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sábado, mayo 03, 2008

Lou Reed, Berlín y la Melancolía que nos parió...

He leído que Lou Reed actuará próximamente en España, en el verano —Málaga, Madrid, San Sebastián, Sant Feliu de Guixols, Benidorm (21-26 de julio)—representando su “obra magna” Berlin, seguramente uno de las colecciones musicales más dolorosas de la historia del rock —por cierto, un giro de 180º con respecto a su anterior disco, también mítico, excepcionalmente glamoroso, Transformer… La naturaleza oscura del Berlin (1973) de Lou Reed, su desolada y agobiante atmósfera, son sublimes; me conmueve y apasiona absolutamente desde que compré este disco por primera vez en 1975. Es fascinante como una obra de semejante tristeza puede resultar tan adictiva —por cierto, la melancolía es adictiva. Lou elabora un material musical y textual sumamente complejo que hace aflorar lo más oscuro de la sociedad: suicidio, depresión, vicios, paranoia y melancolía neurótica… Estoy totalmente de acuerdo con “Batista inteligente” cuando afirma que se trata de “un oscuro y gótico retrato de la realidad mas descarnada vista por los ojos de un bohemio”, y también “el equivalente musical de poner a un chico drogadicto y depresivo en medio de una tienda de dulces narcóticos mientras escribe canciones de soledad, muerte, suicidio, depresión y maltratos”… Desde luego es una obra memorable… Y conozco de primera mano su sentido, las condiciones personales y existenciales que la alumbraron… Berlin sólo pudo ser creada en Berlín, ciudad melancólica y depresiva como pocas… Como El último tango en París sólo tiene un único escenario ideal… Curiosamente, ambas obras, disco y película, fueron editadas en 1973 —siempre me ha sorprendido esta coincidencia, su común melancolía; y con ambas obras me siento tan (no sé como decirlo).

Berlín es una ciudad privilegiada por el arte y la creación artística —en la actualidad e históricamente—, por escritores, filósofos, músicos, actores, artistas visuales, etc. Ha sido y es una ciudad de arte y artistas geniales, es decir, melancólica —este carácter psicológico colectivo que le atribuyo no es una simple licencia literaria, no, por supuesto; conozco muy bien Berlín —la he vivido con emotiva intensidad desde mi primer viaje en 1987—, viven allí grandes amigos con los que he confrontado mi opinión, cómplices-artistas que han reflexionado conmigo al respecto: todos estamos de acuerdo sobre la melancolía berlinesa…

Desde la antigüedad se ha señalado la relación entre la creatividad —o más precisamente la genialidad, allí donde la capacidad creadora alcanza su máxima expresión— con algún grado de patología mental, aunque autores modernos, como Rudolf y Margot Wittkower —Nacidos bajo el signo de Saturno— hayan argumentado suficientemente lo contrario. Aristóteles ya expresaba ese juicio en una pregunta hasta cierto punto capciosa: “¿Por qué todos los hombres extraordinarios son melancólicos? (…) hasta tal punto, que muchos de ellos sufren de manifestaciones patológicas cuyo origen está en la bilis negra". Los filósofos y escritores de la Grecia Clásica entendían por “melancolía” la condición de aquellas personas que sufrían oscilaciones de ánimo tanto hacia la euforia (o manía) como hacia la depresión; lo que Kraepelin denominó en tiempos modernos “psicosis maníaco depresiva”, y más tarde, casi a finales del siglo, “enfermedad bipolar”. Lo interesante en nuestro contexto es que tanto Platón como Aristóteles distinguieron dentro del amplio campo de la melancolía dos formas diferentes de euforia como de depresión: el primero separa la “manía divina” de la manía patológica —del “loco exaltado”—, mientras el segundo separa la melancolía de los genios de la melancolía como enfermedad, sin desconocer el hecho que pueden existir individuos en los cuales la melancolía genial se transforma en enfermedad propiamente dicha. Esta distinción de los filósofos griegos fue olvidada durante siglos, siendo rescatada recientemente, en 1961, por el psiquiatra alemán Hubertus Tellenbach, quien basó una buena parte de su revolucionaria teoría sobre la enfermedad depresiva en estas distinciones griegas, así como también en las descripciones que hicieron de los rasgos de personalidad de los melancólicos. Fue así como Tellenbach describió primero el “typus melancholicus”, propio de las formas monopolares de depresión, y años más tarde el “typus manicus”, personalidad característica de las formas bipolares.

