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miércoles, abril 23, 2008

Lo prometido es deuda... Pórtico a dos relatos eróticos después de mis conversaciones sobre estética... Disculpen la frivolidad: es primavera...

Lo prometido es deuda y quien avisa no es traidor… Llevaba yo un tiempo queriendo publicar alguna historieta erótica, incluso ligeramente pornográfica, y no encontraba ocasión… Desde luego no quería se entendiera como una frivolidad, que significara mi blog a los ojos de cualquier curioso como un blog de relatos eróticos… Me gusta leer de vez en cuando relatos eróticos; me los encuentro sin mayor esfuerzo cada vez que paseo por estos mundos comunales de blogs y bitácoras, los disfruto… Durante un tiempo fui incluso coleccionista de videos y DVD’s pornográficos paradójicamente intelectuales… Pero debo confesar que le tengo mucho respeto a la literatura erótica, y mira qué he leído: desde mi venerado Marqués de Sade a Almudena Grandes y Eduardo Mendicutti, a Henry Millar y Anaïs Nin, todo Bukovsky y Jean Genet, a Alberto Ruy Sánchez y Melissa Panarello, a Kawabata, a Osvaldo Lamborghini y Diamela Eltit, el Satiricón de Petronio y el Decamerón de Bocaccio, la Historia de O de Dominique Aury —el más erótico, el mejor, a mi entender—… y hasta la correspondencia amorosa de Joyce, entre otras joyas… Pero me cuesta escribir un relato erótico con sexo explícito, lo confieso… Debe ser por las palabras típicas de cualquier historia erótica medianamente descriptiva: que si hacer el amor o joder o follar… que si coño, polla, verga o vagina o concha o cualquiera de los sinónimos y neologismos que nombran nuestros genitales y sus contigüidades físicas o léxicas, qué más da… que si teta, poto o culo; que si meter o sacar; chupar, mamar o penetrar… y tantas otras que conforman el thesaurus especializado de palabras-recurso para cualquier relato erótico y/o pornográfico que se precie… Tampoco es por pudor, que no lo tengo más de lo debido —y en mi caso es bien poco lo que debo a la vergüenza social… No sé por qué pero no me siento cómodo escribiendo historias erótico-pornográficas… —pasajes eróticos sí, apuntes, sensaciones, instantes, impromptus… Creo que, en erotismo, lo que más me gusta y mejor me define es escribir haikus eróticos, soy una especie de coleccionista de erotismo bonsái… Un día de estos os doy a leer algunos ejemplos... ¿vale?

Bueno, pues aquí estoy otra vez a juicio de vuestros comentarios (con letritas o en silencio, qué más da)… Son dos relatos erótico-pornográficos que conforman un díptico, que es como me gusta representar el amor y el erotismo —recordad por ejemplo el que considero mi mejor relato escrito para este blog: Historia de un amor que vivieron unas horas y sobrevivió toda una vida... El primero lo empecé a escribir hace unos años como una versión algo exagerada de un episodio autobiográfico; no fue exactamente en un supermercado —esa imagen me la dio otro relato erótico que leí entonces—, pero la secuencia de los hechos fue muy semejante a la que describo… El segundo es muy reciente, prácticamente de cuando empecé a escribir este blog. Ambos los he retocado y adoptado a este formato en que nos leemos: reducidos y ahorrando pasajes innecesarios… No sé por qué, pero el segundo lo siento más íntimo que el primero, y eso que es un ejercicio minuciosamente descriptivo de detalles; acaso también más mío —¿será por su tono decididamente irónico? Qué cosas tiene la mimesis, proyectarnos y reconocernos en el otro…

Pienso que es el momento oportuno para darlos a leer colectivamente: habéis pasado estoicamente toda una iniciación en los desiertos de la estética tras haber leído “a pelo” mis últimas tres entregas acerca del arte, la belleza, etc. Os habéis empachado (supongo) de todas esas citas y reflexiones de Platón y Aristóteles, de Kant y Hegel, de Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger, Lyotard y tantos otros… Me habéis acompañado mientras escribía de la muerte, de la vida y la maceración del deseo… sobre las utopías y las atopías… comulgado conmigo y con Bruno Llanes e incluso compartido nuestro viaje místico, nuestro exilio existencial, también tuaregs a vuestra manera… Así que os merecéis un descanso, seguro que sí… Son dos historias intrascendentales… acaso lo mejor que pienso de ellas es que son divertidas, o me lo parecen… —el amor y el erotismo deben ser divertidos, dar risa, dibujar sonrisas, o no hay quien los aguante… No creo que resistan la criba estrictamente literaria cuando decida antologizarme; pero de lo que estoy seguro, absolutamente seguro, es que cuando vayáis al supermercado, por el sector de frutas y verduras, y veáis un hombre o una mujer que os mira con cierto descaro, recordareis esta aventura erótica de Pau Llanes… —qué cosas tiene la literatura… Ojalá algún día alguien me pregunte si soy Pau Llanes mientras hago la compra dos veces por semana en Mercadona… Eso es mejor que el Cervantes… ¡Feliz día del Libro, de la lectura! Rose=Eros para ti…

Los dos relatos eróticos Aventura caníbal en el supermercado I y II los podéis leer a continuación, más abajo, en los anteriores post… Los he compuesto así para vuestra comodidad… primero uno y luego el otro, por supuesto… jajaja

Foto: "Mercado de verduras y frutas en Belem", Brasil; abril 2006

Aventura caníbal en el supermercado... (I)

Pasaba por el estante de los zumos de frutas cuando el carrito del supermercado se negó a andar. Una rueda se había atascado en una bolsa despanzurrada de magdalenas que algún crío —pensé—, inconsciente o travieso, habría arrojado al suelo. Me agaché para solucionar el problema, tiré a un lado el amasijo informe, y ya me alzaba… cuando de pronto algo me detuvo y fijó mi atención de inmediato: era el culito de una mujer que se inclinaba delante de mí dándome la espalda… su braguita era de color verde musgo y su media melena color caoba con reflejos dorados… Incluso me sorprendí de mi sorpresa paralizante… tanto es así que no supe mirarla de reojo sino con los ojos bien abiertos.

