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martes, abril 22, 2008

Tercera y última conversación sobre estética... —te prometo que mañana escribiré dos cuentos eróticos... ¿Vendrás?

La estética del siglo XX privilegió la dimensión psicológica del arte y la belleza; más que especular sobre la naturaleza intrínseca de la obra de arte, los autores han preferido considerar la experiencia del observador ante tal realidad, su interpretación y visión subjetivas, su carácter vivencial —hasta cierto punto, heredados del Romanticismo. A esta concepción “vivencial” de arte se refiere Heidegger, considerándola una de las características principales de la sociedad moderna. No obstante también encontramos en Heidegger aportaciones más esencialistas, no tan “vivenciales”, con respecto al arte. Para Heidegger, existe el artista, existe la obra y desde luego existe el arte, un tercer elemento gracias al cual ambos se sostienen. Este planteamiento, aparentemente inocente, tiene como finalidad “romper la especularidad metafísica entre el objeto y el sujeto”. El arte no se agota en la subjetividad del artista y tampoco se halla íntegramente en su creación objetiva. El arte remite a un “modo del ser”. Por supuesto que las obras de arte son “cosas” como el resto de las cosas comunes, pero son cosas que no se agotan en su mero carácter de cosas. Heidegger comienza admitiendo que la obra de arte es una cosa que recibe algo añadido, un suplemento que la convierte en alegoría o en símbolo de otra cosa. “Las cosas están mucho más próximas de nosotros que cualquier sensación”. Nunca oímos “ruidos puros”, sino el rechinar de los goznes de una ventana, el motor de un coche, el maullido del gato. Hay que esforzarse por encontrar el punto en que la cosa “reposa en sí misma”. Las cosas, en su insignificancia, parecerían resistirse a ser pensadas. Y justamente en esta resistencia, en esa reserva quiere Heidegger que encontremos su esencia. “Ha sido la obra de arte —asegura Heidegger— la que nos ha hecho saber lo que es de verdad un zapato” (…) “En la obra no se trata de la reproducción del ente singular que se encuentra presente en cada momento, sino más bien de la reproducción de la esencia general de las cosas”.

Nietzsche fue uno de las principales referentes del pensamiento de Heiddeger, y el primero en hacer una contundente crítica al pensamiento romántico sin caer en los prejuicios positivistas de la época. Quizás la principal aportación de Nietzsche a la historia del pensamiento, y más aun a la del “ser y estar en el mundo”, fue la noción de nihilismo. El nihilismo, la pérdida de sentido de valores, tal como lo define Nietzsche, sería el impulso esencial de la historia, la condición necesaria del devenir histórico: “¿Qué significa nihilismo?: Que los valores supremos han perdido su valor. Falta la meta, falta la respuesta al por qué”. ¿Esta intuición sobre la falta de valores tiene algo que ver con el abandono del camino de la verdad, de la belleza, en el arte? El arte es, para Nietzsche, una “religión de la apariencia”. La apariencia no es lo contrario de la verdad, sino su expresión. Lo que aparece —la superficie— tiene una profundidad metafísica. El arte no quiere imponer sus constricciones, no quiere “conocer” ni quiere “dirigir”: sólo quiere que las cosas, todas y cada una de ellas, puedan ser… El arte deja de copiar el mundo —o de sintonizar con el transmundo— para convertirse en “modelo para la vida”. El arte, para Nietzsche, es la fuerza antinihilista por excelencia, es la “voluntad de fiesta” que estimula sin cesar a la vida. Frente a la religión, que gira en torno a la “devoción”, el arte incita a la “creación”… Se trata de un proceso creativo hasta cierto punto agónico, siempre girando sobre sí mismo. Interrogándose sin cesar… y siempre irónico (consciente de su propia imposibilidad para responderse por completo)…

Hay que considerar al nihilismo como un proceso histórico, el de desvalorización de los valores considerados hasta entonces —en cada momento— como supremos, los principios que sostienen lo que de ser tienen los entes, todo lo que sirve como modelo de lo que es, es decir lo verdadero, lo bello y lo bueno. Más que decadencia, este movimiento de desvalorización sería para Nietzsche la legitimación misma de la historia occidental, su lógica interna. No desaparece el mundo con la desvalorización de lo que constituían los valores supremos; aparecen valores nuevos. La negación de los antiguos valores es afirmación de nuevos valores, una “transvaloración” de anteriores valores… Este nihilismo trágico no busca que el mundo recupere su valor: no se trata, en la nueva instauración de valores, de reemplazar los antiguos por nuevos, sino de efectuar una inversión en el modo de valorar, un cambio de sensibilidad, una transformación o revolución estética…

