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lunes, abril 21, 2008

Hoy, lunes, sigo hablándote sobre estética... No basta con amar si quieres aprender el Arte de Amar...

Es cierto que el arte se ha ocupado durante mucho tiempo en revelar, representar o alcanzar la belleza —o se ha justificado como un medio privilegiado para tales objetivos. Pero ni el concepto clásico de “mimesis”, ni siquiera su acepción decimonónica que valoraba tanto la imitación de la realidad como la interpretación subjetiva de la naturaleza por el artista, son suficientes para explicar este tropismo hacia la belleza. Además, buena parte de los pensamiento estéticos y movimientos artísticos del siglo XX recorrieron caminos alternativos que nada o muy poco tienen que ver con la “imitación” de la naturaleza, sino todo lo contrario… El simbolismo, el cubismo, el Dadà y el surrealismo, los distintos conceptos y expresiones abstractos, por ejemplo, se enfrentaron radicalmente con aquella concepción del arte como imitación, e incluso como reflejo distorsionado del mundo real; sus intenciones eran bien distintas. El cubismo es un buen ejemplo de ello, representando un mundo ya decididamente fragmentado tras la explosión de las “Grandes Verdades” (entre ellas las estéticas) por el impacto decisivo de aquel nuevo estado de cosas y pensamientos: la segunda revolución industrial, el nuevo impulso tecnológico, el asentamiento de la nueva economía liberal librecambista, el desarrollo capitalista, los conflictos más evidentes de la lucha de clases, el evolucionismo darwiniano, el marxismo, el nihilismo “nietzscheano”, el psicoanálisis, y muy pronto el relativismo y la mecánica cuántica… Y es que las ideas tampoco pueden durar y servir eternamente, aunque se adapten “miméticamente” a las circunstancias…

¿Y por qué la belleza? ¿Qué es la belleza? ¿Aquello que, además de bueno, es agradable —como afirmaba Aristóteles? ¿O “sólo lo feo es bello” —según la provocación de A. Solin? ¿Qué verdad representa la belleza? Si el arte aparece como una ilusión alejada de la realidad o como un mejoramiento (ilusorio) de esta realidad, haciéndola bella, ¿no estaremos también aceptando que la belleza no es sólo un atributo de la verdad sino también de la ficción? ¿Podemos seguir sosteniendo, como hacía Hegel y el idealismo alemán, que la verdad es una condición necesaria de la belleza, que la vocación del arte es el descubrimiento de la verdad? ¿Dónde habita la belleza, cómo se manifiesta, cómo y por qué la reconocemos, por qué nos conmueve todavía?

Desde la Antigüedad la belleza se ha refugiado en conceptos tales como “armonía”, “simetría”, “proporción”. Esta visión cuantitativa y numérica de la belleza reconocible en el orden, proporción canónica e interrelaciones armónicas y/o simétricas entre las partes ya fue defendida por Platón —“La conservación de la medida y la proporción es siempre algo bello”— y por Aristóteles —“La belleza consiste en una magnitud y disposición ordenadas”—, y también por Plotino, que a la mera proporción y orden de las cosas agregó significativamente la existencia de un “alma” que se expresa a través de ellas y las ilumina. Esta nueva noción de iluminación es la que llevó a Tomás de Aquino a ratificar que “a la razón de la belleza y el decoro concurre la claridad y la debida proporción” y a definir sencilla y rotundamente que la belleza es “el esplendor de la forma”.

¿Pero de qué belleza hablaban nuestros maestros clásicos, a qué se referían? ¿A una belleza real diferente de una abstracta? ¿A una belleza física distinta de una belleza espiritual, como los estoicos? ¿A la belleza que descansa en los números, en el cuerpo, en el alma, en la gracia? Ya en el siglo XVII, se hablaba de belleza esencial y natural, de belleza placentera y belleza útil o conveniente, rara o novedosa. Poco después Sulzer distingue ya en la belleza la variada condición de lo elegante, lo espléndido, lo apasionado… así, hasta llegar a Hume y su radical subjetivismo: “La belleza no es ninguna cualidad de las cosas en sí mismas. Existe en la mente que las contempla, y cada mente percibe una belleza diferente”. Subjetivismo al que parecen enfrentarse Baumgarten y Hegel con sus hipótesis de belleza-perfección y belleza-ideal: “La belleza es la idea absoluta en su apariencia sensorial” (Hegel). En resumen, una evolución histórica en apariencia contradictoria