Las curvas de su trasero, sus muslos, me provocaron deliciosas sensaciones eróticas. Llevaba una falda muy corta, a todas luces insuficiente para contener la consistente redondez de sus nalgas, soportar la tensión de su gesto despreocupado al avanzar el cuerpo hacia el interior del contenedor de los mariscos congelados —¿o era una estantería con latas de oferta? (ya no recuerdo el detalle, hace tanto tiempo)… En esa postura forzada, sus piernas me parecieron realmente hermosas e interminables. Aun sin ver su rostro, quise imaginarla poderosamente atractiva, seguro de no equivocarme. En eso estaba, en inventar su belleza, cuando la mujer volteó su cara hacia mí y me miró con desprecio al adivinar mis pensamientos. Entonces me sentí avergonzado frente a sus ojos castaños almendrados… —podían haber sido también verde musgo, pensé entonces. Me había atrapado in fraganti, ay, con mi portentosa imaginación entre sus muslos… Decidida, enfiló hacia la sección de los detergentes. Yo por mi parte, una vez recuperado de aquel inesperado impacto erótico, y sintiéndome todavía algo ridículo por este lance desigual de miradas, retomé las prioridades de mi lista de la compra y me encaminé al estante de las mermeladas…

Nos volvimos a encontrar diez minutos después en el puesto de las frutas y verduras. Yo manoseaba la dureza de unos melocotones cuando ella, un poco más lejos, se disponía a pesar un racimo de plátanos de Canarias… Ausente la dependienta, tomó uno de aquellos alargados frutos amarillos, lo peló con descarada naturalidad y le dio un furtivo mordisco. Un segundo después sus ojos volvieron a encontrarse con los míos; ahora era yo quien la atrapaba en un acto clandestino y placentero… pero lejos de inmutarse, aquella hermosa mujer (que lo era, más de lo que había imaginado) empezó a acariciar el plátano con sus labios, su boca recorría de arriba abajo el alargado fruto ya mordido, mientras entrecerraba los ojos con aparente éxtasis. Era evidente que más que excitarse —que lo hacía— jugaba conmigo a seducir nuevamente mi mirada, a estimular otra vez mi imaginación… Entonces fui yo el que se dio la media vuelta y me alejé, convencido de mantener con esta actitud mi dignidad y devolverle en su justa medida aquel desprecio con el que me había regalado hacía un rato…

Circulé con el carrito hasta llegar al extremo opuesto del supermercado. Todavía confundido y desorientado por aquellos encuentros con la desconocida mujer caoba dorada-verde musgo, compré comida para cocinar en el microondas aunque lo tengo estropeado hace un par de meses, seis botes de refrescos dietéticos —aunque los detesto— y cinco docenas de pinzas para tender la ropa… entre otras inutilidades y excesos. En eso estaba, en mi aturdimiento, cuando sentí un fuerte impacto de alguien que me empujaba con carrito y todo hacia una puerta entreabierta que llevaba al almacén interior del super… Era ella, esa mujer de mis recientes deseos y turbaciones, que frenética e impaciente se abalanzaba sobre mí con todo su cuerpo y la media despensa en su carro, ambos, irrefrenables…

Al atravesar el umbral del almacén, afortunadamente tropezamos y caímos sobre unos grandes sacos de legumbres y vegetales… judías verdes, berenjenas, pepinos, lechugas, calabacines, cogollos de Tudela, amortiguaron aquella derrota inesperada de nuestros cuerpos, casi sepultándonos en vida en la oscuridad del almacén trasero... No la podía ver, pero sentía su cuerpo caliente sobre el mío. Por instinto, para no rodar al suelo, me sujeté a una forma redondeada… pensé que era un hombro, luego una pantorrilla, un pecho, no sé… para darme cuenta al fin que era una de sus nalgas, una parte de su culito, ahora más prieto y tenso, atrapado a duras penas por sus braguitas (color verde musgo, recordé)… Temí por un instante que alguien del super nos hubiera visto penetrar furtiva y desordenadamente al almacén… pero mi miedo se desvaneció de inmediato al separar con mi cabeza sus piernas… El aroma de aquellas verduras era encantador y excitante: besé aquellos muslos hasta las ingles, mordisqueé las puntillas de las escarolas y los rizos de las ensaladas a la vez que orillaba con mi lengua los bordes de sus braguitas y sentía el roce delicioso de sus pelitos erizados y el sabor salado de su piel de gallina…

Volteé su cuerpo, o yo no sé qué hice… y tiré abajo, o arriba, sus braguitas de una vez… Frente a mi ceguera sentí el olor de su sexo abierto, húmedo, profundo… Recordando el episodio de la sección de frutería, comencé a solazarme en aquel festín de frutas imaginables: higos, fresas, mandarinas, kiwis, albaricoques, nísperos frescos y duros… Mis labios acariciaban y besaban sus otros labios… mi lengua se entretenía en aquel laberinto de pliegues y recovecos deliciosos… mi boca bebía sus jugos más íntimos… —qué extraño, de pronto todos mis recuerdos saben a fresa, huelen a fresa, hasta tengo semillas de fresa entre mis dientes todavía ahora… Luego de un rato, ni muy largo ni muy corto, ella comenzó a apretar más fuerte mi cabeza con sus piernas, hasta que sollozó en un evidente orgasmo que casi me cuesta la vida, tal era el poder de sus muslos y la extraordinaria ventosa de su sexo abierto asfixiándome… La hermosa mujer naufragaba de placer en un océano de vegetales...

Surgí de su sexo y de un montón de judías verdes para tomar aire… abracé a mi amante desconocida, la besé en sus labios superiores todavía intactos y puse sus pantorrillas sobre mis hombros… al tiempo que ella me desnudaba no sé cómo… A estas alturas de nuestra aventura ya poco nos importaba si había alguien alrededor o si nos miraban desde la penumbra de aquel oscuro recinto de nuestro amor inesperado. Poco a poco fui penetrando en sus húmedas profundidades, suave aunque decidido… En aquel túnel de su feminidad me moví con placer, me rocé, acaricié, salí y entré con generosidad y puntualidad exquisitas; creo que me alojé en sus más escondidos y secretos pasadizos, ella me guiaba, yo la seguía obediente, aprendiz de sus movimientos maestros... Así me encontraba de a gustito… cuando nos sentimos desfallecer en nuestros vegetales apoyos, rodando casi por tierra sobre berenjenas, alcachofas, lechugas y dios sabe que otras especies de la huerta… Apenas pude asirme a sus caderas y ella a mi cuello… apretándonos sin precaución y con el mayor placer de nuestros cuerpos… ¡Qué fantástico resbalón en estas verdes arenas movedizas!

Quedamos los dos cara a cara, apenas iluminados por las débiles reverberaciones de la pantallita de luz de emergencia… Le acaricié el pelo, lo retiré atrás de su frente, nos sonreímos… Enseguida ella tomo mi sexo con sus manos, lo comenzó a acariciar y a frotarlo con ese ritmo que tanto me gusta, suave pero enérgico… se agachó y lo tomó entre sus labios… arriba, abajo… con creciente energía… a veces lo mimaba con la punta de la lengua… Otra vez recordé la escena de la frutería: su boca jugando con el plátano de Canarias… sus mordiscos… sentí al máximo todas sus húmedas caricias en mi sexo tieso y duro a no poder más… —confieso que en su boca caníbal experimenté límites desconocidos de sensualidad y placer, nadie me había devorado hasta entonces con tan delicada glotonería, con hambre de alma, qué ternura la de su lengua... No pude más: aun sin querer, por instinto; salí amable de entre sus labios y la atraje otra vez hacía mí con fuerza, penetrándola al sur de su cuerpo… Ella me esperaba abierta de par en par, su sexo todavía inundado… Nos sacudimos con furia, nos estrujamos el alma a la vez que nuestros cuerpos excitados casi en el vértigo del abismo suicida... De un golpe nos derramamos, todo… —así, amor, le decía, me decía, así… dámelo todo, tómame todo, así—… y su cuerpo y el mío se estremecían en escalofríos y calenturas sin solución de continuidad jaleados por el eco escandaloso de nuestros gemidos… Ella gritó algo en una lengua extraña mientras saltaba con su culo certero sobre mi sexo todavía poderoso y se abrazaba a mi cuello... Yo ya sólo vivía para sus pechos, de ellos bebía esperanza: los exprimía solícito, succionaba sediento, mordía con mis labios sus pezones, uno y otro aleatoriamente, con las últimas fuerzas que me quedaban… En uno de aquellos espasmos incontenibles aplastamos algunas cajas de galletas sobre las que habíamos caído por fin…