Con Nietzsche el arte deja de ser divertido, virtuoso, ejemplar… El arte no tiene por qué embellecer al mundo, sino fundirse en él, devolverle de una vez el espíritu al cuerpo, tanto tiempo disociados… Frente a la frivolidad burguesa de un “arte por el arte”, reconocemos ahora un arte insubordinado que arroja a nuestra mirada imágenes humanas, demasiado humanas; en este estado de ser “en y con” el mundo, buscar la belleza, expresarla, no deja de ser un ejercicio de crueldad… Esta insumisión del arte al gusto burgués, al poder, explicaría el interés del “oficialismo bienpensante” —lo que hoy llamaríamos “lo políticamente correcto”— por desactivar la carga corrosiva y letal del arte comprometido reduciéndolo a un asunto “de extravagantes”, “diabluras” divertidas, pasatiempos de intelectuales y exquisitos… El arte era para el poder establecido algo absolutamente improductivo; en ello radicaba precisamente su poder de subversión. Algo muy distinto a lo que sucede en la actualidad, según mi opinión, en donde el sistema del arte se ha convertido en uno de los cómplices más dóciles de la sociedad postmoderna tardo capitalista, quien mejor la retrata, quien mejor representa el estado de simulación generalizada que la caracteriza… —también las simulaciones del poder institucionalizado.

Lyotard define el arte moderno como aquel que "consagra su ‘pequeña técnica’, como decía Diderot, a presentar qué hay de impresentable. Hacer ver que hay algo que se puede concebir y que no se puede ver ni hacer: Éste es el ámbito de la pintura moderna"… En muchos aspectos este “presentar lo impresentable” tiene que ver con la concepción de lo sublime en Kant —el sentimiento de lo sublime, decía Kant, tiene lugar cuando la imaginación fracasa y no consigue presentar un objeto que, aunque sea en principio, venga a establecerse de acuerdo con un concepto… Si el arte moderno es en alguna medida sublime, lo es porque en todo momento hace alusión a lo impresentable. Pero esta alusión la realiza de forma negativa, presentando formas visibles. La pintura abstracta no es sino un grado de expresión de estos principios, ya que en ella se presenta algo evitando la figuración y la representación. Algunas tendencias del arte contemporáneo son incomprensibles si no se reconoce esta vocación por lo sublime.

¿Y en este vagamundear del arte por la vida y la historia, admirado por el cuerpo o el espíritu, representando lo aparentemente real o divagando acerca de lo impresentable, dónde quedó la belleza? ¿Qué belleza o virtud o bien moral puede regalarnos el arte moderno? Thomas Mann, sutil pensador y autor de obras inolvidables —La Montaña mágica, por ejemplo— plantea sugestivas relaciones entre la belleza, la vida (como realidad) y el espíritu… Thomas Mann se interroga sobre el problema de la belleza: “El problema de la belleza consiste en que el espíritu concibe como ’belleza' a la vida, mientras que ésta concibe como 'belleza' al espíritu...” (...) “Pues la nostalgia va y viene entre el espíritu y la vida. También la vida reclama al espíritu. Dos mundos, cuya relación es erótica sin que la polaridad sexual sea clara, sin que uno represente al principio masculino y el otro al principio femenino; eso son la vida y el espíritu. Por eso no hay entre ellos una unión, sino la breve y embriagadora ilusión de la unión y el entendimiento, una eterna tensión sin solución”. El arte sería algo así como la atracción erótica de la vida hacia el espíritu, del espíritu hacia la vida, entre el espíritu y la vida… ''Y sin embargo es esto lo que hace al arte tan digno de ser amado y ejercitado; es esta maravillosa contradicción de que sea o pueda ser a la vez deleite y tribunal condenatorio, prez y loor de la vida mediante su placentera imitación y aniquilación crítico-moral de la vida, lo que hace que obre suscitando placer en la misma medida en que despierta la conciencia”… No obstante, aunque parezca destilarse cierta actitud positiva hacia el arte y sus virtudes “terapéuticas” sobre la libido existencial, Thomas Mann no espera mucho de su capacidad para remediar otras angustias y peligros: “El arte es el último en hacerse ilusiones con respecto a su influencia sobre el destino de los hombres. Desdeñoso de lo malo, no ha podido nunca detener el triunfo del mal. Preocupado por dar un sentido, no ha podido nunca evitar los más sangrantes sinsentidos. No constituye un poder, es sólo un consuelo”…

