, un delicioso revuelto de champiñones y surtido de setas con tomatitos cherry, espárragos trigueros, pimientos de padrón y trocitos de sepia, aromatizado por albahaca y unas pizcas de jengibre— pasé a leer los comentarios hasta entonces de mi texto sobre la risa. En uno de ellos aparecían ciertas palabras que de seguido establecieron una sorprendente cadena de imágenes y evocaciones en mi subconsciente literario: lágrimas…desnudos…ropas…Miguel Ángel…Stendhal… y yo fui rellenando los puntos suspensivos con piedrecillas de Pulgarcito que emergían de mi memoria como icebergs: Florencia… Hannibal Lecter… Miguel Ángel… la representación de la creación de Adán en la Capilla Sixtina… Hannibal Lecter (otra vez)… Jodie Foster… ¡El silencio de los corderos!… Más o menos fue así, y así lo cuento… Luego de la comida, me puse el dvd de la película —no sé cuántas veces la habré visto en mi vida, una veintena por lo menos— y decidí escribir este texto ampliando anteriores notas y reflexiones… Que os guste, o mejor aún, que os inquiete… —ay, ese olor de romero...
La escena sublime de la creación de Adán en la Capilla Sixtina tiene como fantástica réplica otra escena, de película, tan sutil y fugaz como la original, en donde se crea un mismo poderoso arco voltaico entre dos dedos desiguales… ¿Recuerdas la escena en la que el Dr. Lecter acaricia y apenas roza los dedos de Clarice en la película El silencio de los corderos? Ay, las manos, los dedos, la energía que fluye entre ellos… Te escribo para contarte cosas extrañas acerca del film y su simbolismo; reflexiono para ti acerca del mal, el bien y sus hibridaciones…
No sé si coincidimos en interés y fascinación por esta película magistral de Jonathan Demme, basada en la excelente novela homónima de Thomas Harris. Lejos de tratarse simplemente de un thriller eficazmente realizado y sabiamente interpretado por sus protagonistas principales: Anthony Hopkins —Dr. Hannibal Lector—, Jodie Foster —la detective Clarice Starling—, Scott Glenn —el jefe del FBI, Jack Crawford—, Ted Levine —el killer Jame Gumb “Búfalo Bill”; en mi opinión se trata de una obra esotérica e iniciática, profunda, de denso y misterioso simbolismo… Estoy de acuerdo con el crítico brasileño Olavo de Carvalho cuando afirma que Jonathan Demme ha querido representar “una apología sobre el conflicto entre la inteligencia humana y la astucia diabólica”, al tiempo que narrar el trayecto “mítico” de una iniciación auto cognoscitiva… De algún modo Demme evoca en su película el itinerario de los caballeros en su búsqueda del Santo Grial, la confrontación de los místicos con las tentaciones del mundo y el diablo. En esta tragedia épica y mítica entre la inteligencia humana y la astucia diabólica, el Dr. Lecter resulta fascinante, pero no tanto como se ha especulado, ni Clarice ocupa el lugar de la ingenua seducida. En cambio el jefe de Clarice, Jack Crawford, se constituye en personaje principal de la epopeya: el Abraham coránico, el San Bernardo de la leyenda medieval que hace trabajar el mal al servicio del bien… En esta trama de referencias literarias Lecter sería el Mefistófeles de Goethe… Si Lecter lee en la mente de los otros, Crawford lee en la mente de Lecter y se adelanta a sus pensamientos; más aún, los provoca, los induce a través de Clarice… Se trata del duelo entre dos magos, realmente trascendental y cosmológico, infinitamente superior al que representan Clarice y Lecter o Clarice y “Búfalo Bill”…