Descansamos por algunos minutos en aquel lecho informe y despanzurrado, en silencio… Nos acariciábamos la punta de las yemas, los codos, los sobacos, la nuca, las rodillas, la punta de la nariz… Luego nos vestimos con cierta prisa, preocupados entonces —qué locos— que pudiera entrar alguien en el almacén arrasado por el huracán de nuestro deseo… Reconozco que me enterneció ver cómo mi felina amante se ajustaba sus braguitas verdes-musgo ante mis ojos asombrados de tanta sensualidad... fue un acto íntimo que hizo con absoluta confianza, decorándolo con una sonrisa de ángel… —sin duda el más precioso colofón posible a nuestra aventura amorosa… Salimos del oscuro almacén uno tras el otro, ya repeinados… Ella me apuntó en un papel su nombre —Véronique— y un número de teléfono… me lo dio y nos despedimos con un pícaro beso en las mejillas, todavía calientes… Nos olimos... guardamos nuestros olores en la memoria profunda… Mientras se alejaba, volteó su rostro y me sonrió nuevamente… Yo le lancé un beso con la punta de mis dedos…

Desde entonces, todas las tardes, a eso de las seis y media, más o menos, Véronique y yo nos encontramos en cualquier Mercadona que nos apetece antes de devorarnos deliciosamente donde nuestra imaginación haya convenido… Qué rabia que haya domingos en todas las semanas de nuestra vida caníbal… Todos los domingos, ayunamos… qué remedio…

Aventura canibal en el supermercado... (II)

Acababa de poner en el carrito cuatro cajas de zumo de frutas y me encaminaba sin prisa hacia la sección del pescado y mariscos frescos mientras observaba distraída las estanterías de las salsas de tomate, de tomate triturado, los pimientos morrones y los de piquillo enlatados, y luego todas esas salsas embotelladas o en sobrecitos: pesto, boloñesa, carbonara, bechamel, roquefort, guacamole, romesco, al curry, salsa rosa, Chutney… y las mayonesas y mostazas… Cuántas botellitas, cuántos frascos, pensaba, y qué ricas combinaciones con el pescado que voy a comprar y los mariscos… ummm… Ojala encuentre peces frescos, nada de congelados, para regalarme este fin de semana, sola al fin, en mi casita… Ay, cómo me encantan estos sabores a mar salada y jugar en mi boca con unos trocitos suficientemente duros y consistentes, unos fríos, otros templados, marearlos con mi lengua y mis labios antes de masticar y estrujarlos definitivamente en mi paladar… ummm… —se me hacía la boca agua, rebosaba saliva salada, de tanto placer gastronómico con sólo imaginarlo… En eso estaba cuando me paré frente a una repisa baja con grandes cestas de metal con latas y más latas amontonadas de atún natural y caballa, mejillones en salsa de vieira, calamares y chopitos en aceite de oliva, sardinas y sardinillas, y no sé cuántas especialidades de una marca muy conocida que recientemente había cerrado tras una huelga demasiado salvaje, según leí en los periódicos… ¡Qué bien! Estaban al 50%, dos por una del mismo tipo y calidad… me puse a revolver para hacer parejas —pero qué incómodas estas cestas tan bajas…

Estaba así inclinada, rebuscando, cuando presentí la mirada de alguien detrás recorriendo la piel de mis piernas, desde los tobillos a las cimas redondeadas de mis muslos, es decir mi culo… Recordé que llevaba una faldita un poco corta, sí, acaso demasiado corta para estos ejercicios dentro de las cestas metálicas… De pronto un súbito calor monzónico y un ligero terremoto desde el centro de mi vientre, inesperados, se pusieron de acuerdo para conmoverme y sacarme desconcertada del feliz ensimismamiento en que me encontraba: me quemaba la piel y temblaban las piernas sólo con imaginar esa mirada imaginaria… —pero si sólo era un presentimiento…

Sin embargo prolongué un poco más mi postura, forzándola ligeramente, agitando levemente mi faldita de pequeñas palas por ver si su aleteo abanicaba mis nalgas y daba un respiro a mi piel enrojecida; necesitaba un alivio para mis piernas… Entonces experimenté esa dulce sensación, la calma tensa tras el primer trueno de la tormenta, y me gustó sentirme observada por detrás: al mismo tiempo vestida por la mirada de un hombre y desvestida por sus pestañas… Estaba guapa aquella tarde, con el cabello recién lavado, bien peinado y relucientes mis reflejos dorados, con la faldita que había comprado en Caramelo que me sentaba estupendamente… Una faldita suficiente, ni muy corta ni tampoco larga, a esa altura de mis muslos en la que yo sé que los hombres se arrojan al vacío o se encaraman a mis pechos en un pis pas… Ah, y las sandalias de tiritas estampadas de piel de guepardo con la cuña japonesa y una pulserita de abalorios sobre el tobillo… Mi vientre se estremeció —ay, pensaba en mi braguita tanga de color verde musgo… Y sentí que aquella (todavía) imaginaria mirada se bañaba en mar salada, nadaba en la superficie de mi piel surfeando sobre las olas de mi sudor… —qué sofoco… No sé qué hacer… Voy a darme —y a darle, si existe “él”— un poco más de tiempo, me dije… Quise imaginar cómo de penetrantes eran sus ojos, hasta dónde habían llegado en su atrevimiento, si eran antiguos o inexpertos, brillantes como soles o apagados como estrellas en la niebla… No pude aguantar más mi curiosidad y me giré de pronto con una torsión violenta de cuello sacudiendo mi media melena como hacen las chicas en los documentales de Play Boy —estoy segura que a cámara lenta todavía se podrían apreciar algunos restos microscópicos de champú desprendiéndose sobre las ondas de mi cabello desplegado en un delicado fractal de reflejos iriscentes…

Sí, un hombre: “él”, me estaba mirando —lo presentía, lo intuía, estás cosas las sabemos no sé por qué las mujeres… “Y ahora qué”… le dije con mis ojos retadores… Los suyos estaban abiertos de modo tan absurdo, sorprendidos por mi reacción, tan expectantes… que casi se corre pero de vergüenza y de sentirse así de ridículo desojado entre mis muslos… Mantuve la mirada unos segundos como pude, más por curiosidad que por afán de torturarle y hacer pagar su descaro; no me sentía incómoda ante aquel desconocido… Era un hombre maduro pero de aspecto juvenil, barba corta, fuerte cuello, ojos profundos, de mediana estatura y complexión atlética, vestido informal con un suéter negro y pantalones de loneta caquis… —“No está mal el pollo”, me dije, sin perdonarle la mirada—… y seguí mi camino como si nada… Si el destino lo quiere ya nos encontraremos más adelante, donde sea, cuando sea…