Pero Tellenbach no se circunscribió sólo al mundo de la patología, sino que investigó en el campo de la literatura y la filosofía para buscar en los genios estos estados de ánimo alterado, en cierto modo no patológicos, enunciados por los filósofos griegos. Descubrió que muchos personajes de la gran literatura universal —y también muchos de los creadores de esos mismos personajes— muestran signos evidentes de esta suerte de “melancolía sin depresión”, como es el caso de Hamlet, entre los personajes literarios, y los poetas von Kleist, Grillparzer y Baudelaire, y los filósofos Kierkegaard y Nietzsche, entre otros creadores geniales… Para Tellenbach la melancolía consiste en el fracaso de la capacidad de trascender hacia la obra creadora: “Melancolía es estar dominado por la torturante sensación de no poder liberar (de una suerte de encierro) a la propia capacidad”. La diferencia entre la melancolía y la depresión patológica parece radicar entonces en el hecho que esta última compromete mucho más la corporalidad y los ritmos vitales que aquella. Kay R. Jamison, en un exhaustivo y reciente estudio sobre el tema, afirma que gran parte de los genios, tanto de la literatura como la pintura y la música, han sido maníaco-depresivos o han sufrido al menos de una depresión mayor. Su estudio se basa en las biografías de estos genios, así como en algunos antecedentes genéticos. Los casos más estudiados por ella son Lord Byron, Robert Schumann, Hermann Melville, Vincent van Gogh y Ernest Hemingway. No hay duda que estos personajes de la cultura universal sufrieron de alguna enfermedad mental severa, muy probablemente de una enfermedad bipolar, además que todos tenían antecedentes hereditarios.

Tellenbech introduce un concepto muy interesante, la palabra alemana “schwermut”, un término que define un estado peculiar de melancolía… Un ejemplo de ello podría ser el filósofo Kierkegaard, quien describe su depresión con estas palabras: “Estoy tan abatido y carente de alegría que no solamente no tengo nada que pueda satisfacer mi alma, sino que ni siquiera puedo imaginar lo que la pudiese saciar”, mientras que en otro de sus libros relata así la salida desde estos estados de melancolía:”Me levanté una mañana y me sentí extraordinariamente bien; este bienestar fue aumentando hacia el mediodía y justo a la una de la tarde había alcanzado la cima... cada pensamiento se presentaba festivo... todo lo existente estaba como enamorado de mí...”. También Nietzsche utiliza numerosas veces el término alemán “schwermütig” (melancólico), derivado del adjetivo “schewer” que significa pesado. Resulta interesante vincular el tema al llamado “espíritu de la pesadez” que acosa a Zaratustra; el espíritu de la pesadez sería el genio de los valores ajenos, mientras que Zaratustra invita a “soportarse” uno mismo, “amarse a sí mismo”. También en alemán para denominar la melancolía se utiliza el vocablo “melancholie”, que es igualmente empleado por Nietzsche en numerosos momentos de su obra. Se establece así pues una diferencia entre la melancolía —“melancholie”— sin más, como estado pasajero, y “schwermut”, acepción que tiene casi una correspondencia religiosa… En la obra de Baudelaire, el “spleen” —“Quand le ciel bas et lourd pèse comme un couvercle”— va a ocupar un papel central, y en muchos sentidos se parece al “schwermut” alemán y nietzscheano: “Spleen” va a ser la desgana vital que afecta al habitante de las grandes urbes, la enfermedad de la modernidad…