De quien está verdaderamente fascinada Clarice es de su jefe Crawford, su “guru” y guía espiritual. Y Lecter, a su vez, de Clarice… la virgen que no puede impedir el sacrificio de los corderos —como María no puede salvar a su hijo, el “cordero místico”— y atrae al maligno con su inocencia y debilidad humanas… Lecter es a Gumb “Búfalo Bill” lo mismo que Crawford es para Clarice: “gurus”, maestros que forman, educan, dirigen su mente y dan sentido a su pulsión de mal, o de compasión, respectivamente… Gumb es un siervo del Mal, de Lecter, que le ha conducido al camino del delito —como el Diablo es siervo de Dios en su plan de alcanzar el bien a pesar de sus malas intenciones. Esta paradoja, esta ambigüedad de funciones e intenciones resultarían patéticas e inverosímiles si no fuera por la ironía y la siempre sorprendente astucia e imaginación del maligno. Es el humor lo que hace atractivos y soportables a los demonios, como a los artistas y escritores… —ay, los artistas y su humor, y la cómica gravedad de sus críticos; si yo te contara—… El Diablo tiene sentido del humor, el Dr. Lecter es un artista, por supuesto… Nadie ha visto reír a Crawford ni a Clarice: es posible que las fuerzas del bien no sepan reír, o lo olvidaron… Por ejemplo los ángeles no tienen sexo, pero es probable que tampoco rían o sonrían a la fuerza… Umberto Eco se pasó media Tesis investigando si Dios rió o no mientras creaba aquella semana, o si rió al final a carcajadas al ver completada su obra el día de descaso dedicado a su nombre… —incluso escribió una novela con ese asunto: El péndulo de Foucault… ¿Dios ríe?
Olavo de Carvalho nos recuerda que el mal no es exactamente algo que “existe” por sí mismo, sino que es un cierto efecto colateral por la confluencia inoportuna de dos “bienes” de diferente especie… —por ejemplo, entre el amor a una mujer y el afecto especial de amistad profunda con un amigo, cuando se trata de la mujer del amigo… ¿Qué hacer en estos casos?... Para Sócrates el mal procedería de la ignorancia; para Freud, del depósito de nuestro inconsciente en donde se refugiaron nuestras imágenes y deseos rechazados y temidos por el consciente… Clarice es la heroína que ama la verdad, que no tiene miedo ni huye cuando se enfrenta a la verdad de su propia debilidad y se muestra transparente incluso al mal, al Dr. Lector… Esta virtud desarma al Diablo, le conmueve, le rinde con admiración a Clarice y a lo que Clarice representa… El bien se reconoce en el estoicismo: en la abstinencia, en la espera paciente, en el “amor fati” de quien acepta su destino y nos anima a soportar el dolor y el sufrimiento. El bien posee también el valor estoico de la “clemencia comprensiva”, una especie de compasión intelectual no emotiva —estar abierto a la comprensión de todo, también de lo contrario y repugnante, pero sin dejarse influir emocionalmente. Clarice mantiene con Lecter esta “clemencia compresiva”: es decir no le odia, no le teme, no le ama… sólo le observa y escucha. Realmente lo que hace que Clarice desequilibre la balanza es la compasión que siente por las víctimas de “Búfalo Bill”, los “corderos inocentes” que quiere salvar… Al Mal le inquieta esa quietud y serenidad de la compasión: admira la quietud; le conmueve la fortaleza y paciencia de la espera… ¿Qué y quién podrían realmente enamorar al Mal?