Dejé el pescado y el marisco para más tarde y viré hacia la sección de los detergentes, más neutra y segura que la de las langostas, bogavantes, almejas, navajas, gambas rojas de Denia y atunes mediterráneos… Entre los detergentes, suavizantes y lejías no dejé de pensar en el desconocido —“qué descaro, me gusta”… Sabía que nos íbamos a encontrar, ensayaba qué le diría… Así se me pasaron los minutos en un santiamén divagando entre mis preguntas y sus respuestas imaginarias. Hasta que lo vi de nuevo en la frutería… ay, qué suerte, en la frutería… Él estaba manoseando unos melocotones y entonces se me ocurrió provocarle sin compasión… Tomé un racimo de plátanos de Canarias y los fui a pesar a su vista. Antes de depositarlos sobre la balanza automática cogí uno, el más grande, y comencé a pelarlo como distraída, a mordisquearlo sólo la puntita, para luego embocarlo más decididamente todo lo largo de su cuerpo duro deliciosamente curvado… Me estremecí consciente de lo que hacía, mis pezones se erizaron autónomos, disfruté de la fruta tanto como de que me mirase complacido “mi” extraño… Pero qué rabia; en un cerrar de ojos (aún en éxtasis) advertí sorprendida que se alejaba, que me daba la espalda… Ahora me sentía yo ridícula con un plátano casi entero en mi boca y sus maltrechas peladuras rebosando mi mano desnuda, puño en rostro…

Otra tempestad de calor monzónico y un nuevo terremoto interiores revolvieron mis entrañas y enrojecieron mi piel avergonzada… pero no sólo por vergüenza o su desaire… Sentía la necesidad de poseer a este hombre, no sé si a cualquier otro hombre, aquella tarde en el supermercado… Basta de dudas, juegos infantiles e ingenuas picardías —cómo me excitaba aquel juego erótico, más de lo que jamás hubiera imaginado… Aturdimiento, urgencia, tensión, ceguera, deseo… y yo qué sé… Estaba resuelta a terminar como dios manda lo que había iniciado hace un rato aun contra mi voluntad… Sería gula, lujuria, no sé… o todos los pecados capitales campando al unísono por Mercadona… “pero a ese tipo me lo hago como sea”, me dije convencida… “va a conocer en carne propia lo peligroso y letal que es abrir la caja de Pandora de una mujer como yo, y más en primavera”, le advertía en silencio, “será memorable o no será”, concluí con un mantra…

Cerca de la sección de carnes y embutidos descubrí una puerta entreabierta que daba al almacén. Imaginé de inmediato que la descuidada abertura daba a un paraíso en penumbra apenas transitado, lleno de corredores y cámaras secretas en donde perdernos, un laberinto de cajas y lechos de verduras en donde yacer, una fantástica máquina de sensaciones, de olores fundiéndose y confundiéndose con los de nuestras pieles y sexos exhalando sus más íntimos perfumes… Y así, sin pensarlo dos veces, arrebatada me fui directa hacia el madurito y lo arrollé con mi carro mientras le tomaba por el brazo y arrastraba hacia el interior del santuario sin palabras, para qué… Ya dentro, tropezamos o no sé si le empujé yo, irrefrenable y fuera de mis casillas. Por fortuna caímos sobre unos grandes sacos de legumbres y vegetales que amortiguaron el trompazo seguro; era como una inmensa cama con sus cojines y almohadas de berenjenas, lechugas, endivias, calabacines… un lecho de lentejas y judiones de La Granja, que lejos de incomodarme masajeaban todos mis músculos con inusitada eficacia antes de aquella batalla de cuerpos que deseaba fuera campal y sin treguas… Me abracé a él con todos mis miembros (no sé cuántos, perdí la cuenta), lo atrapé con mi tela de araña de pelitos erizados, me refroté hasta hacer fuego con las rodillas en sus muslos… Ay, me cogió el culo con sus manos, qué felicidad… cómo me gusta que mis nalgas se transformen en un culo con todas sus letras por la gracia de las manos de un hombre… —qué magos algunos hombres…

En un momentico sentí el sexo duro de mi presa sobre mi vientre; el mío latía ya rítmicamente bajo el escaso vestido, terso y duro también, creciendo hacia dentro, más dentro de la carne incluso… Le sentí suspirar cuando arrancó el pequeño triángulo de mi tanga verde musgo que guardaba, es un decir, mi umbral más estrecho… Temblé, me estremecí un poco, y no pude hacer otra cosa sino entregarme completamente al tacto (al suyo, al mío) con todas las potencias de mi piel y mis membranas… Mi boca fue directa a su boca, certera… Era una boca sabia, ardiente, repleta de dientes mordedores y una lengua decididamente invasiva, pero suave, ligeramente azucarada… Sorbió mis labios hasta la última gota de silicona (es una metáfora, claro)… Mientras, nuestros dedos hacían y deshacían en la oscuridad trampas y nudos salomónicos como si nada, a veces eran garras, otras lianas de plumón… tejían alfombras voladoras para nuestros sentidos desbocados…

En una de esas cayó sobre su espalda una caja de frutas, liviana, pensé, pues ni se inmutó… Tanteé a su lado y descubrí que eran fresones —de Ubrique, deduje por su textura, tersos y duros… Cogí uno por el rabo verde y me lo metí en la boca para compartirlo con mi amante… ummm, qué hambre teníamos, dios… Luego cogí uno más, gigante, y lo encajé en el pequeño umbral de mi hendidura más íntima; con un enérgico tirón de cabeza abajo le invité a un delicioso banquete de fresa, no hizo falta que le explicara más, entendió este gesto con inteligencia y se dispuso a devorarme caníbal, qué dientes… Quitó el inútil rabo con sus blancas ferocidades e introdujo todo el fresón en mi cuerpo abriendo de par en par mis labios grandes con los suyos no menos grandes bajo sus bigotes… Qué delicia, entraba y salía con ritmo preciso, una vez y otra empujado por el poderoso émbolo de su lengua… después se lo comió entero privándome por un momento de aquel dulce amasijo de fruta ya despachurrada —qué vacío, aunque sólo fue un instante… No sé si por compasión o por gula volvió a meterme su lengua hasta no más poder mientras bebía el zumo de nuestras frutas y rechupaba cualquier carnosidad de mi sexo macerado… Se lo bebió todo, se lo comió todo, qué hambre este hombre…

A estas alturas yo toda era un mar dulce y rojo, imposible de cruzar sin quedar ahogado para siempre… No podía contener el tsunami que se avecinaba, ni quise… Tomé más fuerte su cabeza con mis manos y le apresé con mis muslos… —qué sofoco, qué rico orgasmo voy a tener, si lo sé… ay, qué posturita más tonta… Fue intenso, integral, un orgasmo de raíces y hasta en los ovarios… Deseé que su lengua entrase hasta la mía escalando por dentro por mis entrañas, que se quedara allí para siempre —sí, ya sé, que para siempre es un decir— o al menos no se retirara en un par de horas… ummm… no lo hizo, fue lo mejor que hizo en su vida sin saberlo…