Así como existen una depresión como enfermedad y una depresión como estado particular del “genio creador” —o melancolía— también hay que referirse a la “angustia” y la ansiedad… ¿Existen una angustia y una ansiedad necesarias para la creatividad? ¿Cómo podría alguien crear en ese estado? Una interpretación positiva de la angustia creativa es la que señala M. Heidegger: para el filósofo alemán la angustia es una disposición afectiva fundamental, puesto que, a pesar de la desazón que implica, es capaz de poner al ser humano tanto frente a la desnudez del mundo (que es lo que propiamente “angustia en la angustia”) como frente a su propia soledad y desde ahí rescatar la posibilidad de una existencia auténtica. La experiencia de la angustia, según Heidegger, es lo que permite salvar al hombre de su natural tendencia a la “caída”. El poeta checo Rainer Maria Rilke fue uno de los grandes “melancólicos” del arte, de la poesía contemporánea… En su extensa correspondencia con Lou-Andreas Salomé y con la Princesa Marie von Thun und Taxis podemos seguir sus periódicas recaídas melancólicas, su angustia y ansiedad creativa, sus reflexiones al respecto. Un estado en el que lo más significativo era su incapacidad y falta de inspiración, la improductividad; angustia que también está presente durante los estados de melancolía, pero que no lo abandona cuando ésta desaparece y el tiempo parece volver a fluir, quizás una melancolía heredada, o “cultural”, que le acompañó desde la niñez hasta su muerte.

El poeta reconocía claramente su enfermedad, o al menos el estado de permanente malestar, angustia e incapacidad en que se encontraba, pero al mismo tiempo esperaba salir de él y recuperar el flujo creativo; aún más, admira esta extraña particularidad de su naturaleza que renace una y otra vez desde el abismo de la angustia y la melancolía, “avanzando de salvación en salvación”. Rilke parecía establecer una relación casi mecánica entre su padecimiento y su obra creadora, por cuanto para él lo más importante en la vida del artista es su obra y si admiraba tanto su propia existencia —a pesar de los sufrimientos por los que tuvo que pasar—, es por que sólo así, en ese estado de “sufrimiento espiritual y existencial”, había sido posible crear su obra. Siguiendo las reflexiones de Rilke, parece que el ser humano y en especial el artista no es dueño de su destino y por tanto no tiene derecho a cambiar arbitrariamente esa naturaleza que la Naturaleza le ha dado, porque ese cambio podría poner en peligro la obra de arte, y ésta muestra tener un sentido que todo lo trasciende, incluso al artista mismo. Rilke escribe una frase que viene a representar una íntima conclusión necesaria en todo su pensamiento al respecto: “a mi me sigue pareciendo que mi propio trabajo (creativo) no es en rigor otra cosa que un auto-tratamiento”… No hay otra terapia para el artista que dejar fluir la creatividad; el artista necesita las polaridades y las contradicciones para su obra creadora, algo que el poeta expresa magistralmente en su segunda carta a von Gebsattel: “Quizás sean exageradas las reservas que yo manifestara recientemente —con respecto al psicoanálisis—, pero en la medida que me conozco me parece seguro que si me expulsaran mis demonios, también mis ángeles pasarían (digamos) un pequeño susto y compréndalo usted, eso es justamente lo que no puede ocurrir”…