No nos debería sorprender considerar la belleza como un término equívoco, bien al contrario; acaso sea su ambigüedad, su polisemia, su histórica y característica desemantización las que la identifican y convierten en una eficaz figura retórica. La belleza es como un rostro de mil caras (esquivas), un cuerpo en permanente e imprevisible metamorfosis, un alma indeterminada y transparente… La variedad de objetos y cosas, de ideas, sensaciones y sentimientos, pensamientos, que se atribuyen la belleza (o que adjetivamos como bellos) demuestran esta diversa extensión y “modulación” de la belleza. Junto a la belleza geométrica y proporcionada de las formas, la simetría, la armonía, a las que antes me he referido, aparecen ya en el mundo clásico romano, y luego posteriormente en el mundo medieval, otros nuevos conceptos que merodean o atraviesan los territorios indeterminados de la belleza: “lo sublime”, el encanto, la atracción y la gracia, lo decorativo (bonito), el ornamento, el decoro y la “dignidad” de las cosas, la sutileza, lo esmerado, e incluso la “aptitud”… una variedad de belleza sobre todo reconocible en la arquitectura, que designaba indistintamente la adecuación a un fin, la aptitud social o la utilidad práctica de un objeto. Entre estos conceptos que participan de múltiples maneras de los valores indefinidos de la belleza o, más bien, la identifican, quizá sean “la sublimidad” —la hipótesis de “lo sublime” como “capacidad de entusiasmar y elevar el espíritu, unida a la grandiosidad del pensamiento y la profundidad de las emociones” (Tatarkiewicz)— y su “aptitud” o utilidad, los que representarían los límites imprecisos de la belleza; límites casi siempre opuestos, antagónicos, tradicionalmente considerados en las antípodas del territorio de significación de la belleza, y que modernamente hemos intentado conciliar y aproximar en las, así mismo, indefinidas “repúblicas” del arte y el diseño —lo útil, y además bello—, desdibujando sus fronteras convencionales…

Kant es uno de los grandes autores que reflexionaron sobre la belleza y “lo sublime”, incluyéndolos entre sus juicios estéticos y añadiendo nuevas sugestiones y categorías, como la del “gusto”, que han tenido gran influencia en la filosofía estética hasta nuestros días. Para Kant, el “juicio del gusto” no presupone una representación bajo un concepto determinado, sino que afirma una relación entre la representación y una satisfacción especial “desinteresada”; la satisfacción estética la puede provocar un objeto que aunque no tenga función alguna posee una intención en su forma, una cierta totalidad formal ordenada para su comprensión y admiración —tiene una “intencionalidad sin intención”. Así mismo, el juicio del gusto se diferencia del mero placer sensible porque no impone obligación alguna de aceptarlo ni exige ser respaldado por razones… Ningún argumento puede obligar a nadie a estar de acuerdo con un juicio de gusto, pero su lógica da pie a una aceptación general: por ejemplo, “esta flor es bella” —esto no significa que cuando nos sentimos impresionados por una cosa podamos garantizar que todos los demás se sienten afectados de la misma manera, sin embargo sí podemos garantizar que la posibilidad general de compartir conocimientos presupone en cada uno de nosotros una cierta cooperación en un entendimiento e imaginación universales, es decir que todo ser racional posee la capacidad de sentir, en adecuadas condiciones de percepción, esta armonía a través de sus facultades cognoscitivas. Por ello, un verdadero “juicio de gusto” puede aspirar legítimamente a ser verdadero para todos, a consumar su condición de “universalidad subjetiva”.