Por primera vez nos miramos directamente a los ojos sin otro pretexto que hacerlo y nos sonreímos aún mudos… Nos desnudamos rápidos y experimentados —bueno, lo que quedaba por desvestir… Me puso las piernas verticales sosteniendo el cielo y de inmediato me penetró como si supiese el camino de sobras, qué decisión… Yo por mi parte también le metí mis dulces dedos en su boca que me lo agradeció sediento chupándolos hasta los huesos… Entraba y salía como si fuera su casa —qué okupa, señor—…unas veces enérgico, otras suavemente, unas lento, otras aceleraba… era un delirio… así, mi reciente orgasmo se prolongaba y multiplicaba con cada una de sus sacudidas… Me exprimía los pechos como si fueran naranjas de Xativa, redondas y tiesas, todo jugo… y yo le pellizcaba sus pezones que me parecieron pequeños clítoris y le gustaba, cómo le gustaba… Qué bien entraba por mis valles inundados, por los más estrechos cañones de mis ríos interiores, qué placer cuando me rozaba con la proa de su barco… Ay, me estaba corriendo nuevamente, mejor aún, no había dejado de correrme ni con su lengua húmeda ni con su espada de fuego… —ay, otra vez—… qué posturita más tonta… —“vamos”, “vamos”, “dámelo todo”, le decía ya con palabras, en francés de la Martinique…

Así estaba otra vez estremecida cuando no sé cómo nos dimos un revolcón y caímos por un costado de nuestro lecho improvisado —qué orgasmo, qué ostia, señor, si no hubiera sido por aquellos sacos de vegetales de la huerta… Menos mal que me había corrido un microsegundo antes… El pobrecito no, tenía cara de asustado; pero ni se le notaba en su sexo —qué valiente este barco y sus marinería… Así que me puse a recompensarle por su bravura, su decisión pirata… Lo tomé entre mis labios y lo metí de una vez hasta mi garganta profunda, qué rico, qué tieso… con la punta de mi lengua lo mimaba, con mis dientes corregía sus desviaciones, arriba y abajo, lo comía como el plátano de Canarias —qué dulce, como su lengua… Cómo le gustaba, cómo nos gustaba, ambos caníbales carismáticos… Su ritmo se aceleraba en cada mamada —reconocía esos movimientos compulsivos que anteceden al éxtasis de un macho—, me disponía a beberle yo ahora hasta la última gota… qué rico… Su sexo también sabía a fresa…

Pero no, mi víctima tenía sangre fría y su lechecita no estaba todavía a punto por suerte… Salió su sabroso músculo de mi boca sin violencia, al contrario, y me atrajo otra vez hacia él, penetrándome desde abajo… Yo le esperaba con mi sexo abierto —hacia ya no sé cuándo era puerto franco para este huésped de barba recortada—, desde luego hidratado y lubricado, a sus órdenes y dictados… Me penetró con un sencillo movimiento de esgrima y yo me agarré a su cuello para no caer despeñada en aquel abismo de sensaciones increíbles… Mi culo comenzó a moverse alrededor y arriba-abajo de su mástil, entonces el eje de nuestro universo; sus manos me guiaban… Nos sacudimos con furia, nos estrujamos lo que quedaba de nosotros, nos jaleábamos cada uno en su lengua: “Vamos, vamos, sigue, amor… dámelo todo, tómalo todo… así, un poco más, no falta nada, vamos a corrernos, sí, sí, ya… ya…dios, amor”… —y nuestros cuerpos se fundieron en un abrazo inextricable, consumidos por la misma calentura, acoplados nuestros gemidos; no cabía ni una paja entre su vientre y el mío (¿y para qué nos íbamos a meter una paja ahora en esta situación? —qué cosas tiene la literatura… Pues eso, que nos corrimos y estremecimos con inmenso escalofrío… Más que una pequeña muerte nos regalamos un chorro de vida… —que falta nos hacía, pienso hoy…

Descansamos por algunos minutos en aquel lecho informe y despanzurrado, en silencio… Nos acariciábamos la punta de las yemas, los codos, los sobacos, la nuca, las rodillas, la punta de la nariz. Luego nos vestimos con cierta prisa, preocupados entonces que pudiera entrar alguien en aquel almacén arrasado por el huracán de nuestro deseo… Me ajusté como pude mi tanga color verde musgo ante sus ojos asombrados... Lo hice como colofón de nuestra aventura y regalo a sus ojos, un acto íntimo, testimonial, de felicidad, qué menos… Al fin y al cabo todo había comenzado al mirar mis braguitas, ¿O no?... Salimos del almacén uno tras el otro, ya vestidos y repeinados… Le miré fijamente por unos segundos que me parecieron una eternidad y descubrí que tenía ojos de distinto color, uno azul oscuro y el otro marrón avellana; me conmovió esa mirada tan desigual, me enamoró como me miraba… Le apunté en un papel mi nombre —Véronique—y el número de mi teléfono móvil… Lo tomó con una dulce sonrisa y nos despedimos con un pícaro beso en las mejillas, todavía calientes, ardiendo… Nos olimos… todavía guardo su olor, aquel olor, en mi memoria profunda… Mientras me alejaba, volteé mi rostro y le regalé mi sonrisa más desnuda. Él me lanzó un beso con la punta de sus dedos —qué precisión, me dio en medio de la diana del coeur— y me dijo con voz grave, seguro de sí: “Me llamo Pau, no me olvides”…

Desde entonces, todas las tardes, a eso de las seis y media, más o menos, Pau y yo nos encontramos en cualquier supermercado antes de devorarnos deliciosamente donde nuestra imaginación haya acordado… Qué rabia que haya domingos en todas las semanas de nuestra vida caníbal. Todos los domingos, ayunamos… Bueno, no importa, se me ha ocurrido cómo solucionar este despropósito laboral. He encontrado un 24 horas en Santa Catalina y ya he pactado con la dueña que haga la vista gorda los domingos cuando vayamos a hacer la compra (ahora ya juntos, de la mano)… Qué contento se va a poner Pau; los domingos sólo comeremos dulces y pasteles… Sí, ya sé, Pau es diabético… pero yo soy su insulina: nada mejor que tenerme a mano para siempre… —uy, sí, lo siento: “siempre” es una coquetería… jajaja… ¿Y qué?… me da igual lo que escribió Kundera en La insoportable levedad del ser acerca de la coquetería… Lo nuestro es Amor Caníbal

sábado, abril 05, 2008

Bastante tengo yo con hacerte soñar cada dos días... ¿Dime, cerraste los ojos?