Berlín representa para mí en muchos aspectos estas ideas que de modo más o menos desordenado, impulsivo, he ido desgranando acerca de la melancolía, tanto en sus acepciones como “melancholie” y, sobre todo, como “schwermut”... Y no sólo por su condición histórica y actual de refugio de artistas y ciudad propicia para la creación, sino por su concordancia y exacta correspondencia con muchas de las condiciones melancólicas que antes he señalado. Ciudad de depresiones y euforias casi sucesivas sin solución de continuidad, ciudad que mira al pasado románticamente para recrearse y buscar el hilo de su esperanza, Ave Fénix que renace de sus cenizas —y al tiempo alegoría de Sísifo—, ciudad de ruinas y vacíos que intenta rellenar con historia, cultura, arte, restauraciones casi arqueológicas, imágenes melancólicas… ciudad indolente y escasamente productiva desde el punto de vista de la tradición industrial alemana, ciudad de grandes parques y paseos melancólicos, ciudad entrañable, mansa, ensimismada… —mientras escribo, paseo por el Mitte berlinés anclado a tu cintura: es mi deseo, todavía no tenemos recuerdos en común…

Fotos: Serie "Berliness", junio 2004

lunes, marzo 31, 2008

Para ti que me sospechas y buscas afanosamente por Google...


La sospecha es una gran virtud, también un gran pecado de nuestra curiosidad insatisfecha… La sospecha, ese sentimiento ambiguo e indeterminado, esa inexplicable sensación de misterio e intuición de lo desconocido, que nos lleva a arriesgarnos sin saber muy bien qué buscamos, si buscamos algo o si sólo nos sentimos imantados y succionados por la estela de las cosas invisibles… Sospechar es dudar de que algo no sea como aparece o esconde otros sentidos más allá de los que manifiesta —como el rostro bajo la máscara. Sospechar es también considerar que lo que se esconde es de sentido contrario a lo que se muestra y hacer conjeturas con ello… —sospechas de mí y por eso me buscas por esos territorios de Google. Qué pérdida de tiempo: buscar-me mientras puedes encontrar-me en mis palabras frente a tus ojos… ¿Acaso te dirán mis otros nombres más que lo que te dice Pau Llanes? ¿Acaso te buscas en Google para encontrarte?

Quiero relacionar nuevamente esta inefable noción de sospecha y curiosidad con los celos… y los celos con las celosías. Los celos: un querer saber y no querer saber… Las celosías: que dejan ver y a la vez velan la mirada… ¿Qué son el arte y la literatura sino una teoría de celosías que ocultan y dejan ver según se esté a un lado u otro de ellas? ¿Qué son el arte y la literatura sino el resultado de una inmensa e insatisfecha curiosidad? ¿Qué son el arte y la literatura sino un sistema de creencias?... El arte, la literatura… larga cadena de respuestas y preguntas curiosas… territorios fértiles para el cultivo de la sospecha y la aventura de la interpretación… ¿Quieres que mis palabras atraviesen tus vacíos e iluminen tu oscuridad?… Deja pues penetrarte de una puñetera vez, que las palabras inseminen tus desiertos (el eco de mis palabras lejanas ocuparán el lugar de tu silencio a voces)…

Una de las principales sospechas de Nietzsche —el gran Maestro de la sospecha— se encara con el lenguaje. Sospecha que el lenguaje no dice exactamente lo que dice; o, dicho de otra manera, piensa que el sentido que se manifiesta convencionalmente en el lenguaje es un sentido menor que interviene como máscara de otra infinidad de sentidos posibles… Esta primera y fundamental sospecha nitzscheana respecto del lenguaje se extiende también a los otros estados de las cosas que hablan y no son lenguaje… En el mundo encontramos muchas cosas que hablan y que sin embargo no son lenguaje convencional; o producen sentidos y significaciones de modo no verbal. Por ejemplo las vísceras de las bestias o el vuelo de los cuervos que la pitonisa y el sacerdote mago interpretan, las series de números o palabras encriptadas que el cabalista ordena, la espuma en la cresta de las olas o el rumor de la arena en la cima de una duna que advierten y orientan al marinero y al tuareg en sus viajes por sus desiertos, o los extraños acontecimientos cósmicos que anuncian el encuentro necesario de dos seres que hasta entonces jugaban ensimismados con el humo de sus cigarrillos o sus posos de café…