—Ya ves, Iris… hay tantas cosas que desearía contarte y escribir sobre El silencio de los corderos; las unas aprendidas y las otras reconocidas sin querer, pero en suma interiorizadas y con voluntad de hacerse literatura… Aún me vienen a la memoria otras imágenes, acontecimientos, historias sobre mansos corderos y ovejas descarriadas, cosas que tratan sobre el amor, los rituales de iniciación, las señales de reconocimiento y los juegos de mano mágicos, las palabras que intercambian sus letras para esconder casi inaccesibles sus secretos más escondidos… De estas cosas tratan mis textos y las imágenes que compongo para este blog, Iris… Pero dicen que todo tiene un límite… —al menos en la literatura deberíamos aparentar que los límites existen y se hacen visibles en sus puntos finales, aun a regañadientes… Si no, esto sería una novela (río)… ¿Has visto mis manos haciendo magia en una página de este blog? Anda, no te las pierdas…
Poco antes de hacerme la comida —por cierto, un delicioso revuelto de champiñones y surtido de setas con tomatitos cherry, espárragos trigueros, pimientos de padrón y trocitos de sepia, aromatizado por albahaca y unas pizcas de jengibre— pasé a leer los comentarios hasta entonces de mi texto sobre la risa. En uno de ellos aparecían ciertas palabras que de seguido establecieron una sorprendente cadena de imágenes y evocaciones en mi subconsciente literario: lágrimas…desnudos…ropas…Miguel Ángel…Stendhal… y yo fui rellenando los puntos suspensivos con piedrecillas de Pulgarcito que emergían de mi memoria como icebergs: Florencia… Hannibal Lecter… Miguel Ángel… la representación de la creación de Adán en la Capilla Sixtina… Hannibal Lecter (otra vez)… Jodie Foster… ¡El silencio de los corderos!… Más o menos fue así, y así lo cuento… Luego de la comida, me puse el dvd de la película —no sé cuántas veces la habré visto en mi vida, una veintena por lo menos— y decidí escribir este texto ampliando anteriores notas y reflexiones… Que os guste, o mejor aún, que os inquiete… —ay, ese olor de romero...
La escena sublime de la creación de Adán en la Capilla Sixtina tiene como fantástica réplica otra escena, de película, tan sutil y fugaz como la original, en donde se crea un mismo poderoso arco voltaico entre dos dedos desiguales… ¿Recuerdas la escena en la que el Dr. Lecter acaricia y apenas roza los dedos de Clarice en la película El silencio de los corderos? Ay, las manos, los dedos, la energía que fluye entre ellos… Te escribo para contarte cosas extrañas acerca del film y su simbolismo; reflexiono para ti acerca del mal, el bien y sus hibridaciones…
No sé si coincidimos en interés y fascinación por esta película magistral de Jonathan Demme, basada en la excelente novela homónima de Thomas Harris. Lejos de tratarse simplemente de un thriller eficazmente realizado y sabiamente interpretado por sus protagonistas principales: Anthony Hopkins —Dr. Hannibal Lector—, Jodie Foster —la detective Clarice Starling—, Scott Glenn —el jefe del FBI, Jack Crawford—, Ted Levine —el killer Jame Gumb “Búfalo Bill”; en mi opinión se trata de una obra esotérica e iniciática, profunda, de denso y misterioso simbolismo… Estoy de acuerdo con el crítico brasileño Olavo de Carvalho cuando afirma que Jonathan Demme ha querido representar “una apología sobre el conflicto entre la inteligencia humana y la astucia diabólica”, al tiempo que narrar el trayecto “mítico” de una iniciación auto cognoscitiva… De algún modo Demme evoca en su película el itinerario de los caballeros en su búsqueda del Santo Grial, la confrontación de los místicos con las tentaciones del mundo y el diablo. En esta tragedia épica y mítica entre la inteligencia humana y la astucia diabólica, el Dr. Lecter resulta fascinante, pero no tanto como se ha especulado, ni Clarice ocupa el lugar de la ingenua seducida. En cambio el jefe de Clarice, Jack Crawford, se constituye en personaje principal de la epopeya: el Abraham coránico, el San Bernardo de la leyenda medieval que hace trabajar el mal al servicio del bien… En esta trama de referencias literarias Lecter sería el Mefistófeles de Goethe… Si Lecter lee en la mente de los otros, Crawford lee en la mente de Lecter y se adelanta a sus pensamientos; más aún, los provoca, los induce a través de Clarice… Se trata del duelo entre dos magos, realmente trascendental y cosmológico, infinitamente superior al que representan Clarice y Lecter o Clarice y “Búfalo Bill”…