Quiero regalar un sueño antiguo a una amiga reciente. Es un regalo para el día después de su cumpleaños. Somos amigos y confidentes hace tan poco que todavía no sabe que me gusta regalar un día después —no el del aniversario, ni la vigilia, sino el día después—, el del ayuno, cuando los labios han quedado fríos de decirse tanto y derrocharse con tanta gracia; es un beso diferente que sabe diferente… Y sé que mi amiga no es indiferente a estas cosas: ella es especial y especiada; es Aries, una cabra loca, una llama… Por ejemplo lee a Rilke… —me lo devuelve a bocanadas alguna madrugada de esas que nos vamos juntos de parranda al club de las luciérnagas muertas a emborracharnos con absenta y spleen hasta el amanecer—… y borda catástrofes, cómo las borda al borde de su cama. Qué arte tiene con sus zalamerías mi Lou-chica…

Éste es un sueño en el que fui mirón, que no voyeur, del amor de una pareja de amadores; en el que miré tanto de lejos como de cerca, y no dejé de correrme de vergüenza todas horas que estuve junto a sus sombras acechando… No me arrepiento de haberles contemplado esa noche, como no me arrepiento haberlo visto todo antes y después —el amor, como los desastres de la guerra; la desnuda belleza y la lepra vendada hasta los dientes; las maravillas y miserias a ambos lados de la Puerta de Tanhäusser… No, no es eso… —no se arrepiente el que se atreve a todo y todo lo desea en su vientre antes que en su cabeza… Pero sí he dudado si debería contar lo que vi o lo que quise ver en realidad; en esas estoy a estas alturas… Al fin al cabo un cuento es una historia que no nos pertenece del todo, no suficientemente… Aunque éste es mi sueño ellos fueron mis soñadores…

“Se amaron olvidando deliberadamente y sin consenso previo todo lo que habían aprendido hasta entonces en sus desiguales viajes por la vida como por el amor, incluso la maestría de aquellos cuerpos en donde fueron huéspedes por un tiempo… Todos sus besos y caricias les fueron desconocidos desde el principio… Tras sus primeras sorpresas y curiosos descubrimientos —contiguos, sucesivos, silenciosos—, atentos ya sólo a la próxima caricia imprevisible, se dejaron llevar confiados al dictado de sus dedos (que ellos saben de poemas y del placer de escribirlos digitales)… En un instante se rindieron al acontecimiento de su tacto, al imperio de sus urgencias, sin importarles ni dónde ni cómo… Aún no sé qué anagramas simbólicos crearon con sus cuerpos —o si fue la química de sus líquidos mezclados sin medida o la alquimia de sus olores trenzados en un único perfume venenoso— lo cierto es que a su capricho compusieron un volumen absolutamente refractario a cualquier recuerdo anterior que les perteneciera, una figura informe y portentosa que enmudecía al mismo eco siempre tan inoportuno… Poco más puedo contar en concreto de aquel sueño de amantes —de tan puro, diamante en bruto— porque nada fue en él concreto ni imaginable… Fue un amarse en abstracto, un abolir por decreto y en secreto cualquier referencia verosímil: nada que se hubiera escrito o leído se les parecía o representaba… ni un solo fotograma en movimiento ni una imagen congelada ha retratado hasta ahora este amarse sin recuerdos… —ni siquiera una pintura de esas que inventan los más surreales pintores, amantes también a ratos libres, soñadores a perpetuidad… Se amaron sentados en el olvido, ajenos al tiempo, al lugar, a mis palabras impacientes… En algún momento creo que durmieron y en otro despertaron, aunque ni ellos ni yo recordamos los detalles ni la secuencia del prodigio, o si fue antes o después lo uno de lo otro… Luego se recostaron sobre el vacío abrazados por miedo a desvanecerse, perderse, de ligeros que se sentían… fue un abrazo perezoso, de esos que se demoran una eternidad”…

Qué fantástica esta aventura, ¿no?; qué hermoso triángulo equilátero de benditos amnésicos componemos, narcolépticos por placer, ¿verdad?… No me preguntéis si siguen o no aún enredados en sus nudos, nudo sobre nudo, desnudos… lo desconozco; además no me interesa… Ésa es otra historia: su historia, no la mía… Bastante tengo yo con hacerte soñar cada dos días… —y ahora dime si cerraste los ojos…


Foto: Escena del Ramayana. What Phra Keo (Templo del Buda Esmeralda), Bangkok, Thailandia; diciembre 1995

sábado, marzo 01, 2008

Historia de un amor que vivieron unas horas y sobrevivió toda una vida...