Estas sospechas de Nietzsche —la del lenguaje y la de otras cosas que hablan sin ser lenguaje— coinciden en la presunción de que los signos no son nada simples ni benévolos sino algo complejo y escurridizo, encubridores de otras realidades… Hay en las palabras y en los signos algo ambiguo, el olor de lo oculto, que nos disuade de la idea de que sólo existe una única realidad tras el velo transparente de sus palabras y que detrás de ellas aparecerá un único significado indudable y definitivo… Para Nietzsche el signo, por su opacidad y vocación de máscara, adquiere una función nueva, pone en cuestión la creencia de que a cada significante le correspondería un significado más o menos elocuente y preciso. El signo pasa a ser entonces un juego de fuerzas reactivas, fuerzas al servicio de la adaptación complaciente. Estas fuerzas son evidentemente históricas y culturales, no obedecen a un destino, a una predeterminación ni a un accionar trascendente, sino al azar de una lucha desigual… Como en esta lucha estamos comprometidos los sujetos, la interpretación debe interpretarse a sí misma… El que traduce, el que interpreta —el intérprete— es el principio de la interpretación; siempre se interpreta desde alguien, desde algún lugar, desde un tiempo determinado... Es decir: por un lado la interpretación no tiene fin, y por otro se genera y reproduce en un espacio abierto que incluye al propio intérprete (en realidad se trataría de una interpretación “cuántica”)… La muerte de la interpretación consistiría en creer que hay signos originarios y arquetípicos, válidos por sí mismos, sin sujetos que los hayan inventado o sujetos que los relean desde sus múltiples perspectivas. Nosotros somos obviamente quienes sostienen los signos y por supuesto su interpretación… Son los artistas, los que escribimos, quienes sostenemos nuestro pesado mundo de signos poéticos al tiempo que robamos el fuego sagrado para dar calor e iluminar al mundo de los humanos espectadores ávidos de respuestas… Ah, los artistas, los que escriben… siempre ocupados en nuestras tareas heroicas.

Y la verdad… ¿Cómo no sospechar de la verdad?... De esa verdad tal como nos la ha legado el pensamiento tradicional, que concibe lo verdadero como algo universal indefinible y abstracto, que pretende que sólo se puede reconocer como sentimiento o sensación, que exige creencias ciegas o lealtades relativas... Sin embargo las presuntas “verdades” se enuncian y construyen desde realidades objetivas y materiales, es decir desde posiciones de poder... —como algo que en una determinada situación histórica (en un tiempo y espacio concretos) se considera verdadero, “bueno”, legítimo, dogmáticamente… Detrás de cada verdad como imagen dogmática del pensamiento está aquello de lo que hay que sospechar: lo que está oculto e interviene desde la impunidad de las sombras… Hay que sospechar de la ingenua “bondad” de ciertas “verdades” y denunciar el autoritarismo de los discursos de quienes se declaran poseedores de alguna verdad (filosófica, estética, científica, política, religiosa) que aspira a imponerse absolutamente… Yo siempre pongo en sospecha todo aquello que se manifiesta como “políticamente correcto”, por ejemplo… esas estúpidas afirmaciones de borregos y cabestros que no se detienen ni un momento a leer la historia, la ciencia, la biología, a interpretar con la lógica y el sentido común, y se dedican a trasmitir y pontificar estupideces bajo la forma de verdades absolutas (en realidad son fanáticos funcionales, tontos “útiles” de ese fanatismo al que me refería en uno de mis textos); y lo más tragicómico es que lo hacen con buena intención… Si al menos tuvieran suficiente vergüenza intelectual para reconocer sus errores… o, mejor aún, no fueran tan impacientes en escribir lo que todavía no saben leer… En fin… intentan transmitir la verdad, a veces lo hacen incluso de oficio, y no saben siquiera cuáles son algunas de sus propias verdades más relativas… Tal como enseñas, aprendes… (y viceversa)…