El arte ha muerto. Sus movimientos actuales no reflejan la menor vitalidad; ni siquiera muestran las agónicas convulsiones que preceden a la muerte; no son más que las mecánicas acciones reflejas de un cadáver sometido a una fuerza galvánica”… —quien así se expresa es Arthur Coleman Danto, uno de los más influyentes críticos y teorizadores sobre el arte contemporáneo en las últimas décadas y autor del polémico artículo El final del arte (1984) de gran trascendencia en el debate sobre el arte actual. Sobre la belleza, por ejemplo, Danto reconoce que en la actualidad “la belleza casi ha desaparecido del discurso artístico. Era algo que preocupaba a principios de siglo, pero ahora la gente se queda atónita si se le habla de este tema. Ha desaparecido. Sigue habiendo alguna conexión entre arte y belleza, pero no es tan profunda como antes” (...) “En mi opinión, si la gente vuelve al concepto de belleza hay que plantearse qué significado tiene ahora el concepto de belleza. Qué propósito cumple o para qué sirve esta belleza. El arte es una propuesta, no sólo objetos bellos. Si lo son es porque esto contribuye a su significado artístico”... ¿Cualquier objeto puede ser una obra de arte? “ —responde el crítico norteamericano— cualquiera puede serlo, pero eso no quiere decir que cualquiera lo sea. Hay unas restricciones, pero lo que no hay son limitaciones en relación a qué aspecto podría tener este objeto artístico. Por ejemplo, este cenicero que está encima de la mesa no es arte ahora en cuanto objeto, pero no sé si podría serlo en otro contexto. Diría que habría que plantearse qué significa y cómo está conectado con la obra del artista y su contenido” (…) “En nuestra narrativa, al principio sólo la mimesis era arte, después varias cosas fueron arte pero cada una trató de extinguir a sus competidoras, y finalmente, se volvió claro que no había constreñimientos filosóficos o estilísticos. La obra de arte no tiene que ser de un modo especial. Y éste es el presente y, como dije, el momento final de la narrativa maestra. Es el fin del relato”… La crónica de una muerte anunciada a la cual Danto dedica los últimos párrafos de su artículo El final del arte: “… puedes ser un artista abstracto por la mañana, un realista fotográfico por la tarde y un minimalista mínimo por la noche. O puedes recortar muñecas de papel, o hacer lo que te dé la real gana. Ha llegado la era del pluralismo, es decir, ya no importa lo que hagas. Cuando una dirección es tan buena como cualquier otra, el concepto de «dirección» deja de tener sentido. La decoración, la auto-expresión y el entretenimiento son, obviamente, necesidades humanas perdurables. El arte siempre tendrá un papel que desempeñar si los artistas así lo desean. Su libertad acaba en su propia realización, pero siempre dispondremos de un arte servil. Las instituciones del mundo del arte (galerías, coleccionistas, exposiciones, publicaciones periódicas), que han predicado y señalado lo nuevo a lo largo de la historia, se marchitarán poco a poco. Es difícil predecir lo feliz que nos hará esta felicidad, pero fíjense en cómo ha hecho furor la gastronomía en el tradicional modo de vida americano. En cualquier caso, ha sido un inmenso privilegio haber vivido en la historia”… —Confieso: es un inmenso privilegio sobrevivir todavía en los últimos estertores del arte y la belleza…

Fotos: de la serie "Mis paseos por el MoMA de New York"; enero 2005

lunes, abril 21, 2008

Hoy, lunes, sigo hablándote sobre estética... No basta con amar si quieres aprender el Arte de Amar...

Es cierto que el arte se ha ocupado durante mucho tiempo en revelar, representar o alcanzar la belleza —o se ha justificado como un medio privilegiado para tales objetivos. Pero ni el concepto clásico de “mimesis”, ni siquiera su acepción decimonónica que valoraba tanto la imitación de la realidad como la interpretación subjetiva de la naturaleza por el artista, son suficientes para explicar este tropismo hacia la belleza. Además, buena parte de los pensamiento estéticos y movimientos artísticos del siglo XX recorrieron caminos alternativos que nada o muy poco tienen que ver con la “imitación” de la naturaleza, sino todo lo contrario… El simbolismo, el cubismo, el Dadà y el surrealismo, los distintos conceptos y expresiones abstractos, por ejemplo, se enfrentaron radicalmente con aquella concepción del arte como imitación, e incluso como reflejo distorsionado del mundo real; sus intenciones eran bien distintas. El cubismo es un buen ejemplo de ello, representando un mundo ya decididamente fragmentado tras la explosión de las “Grandes Verdades” (entre ellas las estéticas) por el impacto decisivo de aquel nuevo estado de cosas y pensamientos: la segunda revolución industrial, el nuevo impulso tecnológico, el asentamiento de la nueva economía liberal librecambista, el desarrollo capitalista, los conflictos más evidentes de la lucha de clases, el evolucionismo darwiniano, el marxismo, el nihilismo “nietzscheano”, el psicoanálisis, y muy pronto el relativismo y la mecánica cuántica… Y es que las ideas tampoco pueden durar y servir eternamente, aunque se adapten “miméticamente” a las circunstancias…

¿Y por qué la belleza? ¿Qué es la belleza? ¿Aquello que, además de bueno, es agradable —como afirmaba Aristóteles? ¿O “sólo lo feo es bello” —según la provocación de A. Solin? ¿Qué verdad representa la belleza? Si el arte aparece como una ilusión alejada de la realidad o como un mejoramiento (ilusorio) de esta realidad, haciéndola bella, ¿no estaremos también aceptando que la belleza no es sólo un atributo de la verdad sino también de la ficción? ¿Podemos seguir sosteniendo, como hacía Hegel y el idealismo alemán, que la verdad es una condición necesaria de la belleza, que la vocación del arte es el descubrimiento de la verdad? ¿Dónde habita la belleza, cómo se manifiesta, cómo y por qué la reconocemos, por qué nos conmueve todavía?

Desde la Antigüedad la belleza se ha refugiado en conceptos tales como “armonía”, “simetría”, “proporción”. Esta visión cuantitativa y numérica de la belleza reconocible en el orden, proporción canónica e interrelaciones armónicas y/o simétricas entre las partes ya fue defendida por Platón —“La conservación de la medida y la proporción es siempre algo bello”— y por Aristóteles —“La belleza consiste en una magnitud y disposición ordenadas”—, y también por Plotino, que a la mera proporción y orden de las cosas agregó significativamente la existencia de un “alma” que se expresa a través de ellas y las ilumina. Esta nueva noción de iluminación es la que llevó a Tomás de Aquino a ratificar que “a la razón de la belleza y el decoro concurre la claridad y la debida proporción” y a definir sencilla y rotundamente que la belleza es “el esplendor de la forma”.