Hacía treinta y siete textos que se conocían, es decir se leían. Ella escribía relatos eróticos sutiles y delicados; él mini ensayos de gran densidad conceptual pintados de color mandarina (utilizaba un spray de ironía fosforescente muy eficaz para aligerar virtualmente el peso desmesurado de sus palabras). Él escribía de madrugada; ella lo desayunaba con los ojos. Ella le escribía a medio día; él la leía a media noche. Él se enamoró de sus palabras aquella noche que leyó: “me acaricio con las cejas de tus eñes”; ella se corrió nada más imaginar “dos espejos cara con cara, piel con piel: nada se refleja, nada se ve, nada se dice”. Al texto veintiuno ambos se despedían con parecidos besos; en el veintinueve iniciaban sus escritos con el mismo saludo: “querido/a”… Sólo un día se leyeron en “tiempo real” en el messenger de Hotmail, ambos desconectaron al mismo tiempo sus webcam para no caer en la tentación de desnudarse y masturbarse frente a sus ojos desconocidos. Por fin en el texto treinta y siete él le escribió: “quiero hacer el amor contigo o follar, ya veremos, un día de estos, pronto”; ella escribió: “quiero pensarlo”. Al día siguiente ella le envió un e-mail que decía: “sí”; él le respondió inmediatamente: “gracias”… Al día siguiente se escribieron sendos e-mails cortos pero precisos. Ella le decía cuales eran sus condiciones para el encuentro: primero, se verían en Madrid, su ciudad; segundo: nada se tenían que preguntar ni nada se deberían contestar; tercero: ella elegiría el hotel y reservaría la habitación, la pagarían a medias; cuarto: sólo se regalarían una botella de vino cada uno, las beberían juntos el resto de la noche; quinto: se encontrarían en la habitación del hotel nada más anochecer, alrededor de las ocho, casi era primavera; sexto: todo les estaba permitido pero sólo esa noche, hasta el amanecer, a media mañana cada uno seguiría su vida y nunca harían por encontrarse, ni siquiera para leerse; séptimo: le quería decir que no le importaba ni su edad ni su aspecto físico ni su condición social, seguramente su tipo se encontraría entre el catálogo de hombres que habían sido sus amantes y por lo tanto no debía preocuparse por ello… sólo iban a follarse una noche y ojalá amarse con toda intensidad una horas. Él le contestó casi de seguido aceptando sus condiciones y añadiendo otras propias; primero, no cenarían, no estaban para perder el tiempo con estúpidas pruebas de sibaritismo; segundo: no les estaba permitido dormirse, bastante se habían soñado todos los días desde que empezaron a leerse; tercero: cuando se encontraran estaba prohibido decirse “hola, qué tal” y al despedirse no se dirían “hasta luego”, por supuesto; cuarto: se bañarían juntos antes de partir cada uno a su ensimismamiento, dejarían que sus líquidos y olores se fueran superponiendo a lo largo de la noche hasta obtener la pátina deseada de su deseo desbordado… bañarse juntos sería la ceremonia sacrificial de su despedida y abandono para siempre; quinto: no dejarían que nada ni nadie interrumpiera “su sacrificio”; sexto: se besarían nada más encontrarse, se despedirían con un beso largo y profundo hasta que les faltara el aire y sus cabezas y pulmones no pudieran soportar el oxígeno carbonizado de sus ajenas respiraciones; séptimo: le quería decir que no le importaba ni su aspecto físico ni su condición social, seguramente su tipo se encontraría entre el catálogo de mujeres que habían sido sus amantes y por lo tanto no debía preocuparse por ello… sólo iban a follarse una noche y ojalá amarse con toda intensidad una horas; pero sí le importaba su edad, para continuar no debía ser menor de quince años ni mayor de cincuenta y uno, era una fobia, nada más… Ella le contestó a la mañana siguiente aceptando sus condiciones. Los demás días siguieron en su rutina de leerse e imaginarse. Al texto cuarenta y tres, él le propuso que su encuentro fuera el próximo día catorce de marzo; argumentaba cabalísticamente: “es el día 73 del año solar, exactamente la fracción quinta de sus 365 días; el 73 es un número primo poderoso, su correspondencia cabalística es “ChKMH”, es decir Chokmah (sabiduría, buen sentido), se le representa con la letra “G” y con un ojo en el interior de un triángulo (y así aparece en el vértice superior de la pirámide fundacional de los EE. UU. y en su dólar, símbolo de origen fracmasón); también el 73 es el número reverso de 37, otro de los más decisivos números primos, por ejemplo interviene misteriosamente para componer el número 666(6+6+6x37=666), el nombre de la bestia, y en el número 999 (9+9+9x37=999), es decir el número de los nombres de Dios… Además el día 14 de marzo se celebra en la Worldweb el “Pi Day”, el Día del número irracional “pi” que sirve para entender y medir un universo esférico que se expande en círculos concéntricos”. En su texto cuarenta y cuatro ella le confirmó su encuentro el día 14 de marzo, ampliando los signos propicios de ese día: “esta fecha participa de los Idus de Marzo, que en la tradición romana eran días de buenos augurios, en tal día nacieron Albert Einstein, el filósofo Merleau-Ponty, El pintor Adolf Gottlieb, la fotógrafa Diane Arbus, el compositor y director de orquesta Les Baxter y el actor Michael Caine, también murió un 14 de marzo Karl Marx; además se celebra en Japón el Howaito de o “White Day”, similar a nuestro día de San Valentín, en el que las mujeres hacen regalos de chocolate a sus amados”… A él y a ella tales coincidencias les alegraron el corazón y ahuyentaron definitivamente sus dudas y precauciones acerca de su próximo encuentro —que las tenían hasta entonces, aunque aparentaban un estético desapasionamiento. En los días posteriores no se escribieron ni leyeron todos los días, hubo días de silencios. El 7 de marzo él recibe un e-mail en el que ella le dice que prefiere que se encuentren en el hotel al anochecer del día 13, así podrán consumar su encuentro durante toda la noche y mañana del 14; él le contesta que estaba pensando lo mismo… está totalmente de acuerdo. Antes del 13 sólo escribieron cada uno un largo texto sobre sus temas: el de ella se titulaba “Alice se lo monta con dos hermanos gemelos exactamente iguales”; el de él se titulaba “Carta de amor de un escritor a quien le lee o lo que tenemos en común Ella y Yo y sólo nos dijimos”… Lo único que se habían permitido decirse de sus gustos y detalles personales en aquellos ya cincuenta y tantos días que escribían y se leían era el nombre de su perfume favorito —es muy importante conocer el olor de quien te escribe no sólo el olor de sus palabras. Por no se sabe qué extraños caprichos del destino ambos usaban perfumes de la misma casa Diptyque de París, raros y muy difíciles de encontrar en España. Ella prefería el clásico Ombre dans l’eau —hojas de grosella y rosa de Bulgaria; él Eau lente —resina de opopanax, especias hindúes, nuez moscada y canela. Los dos estaban seguros que acudirían a su cita con sus perfumes favoritos; antes de encontrarse ya se olían, y se gustaban. El día 12 de marzo ella le escribió un corto e-mail: “Hotel Puerta América. Silken. Planta 10. Arata Isozaki de luxe Room. No llegaré antes de las 8h P.M. Besos en tu alma. Eleanor”. Él supo entonces que se llamaba Eleanor; hasta entonces la conocía con el nombre de Silvia Togores, así firmaba sus relatos eróticos,. Le respondió inmediatamente: “Estaré en la habitación a las 8h P.M. Caricias por tu espalda con las palmas abiertas. Bruno —hasta entonces ella le conocía como Pau Llanes. Eleanor y Bruno se encontraron exactamente a las 8,17h P.M. del día 13 de marzo de 2008 en una habitación diseñada especialmente por Arata Isozaki para el Hotel Puerta América de Madrid; una habitación espaciosa de líneas y volúmenes sobrios, rectos, pretendidamente minimalistas, próxima a la estética zen, con superficies lisas y paredes de madera y estucadas, suelo de madera clara, predominando los negros y el gris perla, luces indirectas, misteriosas; sobre la cama queen size había un cubrecama y cojines de seda negra de colores carbón y ceniza; la habitación estaba exquisitamente entonada y era armoniosa salvo por un alto y voluminoso mueble lacado en rojo cinabrio de Kamakura que alojaba el bar y una pequeña nevera; a la izquierda, la pared quedaba interrumpida por una gran superficie de cristal —de suelo a techo— por donde la luz natural llega del exterior, domesticada y filtrada por una celosía de inspiración japonesa de madera pintada en negro… Bruno había llegado puntual al hotel y solicitado la tarjeta de acceso a la habitación que estaba reservada a nombre de Mr. Bruno y Mrs. Eleanor, simplemente. Subió al décimo piso y descubrió la habitación y luego el baño espacioso, dotado de una gran bañera-furo de tipo japonés en piedra pulida color crema; el resto de instalaciones y superficies eran blancas como la nieve; Bruno se enfrentó entonces al gran espejo de la verdad sobre el lavatorio y sonriéndose se dijo para sí: “Ya no hay salida, Pau Llanes”… Todavía tuvo unos minutos para trastear en el sistema multimedia y programar la música de fondo cuando sonó el timbre de la puerta. Abrió y en dos pasos ella entró al interior de la habitación, dejó caer una bolsa en el suelo y cerró la puerta a su espalda. Se abrazaron sin decir palabra y casi sin mirarse, se besaron con los ojos cerrados. Se probaron los labios de poco en poco, aprendiendo sus humedades y texturas, acomodándose para encontrar su mejor ángulo y penetrándose lo justo, dejándose moldear a su gusto, sus lenguas se buscaron tímidas al principio, luego se disfrutaron y jugaron divertidas, sin prisas ni brusquedades, en un rato sin tiempo empezaron a beber sus salivas, a respirarse, a atemperar en una sola sus propias temperaturas, a acrecentarlas, les ardían los labios y las mejillas cuando terminó aquel largo beso con el que se inauguraban, confiados ya, hasta entrañables. Su primer beso había tenido como fondo Mysterons de Portishead, ambos conocían de memoria su letra… Eleanor era rubia, media melena ligeramente planchada, ojos verde musgo, guapa y elegante, un poco más alta que Bruno con sus zapatos de tacón. Bruno era moreno, cabello corto, rostro y gestos varoniles, con barba corta a tramos gris plateada, ojos marrones… ¿o no? —qué maravilla—, ojos de distinto color: el derecho marrón avellana, el izquierdo azul profundo o gris oscuro. Eleanor se detuvo más que en sus ojos en su mirada, entendió lo que le decía Pau Llanes cuando le escribía que miraba lejos; miraba lejos hasta de cerca; Eleanor se estremeció con sólo una mirada… Se desabrazaron lentamente y Bruno le ayudó a despojarse de su casaca oriental verde con ribetes y detalles naranjas y dorados; llevaba un vestido de punto gris imantado a su cuerpo, medias-leotardo verde botella y zapatos de tacón color Burdeos. Bruno vestía informal y bohemio: sweater holgado de punto color verde grisáceo, jeans y calzado deportivo, en su muñeca derecha llevaba dos pulseras de plata vieja y cuero, un anillo en cada mano, diferentes, nada comunes, el uno con un granate engarzado, el otro con una hermosa piedra de luna… Él se movía ágil y decidido, natural a su manera, tenía figura y ademanes de marinero o cazador o guerrero. Ella era lenta y precisa en sus gestos, natural también a su manera, parecía una geisha o una leona al acecho o una libélula… Eleanor recogió la bolsa que había abandonado al entrar y adentrándose en la habitación comentaba: “me gustan los ambientes japoneses… traje lo convenido, pero me permití traer también un par de copas para el vino… te imaginaba más mayor, no sé si lo eres, pero tu aspecto es más joven de lo que pensaba… bueno, también he traído chocolate, ya sabes, casi es el White Day… me gustan tus dos nombres, cómo besas”… Al llegar al mueble rojo se detuvo, miró con detalle en su interior y volviendo su rostro hacia Bruno —que la seguía a escasos pasos— se rió con él en una risa coral y desinhibida… “Yo también traje dos copas de vino y una tableta de chocolate, por si acaso” —Bruno dice estas palabras con voz de durazno, grave pero no bronca… Su ajuar y común botín: Clos Mogador 2001 y Clos des Papes 2005 de Châteauneuf du Pape, copas de Italesse y Paul Bocuse, dos tabletas de chocolate Amedei, el uno Chuau, el otro Magadascar… —no hace falta decir de quién es cada cosa; desde que se besaron se pertenecen… Juntos otra vez se vuelven a abrazar ahora mirándose a los ojos y a los labios… se ronronean más que se dicen palabras… se rozan las puntas de las narices instintivamente, se huelen y reconocen… se besan de nuevo ahora más atrevidos, más retadores e incisivos, se aprietan con fuerza como para medirse sus resistencias y potencias… se mordisquean el cuello, la nuca, afilan sus blancas ferocidades en la piel de su pareja de juego, se tantean los muslos y su fortaleza… Bruno le dice al oído: “deberíamos hacernos el amor ahora, sin esperar más, tú ya sabes que cuanto más tiempo lo demoremos más nos costará retomar este pas à deux que ahora estamos bailando como respiramos”… Eleanor asiente y comienza a desnudarse…Bruno hace lo mismo a su espalda… A cada prenda que arrojan fuera se entretienen acariciándose un ratito, descubriéndose, dialogando mediante su tacto y sus temperaturas… Las últimas prendas hacia la desnudez se las quitan uno al otro con extrema delicadeza… Por fin desnudos, todavía en pie, abrazados, se acarician sus genitales en un ritual de absoluta confianza diciéndose sin palabras que se desean… Nada es extraño ni forzado, todo sucede con total naturalidad y placer; desde que se besaron con los ojos cerrados saben que son amadores experimentados, apasionados, que les fascina por igual dar placer como dejarse hacer, al fin al cabo dos caras de la misma moneda… Ambos disfrutan por igual leyendo como escribiendo, leyéndose… Ahora es el tiempo de las caligrafías…