Entre las interpretaciones posibles yo suelo elegir aquellas vías que me llevan a espacios más abiertos, que restauran un mayor número y calidad de evocaciones de mi memoria, que estimulan mi deseo de encontrar(me) y reconocer(me)… Por ejemplo: me atraen los artistas y las obras que se expresan por metáforas, por palabras que parecen sin sentido a primera vista y luego, tras la mirada atenta, me regalan todos los sentidos posibles a elegir… incluso algunas veces con humor, con sus bromas y divertidos “juegos de manos”… Me gusta sospechar divertido… Qué voy a hacer de mí, si me gustan tanto tus pechos intactos por mis manos… —sí, mujer, esas que tanto conocen tus ojos insatisfechos y una vez soñaste no hace poco…


Foto: "Desde mi atalaya en Essaouira"; diciembre 2006

martes, febrero 12, 2008

Nietzsche enamorado o una historia acerca del "amor fati"...


“¿Me dejas que te inquiete, amor? Empiezo a entender que te gusta buscar tanto como a mí encontrar… Buscar y encontrar juntos sería el mayor placer que podríamos compartir y prometernos. Mis encuentros serían la culminación de tus búsquedas; tus búsquedas el pretexto de mi voluntad de reconocer. Cada hallazgo sería una fiesta. Siempre tendríamos motivos suficientes para ejercitar nuestra curiosidad, asombrarnos y quedar perplejos, abandonarnos al placer de conversar con la porción invisible de las cosas… ¿Jugamos?... Sólo es posible alcanzar la verdad a través del juego”…

Si mañana —día de San Valentín— se encontrara una carta de amor escrita por Nietzsche a Lou Salomé con tales palabras en su prólogo seguro que de inmediato sería declarado el descubrimiento filosófico del año, y por supuesto considerado como el eslabón perdido de la historia de los “amores difíciles”, una joya para cualquier tesoro de citas de enamorados ilustres… Aun con todo, si Nietzsche no escribió tal carta, o se perdió en los recovecos de la vida de Lou, bien pudo escribir estas palabras para su amada o al menos pensarlas… Si alguna vez Nietzsche estuvo loco o fue demente, lo fue de amor; así se manifiesta la crueldad de los dioses moribundos o destronados con quien se atreve a su magnicidio.

No se si sabes que Así habló Zarathustra está muy relacionad con un episodio biográfico de Nietzsche, ese periodo denominado como el de “la comunidad más allá del bien y del mal” que quisieron formar Nietzsche, Paul Rée y Lou von Salomé. Para algunos autores, Lou fue tanto la discípula deseada y esperada por Nietzsche como la mujer poseedora del “egoismo felino del que no puede amar”, la mujer que él creyó inmoral, en el sentido de encontrarse “más allá del bien y del mal”, para descubrir luego que sólo lo era en el sentido corriente del término. La relación de Nietzsche con Lou tuvo esa ambigüedad y tensión entre el amor y la lucha de caracteres —un simulacro y forma benigna del odio que se da entre dos fuertes personalidades al chocar en la vida— y que algunas veces reconocemos tanto entre amigos que se aman y discuten y confrontan permanentemente, como entre amantes celosos de su independencia y la intimidad de su particular territorio existencial (que guardan a veces con insolencia ante las presuntas invasiones del otro: amado rival).

Monica B. Cranoligni, sin duda una de las más brillantes comentaristas de la vida y obra de Nietzsche, señala al respecto que aunque el ideal de Lou era formar una especie de comunidad de estudio y amistad —“un cuarto lleno de libros y flores junto a los camaradas de trabajo”— no eran estos los planes del filósofo, quien pretendía con Lou esa exclusividad “posesiva” que entendía era la que se daba naturalmente en el amor entre los sexos… En éste y otros pasajes de su vida reconocemos las paradojas existenciales de Nietzsche, sus máscaras diversas: alguien que exalta la amistad sobre el amor por su carácter no posesivo y sin embargo aspira a una relación sexual con su enamorada en exclusiva y no cede a las propuestas de “relación comunitaria” de sus más que amigos Paul Rée y Lou Salomé; que plantea teóricamente buscar “más allá del bien y del mal” y luego, despechado, tacha de inmorales a sus “camaradas”; alguien que piensa y se expresa con vehemencia y riesgo, y luego aparece tímido e inseguro (incluso impaciente y apresurado) pidiendo al mismo Paul que haga de mediador con Lou para declararle su amor… Nietzsche era humano, demasiado humano, y así lo reconocemos en sus paradojas y contradicciones, en sus miedos, en sus máscaras.