¿Pero de qué belleza hablaban nuestros maestros clásicos, a qué se referían? ¿A una belleza real diferente de una abstracta? ¿A una belleza física distinta de una belleza espiritual, como los estoicos? ¿A la belleza que descansa en los números, en el cuerpo, en el alma, en la gracia? Ya en el siglo XVII, se hablaba de belleza esencial y natural, de belleza placentera y belleza útil o conveniente, rara o novedosa. Poco después Sulzer distingue ya en la belleza la variada condición de lo elegante, lo espléndido, lo apasionado… así, hasta llegar a Hume y su radical subjetivismo: “La belleza no es ninguna cualidad de las cosas en sí mismas. Existe en la mente que las contempla, y cada mente percibe una belleza diferente”. Subjetivismo al que parecen enfrentarse Baumgarten y Hegel con sus hipótesis de belleza-perfección y belleza-ideal: “La belleza es la idea absoluta en su apariencia sensorial” (Hegel). En resumen, una evolución histórica en apariencia contradictoria

No nos debería sorprender considerar la belleza como un término equívoco, bien al contrario; acaso sea su ambigüedad, su polisemia, su histórica y característica desemantización las que la identifican y convierten en una eficaz figura retórica. La belleza es como un rostro de mil caras (esquivas), un cuerpo en permanente e imprevisible metamorfosis, un alma indeterminada y transparente… La variedad de objetos y cosas, de ideas, sensaciones y sentimientos, pensamientos, que se atribuyen la belleza (o que adjetivamos como bellos) demuestran esta diversa extensión y “modulación” de la belleza. Junto a la belleza geométrica y proporcionada de las formas, la simetría, la armonía, a las que antes me he referido, aparecen ya en el mundo clásico romano, y luego posteriormente en el mundo medieval, otros nuevos conceptos que merodean o atraviesan los territorios indeterminados de la belleza: “lo sublime”, el encanto, la atracción y la gracia, lo decorativo (bonito), el ornamento, el decoro y la “dignidad” de las cosas, la sutileza, lo esmerado, e incluso la “aptitud”… una variedad de belleza sobre todo reconocible en la arquitectura, que designaba indistintamente la adecuación a un fin, la aptitud social o la utilidad práctica de un objeto. Entre estos conceptos que participan de múltiples maneras de los valores indefinidos de la belleza o, más bien, la identifican, quizá sean “la sublimidad” —la hipótesis de “lo sublime” como “capacidad de entusiasmar y elevar el espíritu, unida a la grandiosidad del pensamiento y la profundidad de las emociones” (Tatarkiewicz)— y su “aptitud” o utilidad, los que representarían los límites imprecisos de la belleza; límites casi siempre opuestos, antagónicos, tradicionalmente considerados en las antípodas del territorio de significación de la belleza, y que modernamente hemos intentado conciliar y aproximar en las, así mismo, indefinidas “repúblicas” del arte y el diseño —lo útil, y además bello—, desdibujando sus fronteras convencionales…

Kant es uno de los grandes autores que reflexionaron sobre la belleza y “lo sublime”, incluyéndolos entre sus juicios estéticos y añadiendo nuevas sugestiones y categorías, como la del “gusto”, que han tenido gran influencia en la filosofía estética hasta nuestros días. Para Kant, el “juicio del gusto” no presupone una representación bajo un concepto determinado, sino que afirma una relación entre la representación y una satisfacción especial “desinteresada”; la satisfacción estética la puede provocar un objeto que aunque no tenga función alguna posee una intención en su forma, una cierta totalidad formal ordenada para su comprensión y admiración —tiene una “intencionalidad sin intención”. Así mismo, el juicio del gusto se diferencia del mero placer sensible porque no impone obligación alguna de aceptarlo ni exige ser respaldado por razones… Ningún argumento puede obligar a nadie a estar de acuerdo con un juicio de gusto, pero su lógica da pie a una aceptación general: por ejemplo, “esta flor es bella” —esto no significa que cuando nos sentimos impresionados por una cosa podamos garantizar que todos los demás se sienten afectados de la misma manera, sin embargo sí podemos garantizar que la posibilidad general de compartir conocimientos presupone en cada uno de nosotros una cierta cooperación en un entendimiento e imaginación universales, es decir que todo ser racional posee la capacidad de sentir, en adecuadas condiciones de percepción, esta armonía a través de sus facultades cognoscitivas. Por ello, un verdadero “juicio de gusto” puede aspirar legítimamente a ser verdadero para todos, a consumar su condición de “universalidad subjetiva”.