De quien está verdaderamente fascinada Clarice es de su jefe Crawford, su “guru” y guía espiritual. Y Lecter, a su vez, de Clarice… la virgen que no puede impedir el sacrificio de los corderos —como María no puede salvar a su hijo, el “cordero místico”— y atrae al maligno con su inocencia y debilidad humanas… Lecter es a Gumb “Búfalo Bill” lo mismo que Crawford es para Clarice: “gurus”, maestros que forman, educan, dirigen su mente y dan sentido a su pulsión de mal, o de compasión, respectivamente… Gumb es un siervo del Mal, de Lecter, que le ha conducido al camino del delito —como el Diablo es siervo de Dios en su plan de alcanzar el bien a pesar de sus malas intenciones. Esta paradoja, esta ambigüedad de funciones e intenciones resultarían patéticas e inverosímiles si no fuera por la ironía y la siempre sorprendente astucia e imaginación del maligno. Es el humor lo que hace atractivos y soportables a los demonios, como a los artistas y escritores… —ay, los artistas y su humor, y la cómica gravedad de sus críticos; si yo te contara—… El Diablo tiene sentido del humor, el Dr. Lecter es un artista, por supuesto… Nadie ha visto reír a Crawford ni a Clarice: es posible que las fuerzas del bien no sepan reír, o lo olvidaron… Por ejemplo los ángeles no tienen sexo, pero es probable que tampoco rían o sonrían a la fuerza… Umberto Eco se pasó media Tesis investigando si Dios rió o no mientras creaba aquella semana, o si rió al final a carcajadas al ver completada su obra el día de descaso dedicado a su nombre… —incluso escribió una novela con ese asunto: El péndulo de Foucault… ¿Dios ríe?
Olavo de Carvalho nos recuerda que el mal no es exactamente algo que “existe” por sí mismo, sino que es un cierto efecto colateral por la confluencia inoportuna de dos “bienes” de diferente especie… —por ejemplo, entre el amor a una mujer y el afecto especial de amistad profunda con un amigo, cuando se trata de la mujer del amigo… ¿Qué hacer en estos casos?... Para Sócrates el mal procedería de la ignorancia; para Freud, del depósito de nuestro inconsciente en donde se refugiaron nuestras imágenes y deseos rechazados y temidos por el consciente… Clarice es la heroína que ama la verdad, que no tiene miedo ni huye cuando se enfrenta a la verdad de su propia debilidad y se muestra transparente incluso al mal, al Dr. Lector… Esta virtud desarma al Diablo, le conmueve, le rinde con admiración a Clarice y a lo que Clarice representa… El bien se reconoce en el estoicismo: en la abstinencia, en la espera paciente, en el “amor fati” de quien acepta su destino y nos anima a soportar el dolor y el sufrimiento. El bien posee también el valor estoico de la “clemencia comprensiva”, una especie de compasión intelectual no emotiva —estar abierto a la comprensión de todo, también de lo contrario y repugnante, pero sin dejarse influir emocionalmente. Clarice mantiene con Lecter esta “clemencia compresiva”: es decir no le odia, no le teme, no le ama… sólo le observa y escucha. Realmente lo que hace que Clarice desequilibre la balanza es la compasión que siente por las víctimas de “Búfalo Bill”, los “corderos inocentes” que quiere salvar… Al Mal le inquieta esa quietud y serenidad de la compasión: admira la quietud; le conmueve la fortaleza y paciencia de la espera… ¿Qué y quién podrían realmente enamorar al Mal?
—Ya ves, Iris… hay tantas cosas que desearía contarte y escribir sobre El silencio de los corderos; las unas aprendidas y las otras reconocidas sin querer, pero en suma interiorizadas y con voluntad de hacerse literatura… Aún me vienen a la memoria otras imágenes, acontecimientos, historias sobre mansos corderos y ovejas descarriadas, cosas que tratan sobre el amor, los rituales de iniciación, las señales de reconocimiento y los juegos de mano mágicos, las palabras que intercambian sus letras para esconder casi inaccesibles sus secretos más escondidos… De estas cosas tratan mis textos y las imágenes que compongo para este blog, Iris… Pero dicen que todo tiene un límite… —al menos en la literatura deberíamos aparentar que los límites existen y se hacen visibles en sus puntos finales, aun a regañadientes… Si no, esto sería una novela (río)… ¿Has visto mis manos haciendo magia en una página de este blog? Anda, no te las pierdas…
Foto: en Essaouira, días antes de la Fiesta del cordero; diciembre 2006