Aunque siento una entrañable simpatía por Nietzsche, hasta compasión por su historia personal —lo que seguramente sería motivo para que me insultara y acusara de debilidad de carácter y de constituir un pesado fardo para las espaldas del superhombre—, no dejo de admirar la voluntad de Lou Salomé, su búsqueda personal a través de las relaciones especiales con otros artistas y pensadores, como Rilke o Freud, su anhelo de vivir de acuerdo a sí misma y no adaptarse a modelos ajenos, vivir sus propios deseos, seguir sus propias búsquedas existenciales… Parece ser que Lou fue quien inventó esta tan radical como afortunada frase —“más allá del bien y del mal”—, generalmente atribuida a Nietzsche, para nombrar un tipo de relación nada convencional en aquel tiempo de compartirse como amigos y hasta como amantes (si se diera el caso), pero excluyendo la posesión única, casi absoluta, de sus cuerpos y la llave de sus relaciones con el resto del mundo. De todos modos el choque sentimental entre tales seres nada comunes, su “idilio trágico”, no podía acarrear otra cosa que desencantos, intrigas y mentiras, frustraciones, enorme sufrimiento en el más débil —por supuesto Nietzsche—, y un cierto desgarro más o menos evidente, o profundo, en sus respectivas vidas a partir de entonces.

El episodio sentimental entre Nietzsche y Lou Salomé podría poner en entredicho algunas de las afirmaciones más radicales e instintivas de filósofo, pero no sería justo hacerlo, ya que debemos comprender e incluso disculpar el exceso de emotiva humanidad del filósofo, quizás perdido en los laberintos de los afectos desde su infancia o atrapado fatalmente en las sombras de su baja autoestima como varón. Por ejemplo su filosofía afirmativa del “amor fati”, un intento de hacer despertar al hombre de su somnolencia o modorra existencial, de su indigencia y pobreza de espíritu, ese aferrarnos a las costumbres y conveniencias, a los sagrados principios —la sagrada familia, por ejemplo—, a la comodidad de lo política y socialmente correcto. Nietzsche anunció el “amor fati”, lo afirmó con vehemencia, aunque luego arruinara su ánimo en sus urgencias con Lou Salomé… Para abrazar el “amor fati” —el Destino en todos sus avatares y con todas sus consecuencias— es necesario criticar la moral prefabricada en la que nos cobijamos, destruir sus bases y romper las cadenas que nos esclavizan a sus formalidades. Vivir el destino es quedarnos al aire de sus misterios y a la fresca de sus dictados imprevisibles. No existe ningún “superjugador” que dicte las reglas a priori, ni ningún significado previo al juego mismo de vivir… —Sólo es posible alcanzar la verdad a través del juego, te decía, amor… Qué hermoso poder empezar contigo cada día una nueva partida, una partida sin vencedores ni vencidos. Jugar por el placer de jugar, es decir de vivir, de amar… Todas las figuras blancas, todos los lugares blancos, como lo aprendí de mi maestra Yoko… Play it by trust; juega con confianza, amor…