El sistema idealista mejor articulado fue sin duda el de Hegel. Para Hegel, la “Idea” —el concepto en su más elevado estadio de desarrollo dialéctico— se encarna en formas materiales en el arte, esto es la “belleza”. Cuando lo material es espiritualizado en el arte se da a la vez una revelación cognoscitiva de la verdad al tiempo que una “revigorización” del espectador. Para Hegel la misma naturaleza era un producto del espíritu o el resultado de la acción de la historia, por tanto no existiría diferencia objetiva entre belleza natural y la belleza artística: “Sólo lo espiritual es verdadero. Lo que existe sólo existe en la medida de su espiritualidad. Lo bello natural es, pues, un reflejo del espíritu. Debe ser concebido como un modo incompleto del espíritu, como un modo contenido en él mismo en el espíritu, como un modo privado de independencia pero subordinado al espíritu”.

En muchos sentidos las tesis hegelianas venían a superar aquellas ideas de Kant sobre la belleza y la reflexión estética. Kant quería distinguir entre dos tipos de belleza, una natural y otra artificial o artística. Kant fundamentaba en el “gusto” la facultad de reconocer y apreciar la belleza natural; la belleza artística, sin embargo, construida esencialmente desde lo cultural, histórico y los valores sociales, tenía como fundamento al “genio”. Aunque las ideas hegelianas intentaban superar las de Kant, éstas resistieron y sirvieron de base a buena parte del sentir romántico en el arte. La doctrina del gusto como vivacidad de las “facultades del alma” abría las posibilidades de una estética sostenida por “el hacer” y “sentir” del genio… Al otorgar al “genio” la capacidad “de expresar sin conocimiento ni ciencia la armonía anímica y de esta forma incendiar el ánimo y templar el carácter” quedó expedita la vía hacia una estética romántica —en la que el genio es la principal sustancia en la producción de una obra de arte y el juicio estético sobre ella tiene como principal referencia la propia vida del artista. En el sentimiento romántico de raíz postkantiana, el arte sólo podía tener como objeto la vivencia, su sentido era provocar una experiencia vital “fuerte” e intensa capaz de conmover la existencia y transformar esencialmente nuestras actitudes frente a la vida —las del artista y las del espectador conmovido. Este pensamiento contaminó eficazmente el sentir moderno en sus orígenes, nacido en las interioridades del Romanticismo y diseminado en sus secuelas, sobreviviendo con gran fortuna y con múltiples acentos particulares hasta nuestros días a través de algunos de los grupos y movimientos de vanguardia más significativos del siglo XX. Y no sólo desde el lado de los artistas, sino sobre todo desde el juicio que le merece a la sociedad el hacer y el sentir de los artistas y el objeto de su creación. Como en otros casos, la mirada de la generalidad social sobre el arte y los artistas ha sido —es, todavía— más romántica e irracional que la de sus descreídos y privilegiados intérpretes y creadores…

Dibujo: "Fryzjer" (Serie Grandes Viajes), Izabella Jagiello, 2007

domingo, abril 20, 2008

Déjame que hoy te escriba de cosas antiguas: del Arte y la belleza, por ejemplo... —Conversaciones sobre estética (I)

Arte es aquello que todos saben lo que es”, afirmaba axiomáticamente Benedetto Croce, aceptando la posibilidad de un conocimiento intuitivo anterior que nos permite reconocer el arte cuando se hace presente; conclusión semejante a la que llegan Wittgenstein y sus discípulos al renunciar a definir esta toma de conciencia —“Respecto a una respuesta que no pueda expresarse, tampoco cabe expresar la pregunta”…. Es probable que con tales afirmaciones axiomáticas se resolviera radicalmente el problema de conciencia en el arte y la necesidad de inventar argumentos que lo sostengan, pero impedirían también al lenguaje expresarse, arrinconando al arte, a la belleza, a la experiencia estética, a los confines oscuros de lo que no se puede hablar… Afortunadamente la historia de las ideas y el pensamiento estético evidencian que al ser humano le han interesado estos temas, acaso excesivamente, y que a través de sus interrogantes y respuestas ha redactado algunas de las páginas más brillantes de su lenguaje. Se ha escrito tanto sobre el arte, la belleza, la experiencia estética, como se han creado objetos considerados artísticos, buscado compulsivamente la belleza hasta donde no la hay y experimentado sensible e intelectualmente las presencias de ese mundo real, a la vez que subjetivo, que adjetivamos con esperanza como estético… El lenguaje debe estar a la altura de las circunstancias, es decir ser tan hermoso, inquietante o evocador como las cosas y sensaciones a las que se refiere, o por lo menos intentarlo.

Durante siglos, desde el pensamiento clásico, el arte se identificaba con la imitación: “mimesis”. Sócrates ya sostenía que pintar no era sino imitar a los seres de la naturaleza. Platón fue el primer gran filósofo que aborda el tema desde un punto de vista estético. El arte —“tekné”— era una destreza intelectual o manual que requería cierto conocimiento y habilidad a fin de producir (crear) algo. Pero al ser el mundo material una copia que imita la naturaleza y al tiempo participa del mundo inteligible de las ideas, todo arte sería una imitación de una imitación, es decir productos de bajo nivel ontológico que apenas aportan conocimiento alguno; la imitación operada por el arte tendría pues un valor disminuido (al ser copia de una copia es como la “sombra de una sombra”). El arte actuaría como un espejo que reproduce las imágenes efímeras y huidizas de lo real. Para Platón sólo era válida la imitación de las ideas: la belleza es, según Platón, una idea que se refleja en las cosas. La noción de belleza nos lleva más allá de la apariencia inmediata de la realidad en las cosas. Es sólo en esta experiencia de lo bello, en el “aparecer” como cosas bellas, donde se nos muestra la idea como idea más allá de su apariencia inmediata… El amor —“eros”— es el impulso hacia la belleza, hacia el mundo de las ideas, lo inteligible; las bellezas parciales de las cosas bellas son como escalones por los que ascendemos hacia el verdadero conocimiento y sabiduría…