El sistema idealista mejor articulado fue sin duda el de Hegel. Para Hegel, la “Idea” —el concepto en su más elevado estadio de desarrollo dialéctico— se encarna en formas materiales en el arte, esto es la “belleza”. Cuando lo material es espiritualizado en el arte se da a la vez una revelación cognoscitiva de la verdad al tiempo que una “revigorización” del espectador. Para Hegel la misma naturaleza era un producto del espíritu o el resultado de la acción de la historia, por tanto no existiría diferencia objetiva entre belleza natural y la belleza artística: “Sólo lo espiritual es verdadero. Lo que existe sólo existe en la medida de su espiritualidad. Lo bello natural es, pues, un reflejo del espíritu. Debe ser concebido como un modo incompleto del espíritu, como un modo contenido en él mismo en el espíritu, como un modo privado de independencia pero subordinado al espíritu”.

En muchos sentidos las tesis hegelianas venían a superar aquellas ideas de Kant sobre la belleza y la reflexión estética. Kant quería distinguir entre dos tipos de belleza, una natural y otra artificial o artística. Kant fundamentaba en el “gusto” la facultad de reconocer y apreciar la belleza natural; la belleza artística, sin embargo, construida esencialmente desde lo cultural, histórico y los valores sociales, tenía como fundamento al “genio”. Aunque las ideas hegelianas intentaban superar las de Kant, éstas resistieron y sirvieron de base a buena parte del sentir romántico en el arte. La doctrina del gusto como vivacidad de las “facultades del alma” abría las posibilidades de una estética sostenida por “el hacer” y “sentir” del genio… Al otorgar al “genio” la capacidad “de expresar sin conocimiento ni ciencia la armonía anímica y de esta forma incendiar el ánimo y templar el carácter” quedó expedita la vía hacia una estética romántica —en la que el genio es la principal sustancia en la producción de una obra de arte y el juicio estético sobre ella tiene como principal referencia la propia vida del artista. En el sentimiento romántico de raíz postkantiana, el arte sólo podía tener como objeto la vivencia, su sentido era provocar una experiencia vital “fuerte” e intensa capaz de conmover la existencia y transformar esencialmente nuestras actitudes frente a la vida —las del artista y las del espectador conmovido. Este pensamiento contaminó eficazmente el sentir moderno en sus orígenes, nacido en las interioridades del Romanticismo y diseminado en sus secuelas, sobreviviendo con gran fortuna y con múltiples acentos particulares hasta nuestros días a través de algunos de los grupos y movimientos de vanguardia más significativos del siglo XX. Y no sólo desde el lado de los artistas, sino sobre todo desde el juicio que le merece a la sociedad el hacer y el sentir de los artistas y el objeto de su creación. Como en otros casos, la mirada de la generalidad social sobre el arte y los artistas ha sido —es, todavía— más romántica e irracional que la de sus descreídos y privilegiados intérpretes y creadores…

Dibujo: "Fryzjer" (Serie Grandes Viajes), Izabella Jagiello, 2007

domingo, abril 20, 2008

Primero una imagen sin palabras... y luego hablamos de estética, ¿vale?...


Dibujo: "Peón", Izabella Jagiello, 2007

miércoles, febrero 13, 2008

Vigilia de San Valentín frente al fuego que no cesa...