Aunque el “amor fati” nietzscheano tenga que ver con el destino, no es sin embargo la aceptación resignada de las cosas como acontecen. Al contrario: el hombre nietzscheano quiere para sí, “voluntariamente”, las leyes universales del destino que las plantas, los animales, los otros seres humanos responsables y desprovistos de voluntad, se limitan a seguir ciegamente… pero también —dotado de voluntad y del poder del deseo que no se conforma con poseer— quiere hacer posible que las cosas que deberían suceder, sucedan… Aquello que quisimos que fuera, fue; aquello que deseamos que sea, será… “Muévete siempre en el momento, en un presente vivido plenamente, con coraje, decisión, voluntad”, decía más o menos Nietzsche… y “vive este momento de modo tal que desees revivirlo”… El eterno retorno es, entonces, una decisión, no una “idea” o una metáfora… Quien desea y es capaz de asumir esto a través del concepto y la intuición del “amor fati” es un ser diferente; quien apuesta por la vida, por su riesgo e incertidumbre, es diferente… —Somos diferentes, amor… y ésta es la fuerza que nos imanta y hace invencibles…

La intuición del “eterno retorno” nitzscheana, aunque parezca una paradoja, pone en evidencia nuestra necesaria mortalidad, esa deliciosa y tan humana contingencia existencial… “¿Es esto la vida? ¡Pues vuelva otra vez!”… Creer en el eterno retorno significa arrodillarse ante nuevos ideales: vivir el instante, restaurar los placeres de la realidad material, reivindicar el destino —es decir el azar, aunque se travista de teoría de las posibilidades y la probabilidad—, el devenir imprevisible… La noción del eterno retorno supone pues un rechazo de la idea de “tiempo lineal” a favor de una circularidad sin comienzo ni fin, apenas unos puntos suspensivos de vez en cuando… Afirmar el instante, conjugar el destino con la suerte y la fortuna, le duele a la metafísica, que aborrece todo lo que considera fungible, lo que fluye alegre… Amar lo que trae el destino y abrazar a la vida en todos sus aspectos, aún los más terribles, eso es "amor fati"… —¿recuerdas, amor, la película La vida es bella?... eso es ni más ni menos amar con lazos mortales…

En una carta anterior te escribía: “Un hombre y una mujer se encuentran en el centro sagrado del universo. Son cuerpos y almas vagamundos que han soportado en silencio la tensión entre su soledad interior y el vacío-lleno que les rodea… cuerpos y almas a la deriva en la nada. Su encuentro es un asirse a la esperanza. Sus miradas son un alivio a su ceguera e invisibilidad. Sus cuerpos se reclaman los olores, las pieles, las caricias, el sudor, el calor de las mejillas, la humedad de los besos, el escándalo de los gemidos, todos los líquidos retenidos en sus órganos y vísceras… Se regalan en el sacrificio de un abrazo inextricable… Su destino se manifiesta espléndido en el milagro de las metamorfosis de sus cuerpos y en el destierro de todo razonamiento lógico al abandonarse a su placer. El misterio del encuentro de un hombre y una mujer está en el poder insuperable de su deseo. Un hombre y una mujer se aman a pesar de sus circunstancias, de los demás, de la amenaza del olvido. Un hombre y una mujer se separan a pesar del poder narcótico de sus recuerdos… Y aunque sabemos que un encuentro nunca es para siempre, que todo finaliza más tarde o más temprano… no dejamos de desear que esta vez sea más duradero, acaso para siempre, si el destino quiere o así estaba escrito"… —Ay, mi amor, discúlpame si alguna vez me repito, me cito, es que quiero que grabes en tu memoria las palabras decisivas; hagas tatuajes en tu vientre aun con tinta invisible…

Kristin Flood ha escrito un hermoso libro sobre el “amor fati”… sobre el destino. Ahora ya sabes qué es elegir un hilo de plata en la compleja trama y urdimbre de una red de posibilidades en la vida; debes sentirlo en el vientre, te recuerdo, no sólo en el corazón… Kristin ha escrito cosas tan bellas como que se puede sentir el perfume del propio destino… Esta tarde mi destino huele a flor de Iris, a lirios, y violetas… Hueles a lirios y violetas, mi amor…


Foto: Lirios en casa de Rebecca; julio 2004