Aristóteles sin embargo consideraba que la imitación era una inclinación innata del ser humano. Esta imitación no sería una copia servil del modelo original, sino que estaría condicionada por su pulsión de búsqueda de lo verosímil y lo universal, procurando una cierta idealización de la realidad imitada: “conviene que un pintor embellezca y supere a su modelo”… Plotino, continuador de las ideas de Platón, tuvo el acierto de incluir la belleza junto a la verdad y la bondad en la filosofía, ampliando los territorios de la estética hasta casi los propios de la moral y la metafísica. En Plotino el concepto de imitación no es algo negativo en sí, pues las cosas de la naturaleza son a su vez imágenes de algo superior —el mundo de las ideas—, por lo que el arte sería una imitación de lo perfecto, o de la “Idea” perfecta, de la cual emana lo sensible. Las reflexiones de Plotino, que impregnaron buena parte de la estética occidental desde su tiempo —siglo III— hasta el mundo moderno, podrían resumirse en los siguientes enunciados: hay que distinguir entre el “Bien” y la “belleza”, ya que la belleza provendría del Bien; también hay que distinguir entre la belleza inteligible y la belleza sensorial; la belleza formal de las cosas consiste en la participación en “una forma ideal”, no simplemente de la proporción y la simetría (como afirmaban los Pitagóricos, Platón y Aristóteles); el medio para alcanzar la belleza es el arte y sus métodos serían la “dialéctica” y la práctica de las virtudes. El artista —el músico, filósofo, poeta o “enamoradizo”— a través de la práctica de sus artes alcanza cierto grado de inteligibilidad que le hace capaz de llegar a la belleza y de ahí al “Uno-bien” (Dios). Al igual que Platón —“merece la pena la vida del hombre cuando contemple la Belleza en sí”—, Plotino coincide que nuestra meta es la de conocer y contemplar el “Bien Supremo”, y para lograrlo es preciso haber obtenido la revelación de la belleza (por medio de las artes, por ejemplo).

Derivadas de esta concepción de imitación “no servil” que transciende el modelo, podemos relacionar también las teorías que conciben al arte como expresión visible de lo invisible, y al artista como una especie de “médium” que convoca el espectro de lo divino, que intuye la interioridad más profunda de las cosas y tiene como misión revelar y hacer visible lo oculto u oscurecido en su propio abismo... No tan alejadas de esta teoría “trascendental” estarían los planteamientos más simbolistas de Hegel –“el arte es un medio gracias al cual el hombre exterioriza lo que es”– e incluso del formalismo de Zamoyiski –“el arte es todo aquello surgido a partir de una necesidad de dar forma a algo”.

Pero volvamos al concepto de “tekné”, sin duda más eficaz para acercarnos a aquellas primeras cuestiones sobre el conocimiento o la habilidad (artísticas) de crear algo (artístico). Podemos empezar por la definición de Tatarkiewicz para reordenar nuestras ideas: “Arte es una actividad humana consciente, capaz a) de producir belleza a través de formas (realistas o abstractas) que valen por sí mismas, b) de expresar el mundo interior del artista, y c) de generar deleite, emoción o choque”. Tatarkiewicz plantea pues el arte como “una actividad humana consciente”, concepción y origen de la obra de arte que discurre a contracorriente de las teorías dominantes de la estética tradicional que sostenían el carácter inconsciente de la creación artística o su origen en el genio creador del artista.

Kant creía que “el genio es favorecido por la naturaleza y hay que considerarlo un fenómeno raro”. Scheleirmacher, en la misma línea, consideraba que “los genios despiertan en el hombre los gérmenes dormidos de una humanidad mejor. Son sacerdotes de un orden superior que anuncia el sentido íntimo de todos los secretos espirituales”. Ambos autores depositan esta noción de “genio” en un cierto tipo de ley inconsciente similar a la que opera en la naturaleza y de la cual sería una nueva manifestación orgánica evolutiva —idea no muy lejana a la del “inconsciente colectivo” de Jung, que propone la existencia de una sabiduría acumulada por el ser humano durante milenios que se expresa a través de “arquetipos”, imágenes y símbolos más o menos semejantes que encontramos en diferentes culturas sin aparente conexión y que se manifiestan y reconocemos sobre todo en infinidad de obras de arte. Estas ideas sobre el origen de la creación artística en el ámbito del inconsciente las reconocemos también en Platón y Leibniz —teoría de las “mónadas”— y en Hegel, Schopenhauer y Schelling, entre otros, que coinciden en entender que la “energía creadora” brota de lo más profundo del ser humano, de su inconsciente, y se reconoce en la inspiración… Imaginación e inspiración serían dos facultades fundamentales, necesarias, para la mayoría de los pensadores que avalan el origen inconsciente de la creación artística, y la fantasía como motor de la creatividad. A ello se refiere también Freud cuando plantea que los instintos reprimidos buscan su satisfacción en la fantasía y retornan al mundo concreto estableciendo una nueva realidad; los productos artísticos formarían parte de ese “reino intermedio entre la realidad, incapaz de actualizar los deseos, y el mundo de la fantasía que los realiza”. Teoría psicoanalista a la que se sumaron los surrealistas y sus valedores, como Breton —con su propuesta del acto surrealista como “automatismo psíquico puro”—, Dalí —que consideraba la creación artística como “una actividad crítica paranoica”—, y en general todos aquellos que han concebido la creación artística como un método espontáneo de conocimiento irracional basado en asociaciones interpretativas de los fenómenos delirantes…