Sacerdotes, iniciados, visionarios de todos los tiempos identificaron a Dios en la luz, en el sol, en el fuego o en el rayo… El arquetipo atribuido al Fuego afortunadamente ha mantenido buena parte de su trascendencia en todas las culturas y en sus conciencias; posiblemente sea uno de los símbolos más universales y poderosos, excepcionalmente fiel a su original significado, a su naturaleza sagrada, que reconocemos no sólo a través de la mitología y en la religión, sino también en la interpretación psicoanalítica, en la especulación metafísica, en las ciencias esotéricas… Sabemos que el Fuego es un elemento esencial de acción múltiple, vivaz y vivificante, que se transforma en incontables apariencias y avatares y transforma todo lo que prende, que consume, calienta, alumbra, pero también puede causar dolor, destrucción y muerte… La mayoría de las culturas que nacieron en tiempos antiguos basaron sus cosmogonías, crearon sus panteones y formalizaron sus elementos esenciales alrededor del Fuego y la Luz, simbolizando el poder de sus supremas deidades en el rayo, la espada flamígera, la antorcha, el martillo y el hacha, poniendo sobre sus cabezas “demasiado humanas” coronas cuyas puntas doradas simbolizaban los rayos del Sol… Reconociéndose como “Hijos del Cielo”, sometiéndose bajo la protección del Fuego Cósmico, se proclamaban también “Hijos del Sol”. La mayoría de las civilizaciones antiguas adoraban al “astro Rey”, pero también intuían que éste no era la única fuente de Luz sino más bien un reflector, por lo que se le representaba con un escudo bruñido —en realidad un espejo— que recogía la inefable “luz que viene del infinito” y proyectaba hacia cualquier rincón lejano del universo… El Sol atraía y condensaba la energía luminosa que habita en el cosmos, la “Fuerza de la Vida” que se renueva permanentemente, participando de ese poder… pero detrás del sol visible existía un fuego más poderoso, el “Sol invisible”, pura emanación del “Logos Divino”… Los Druidas acostumbraban a encender el fuego de sus altares con luz solar, concentrando sus rayos mediante cristales “mágicos” que suponían tenían el poder de atraer el “Fuego divino”… Parece ser que en algunos templos antiguos había cristales y lentes estratégicamente situados que en un determinado día del año, en los equinoccios o solsticios por ejemplo, en una hora precisa, lograban que los rayos de sol concentrados encendiesen el fuego de los altares debidamente preparados para el efecto mágico. Los sacerdotes-magos y los adoradores asumían que los mismos dioses encendían estos fuegos rituales…

—En esta noche vigilia de San Valentín, todavía 13 de febrero de 2008, enciendo una hoguera en el interior de mi cueva. Sitúo doce figuras mitad animales, mitad humanas —nunca sabemos dónde comienza, donde acaba, nuestra instintiva animalidad, nuestra racional humanidad— que giran constantes a su alrededor. Por el centro de este espacio mágico atraviesa el eje de todo lo creado: centro inmóvil, aunque se expanda indeterminado por sus periferias… El centro del centro inmóvil es el fuego sagrado que recibí al nacer. Las figuras representan el tiempo circular, las horas, los meses del año solar, los signos de nuestro horóscopo, el destino con sus emblemas, las gentes que pertenecen a las doce estirpes de nuestra genealogía o merodean nuestras palabras, los doce amores que representan todos los amores pasados y futuros… Todo el universo gira pues alrededor de este fuego que me da calor y alumbra esta noche, hipnotiza sin resistencia alguna por mi parte, felizmente desarmado… Faltan unas horas, unos minutos, para el gran aquelarre de San Valentín…

Ensimismado en mis cosas pero todavía atento, apenas acompañado por las sombras de las horas y los signos de la imaginación que me pertenecen, los recuerdos y mis musarañas, no ceso de mirarte y alimentar tu llama con mis ojos cada uno de su color… Eres el fuego del Amor que no dejo se consuma ni muera esta noche o moriría yo contigo… Pronuncio las siete letras de tu nombre como un mantra… sólo silabear tu nombre, tu cuerpo se estremece… el mundo comienza a bailar a nuestro alrededor y gira a regañadientes; qué se joda… Un hombre-li(e)bre en el centro del universo contempla su sol-edad…


Foto: Instalación AnimaLumbra de Izabella Jagiello: Castillo de Santa Bárbara, Alicante; febrero 2006

sábado, febrero 09, 2008

POEMAS DE BLACKMAN


Haiku Sunset
Blackman bebía sunset
Campari con naranja en sus labios
A cortos tragos
soñaba


HAIKU PARA Robert CREELEY
Blackman leía esta tarde:
Love is dead in us we forget the virtues of an amulet and quick surprise
Llovía; conspiraba poemas con el tuerto Creeley


HAIKU D E L A M A R
Blackman recitaba en voz alta un poema de Baudelaire:
Homme libre, toujours tu chériras la mer!
la mar le oía a lo lejos ahogada en lágrimas


Foto: AnimaLumbra. instalación de Izabella Jagiello; 2005-2006