La consideración más moderna del Arte como una “actividad consciente”, según la definición de Tatarkiewicz, concilia algunos conceptos sobre la creación artística que se habían mantenido en discusión a lo largo de la historia de las ideas estéticas. Hasta el mundo medieval sobrevivió la idea del artista como imitador, su creatividad no sería más que una emanación, un reflejo, de la verdadera creatividad, la divina… El Renacimiento reconoció en el artista otras facultades, otros dones, como planteaba Baltasar Gracián: “El arte es, como si dijéramos, un segundo creador de la naturaleza; ha añadido otro mundo al anterior, le ha dado una perfección que el otro no posee en sí mismo; y al llegar a unirse con la naturaleza, cada día obra nuevos milagros”… El artista, más allá de ser un mero imitador, empieza a ser considerado principalmente un inventor, alguien que descubre, que modifica, que crea nuevas realidades a través de su imaginación. Aunque por mucho tiempo esta “nueva” cualidad del artista como auténtico creador estará sometida básicamente a los principios ideales de la búsqueda de la verdad y la belleza, y el artista seguirá mediatizado por su relativa falta de libertad hasta épocas recientes, es indudable que abrió un horizonte ilimitado de finalidades y proyectos “sobre sí mismo” en el arte hasta entonces inimaginable, cuyas consecuencias últimas las estamos asumiendo (disfrutando, sufriendo) definitivamente en la actualidad…

(continuará… por supuesto)

Foto: "Tribuna de las Cariátides" en el Erecteion, Acrópolis de Atenas; septiembre 2006

lunes, febrero 04, 2008

Experiencias de lo bello y lo sublime en la selva y en las aguas del Amazonas.





Kant publicaba en 1764 sus Observaciones sobre el carácter de lo bello y lo sublime, en donde ya aparecen sus controversias con Burke que luego retomaría más tarde en su magistral Crítica del Juicio (1790). En ambas obras Kant analiza el concepto de lo sublime, que define como “lo que es absolutamente grande” —distinguiendo entre un “sublime matemático”, puramente cuantitativo, y un “sublime dinámico”, que tiene que ver con la fuerza del estímulo—, que sobrepasa al espectador causándole una compleja sensación de placer-displacer, lo que sólo puede darse en la Naturaleza, ante la contemplación asombrada de algo cuya desmesura sobrepasa nuestras capacidades: “El sentimiento de lo sublime es, pues, un sentimiento de displacer debido a la inadecuación de la imaginación en la estimación estética de magnitudes respecto a la estimación por la razón, y a la vez un placer despertado con tal ocasión precisamente por la concordancia de este juicio sobre la inadecuación de la más grande potencia sensible con ideas de la razón, en la medida en que el esfuerzo dirigido hacia éstas es, empero, ley para nosotros”. Kant interpreta la Naturaleza también como fuerza y a través de ella experimentamos nuevamente lo sublime: “rocas audazmente colgadas y, por decirlo así, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras de si desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso, etc., reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza. (...) llamamos gustosos sublimes a esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su término medio ordinario”.

Mientras que la experiencia de lo sublime agita y mueve el espíritu, causa temor, lo bello se percibe y siente en tranquila contemplación, en un acto reposado. Lo común de nuestra experiencia de lo bello y de lo sublime es que se trata de sentimientos (de placer o displacer): “Aquí no importa lo que el entendimiento capta, sino lo que el sentimiento siente”. El juicio estético se fundaría entonces en la capacidad propia del sentimiento para ser afectado de placer o dolor. El sentimiento de agrado, sin embargo, no es el mismo para lo sublime y lo bello. Dice Kant: “Lo bello en la naturaleza se refiere a la forma del objeto, que consiste en su limitación; lo sublime, al contrario, puede encontrarse en un objeto sin forma, en cuanto en él, u ocasionada por él, es representada una ilimitación, y pensada, sin embargo, una totalidad de la misma...” ¿Qué es, entonces, lo sublime; dónde radica la cualidad de lo sublime? Kant responde en principio negativamente: “nada de lo que es objeto de los sentidos puede llamarse sublime”. Es decir, no es en el océano o en la tempestad o en la cordillera donde radica lo sublime, sino en nosotros. Para Kant, la propia limitación de nuestras facultades para apreciar las magnitudes sensibles manifiesta una facultad suprasensible en nosotros. Esta facultad capaz de abarcar la infinitud y ordenarla es la “Razón”… En la razón habría pues una pretensión de totalidad absoluta. Esta apertura, como señala Kant, la produce la razón, que es lo verdaderamente sublime, y no la Naturaleza… Por lo que “sublime es lo que, sólo porque se puede pensar, demuestra una facultad del espíritu que supera toda medida de los sentidos”… En otras palabras, en el propio hecho de “poder pensar” lo sublime, lo absolutamente grande, se pone de manifiesto la superioridad de nuestro espíritu sobre la Naturaleza.

Por su parte, Burke afirmaba que la pasión que causa lo sublime “es el asombro suspendido en el horror”. José Luís Molinuevo en su ensayo Paradojas de lo sublime —en Diccionario Crítico de Ciencias Sociales: Universidad Complutense de Madrid (versión on-line: http://www.ucm.es/info/eurotheo/diccionario/)— comenta la afirmación de Burke: La mente, dice, está tan llena del objeto que no puede mirar nada más ni tampoco razonar. Esta situación psicológica tiene una base biológica: “el dolor y el miedo consisten en una tensión de los nervios que no es natural”… El sentimiento de lo sublime estaría pues asociado a estados psicológicos límite de la persona. Insiste Burke que no es necesario que la situación de peligro sea real, pero sí que se experimente su sentimiento. En ese caso, se siente “una especie de horror delicioso, una especie de tranquilidad con un matiz de terror”. Molinuevo, siguiendo a Burke, precisa aún más: el terror va unido a la grandeza, a la magnificencia, la dificultad misma, al infinito (el placer del infinito en los esbozos como promesa de algo más), a lo indefinido e informe…

Gustavo Cataldo Sanguinetti —en su artículo Lo Sublime, publicado en el Mercurio, Santiago de Chile, 26/11/2000— señala que “lo sublime, según se ve, comporta un sentimiento de placer que contiene una extraña ambigüedad: no se trata de un placer puro, sino mezclado con el horror, con un cierto displacer. Frente al carácter risueño y alegre de lo bello, lo sublime se manifiesta bajo la traza de lo temible”… Son los efectos de toda desmesura…

En esta desmesura de la naturaleza, en la selva del Amazonas por ejemplo, experimenté hace un par de años, una vez más en mi vida, ese inefable sentimiento e inteligencia de lo sublime; sentí placer y horror, entusiasmo y miedo, pequeñez e inmensa grandeza y fortuna al vivir un excepcional acontecimiento. A la orilla de un rápido y tumultuoso afluente del río Negro, a unos 150 kms. al norte de Manaos, en la cachoeira de Iracema, de la mano de una hermosa mujer de estirpe caboclo, fui ofrecido por primera vez a la diosa Iara, madre de las aguas, divinidad de gran belleza y absoluto poder de seducción, fascinante tanto por su cuerpo como por sus cabellos, voz y sensualidad… Dicen que si escuchas su voz y las promesas de sus melodías es casi definitivo que un hombre como yo se arroje a su seno sin pensarlo, suicida voluntario por amor y placer… Menos mal que mi guía era, además de hermosa e inteligente, nieta de un chaman de la isla de Parintins —el hogar original de las bravas amazonas—, y seguramente también celosa, y supo protegerme como nadie. Estrechó mi mano con increíble fuerza y no me abandonó ni un segundo en ese trance en el que la razón se encoge ante el bramido irresistible de las aguas y el corazón anda desbocado por efecto de la fantástica descarga de electricidad que se trasmite constante a través de la humedad del ambiente; atmósfera tan saturada que nos sentimos bañados por fuera y por las entrañas, esencialmente diluidos, todo agua… Luego Cleia me llevó a otro lugar mágico, también de aguas en caída libre y cascadas de caramelo y espuma de nata: a la cachoeira Santuario, en donde más que experimentar lo sublime disfruté en paz de la belleza, el silencio, la mano suave de mi amiga, sus caricias…

A estos sentimientos se referían nuestros filósofos, ni más ni menos: al sentimiento delicioso de la belleza y al exceso emocional de lo sublime; en mi caso contiguos y apenas sucesivos… De todos modos, fueron tales los sentimientos y emociones aquel día, tan salvajes e imprevisibles, que no pude hacer otra cosa que sufrir milagros el resto de la tarde y la noche… Iara, despechada, yo no sé si también enamorada, no aceptó que me fuera de su vientre ni que trasvasara mis íntimos líquidos contenidos a otra mujer divina, ni siquiera humana, e hizo todo lo irracionalmente posible para impedir nuestro viaje de vuelta a la ciudad, hasta casi derrotarnos por completo, insignificantes e inmóviles en la negrura de la noche, enredados en la selva de sus cabellos y alaridos… Un día de estos escribiré qué sucedió y cómo pudimos salir de aquella trampa divina. Sólo anunciar que les prometí volver, a Iara, a Cleia… Que debo volver, que quiero hacerlo…

Fotos: cachoeiras de Iracema y Santuario, Estado de Amazonas, Brasil; abril de 2006