—A esta altura del relato se ocultan y difuminan los detalles por pudor, por innecesarios a los ojos de los demás que leen estas palabras; hay que respetar la intimidad de estos amadores que se entregan por entero cada uno con su sabiduría pero aprendiéndose y reinventándose al mismo tiempo… Su generosidad con el amor y el placer se corresponde con su heroicidad al renunciarse después de esta primera noche y última… a lo peor es un precio demasiado alto por los recuerdos que fabricarán como orfebres con sus dedos y sus lenguas, pero hay que tener en cuenta que son recuerdos para siempre, los más hermosos quizás de sus vidas, que les pertenecerán sin miedo a que se confundan con otros ni se extravíen por descuido en el tumulto de sus vidas… Sólo quiero decir que se follaron tanto como se amaron aquellas horas y les dio igual no saber distinguir cuando conjugaban un verbo como el otro, al fin al cabo no estaban para tonterías lingüísticas sino para lo suyo, ese poseerse esclavizados al placer, con placer y por voluntad propia, oficiantes de la ceremonia más antigua del universo… Del resto de las horas felices de Bruno y Eleanor quedaron adheridas a las superficies de la habitación algunas palabras que se dijeron, algunos pensamientos que les vinieron a la mente mientras descansaban sus cuerpos o se sorprendían con sensaciones desconocidas… Da igual quién las dijo o pensó y cuándo, si antes o después de otras contiguas o por qué… No creo violar sus secretos trascribiéndolos fragmentados… sólo doy fe que se amaron:

—“me gusta que me abraces por la espalda mientras mordisqueas mi nuca, me siento tan desvalida así”…”amor, mis pezones son como tu clítoris, no te olvides de ellos, son la clave”…”me gusta su sexo, es hermoso, me gusta jugar con él”…”qué suave es tu piel, no puedo dejar de acariciarte”…”me da miedo herir tu piel blanca con mis dientes, y menos tu vientre”…”cierro los ojos y disfruto de su sabiduría”…”me fascinan sus estremecimientos unos tras otros, cuánto placer en su placer”…”penétrame por entero pero derrama tu semen fuera, en mi vientre, quiero que me dibujes”…”no, amor, no te inquietes, yo sé, sólo me derramaré cuando me lo pidas; yo sé, es lo único de lo que estoy seguro”…”qué delicia, su semen sabe dulce, como mandarina”…”sabes a vainilla”…”dame vino en tu boca”…”come de mis dientes”…”me encanta olerme en su cuerpo”…”abrázame, tengo frío”…”abrázame, quiero acoplarme a tus latidos”…”no, no quise tener hijos, no sabría que hacer con ellos, no sé siquiera qué hacer conmigo”…”yo tengo dos o tres… no sé, a veces sois tan extrañas las mujeres”…”tengo hambre, ¿nos comemos?”…”sí, te dejo, sí”…”¿abrimos la otra botella?, tengo sed”…”jajaja… así que pensaste alguna vez que era un viejo profesor?”…”no, las historias que escribo no son autobiográficas; pero sí, he tenido la mayor parte de las experiencias que relato… ya sabes: la literatura se teje con fragmentos, unas veces son ficciones, otras acontecen mientras escribimos”…”sólo los lectores se creen las historias que contamos los escritores, se proyectan en ellas”…”sí, he viajado mucho, tanto como he permanecido”…”pronto va a amanecer, quiero verte a la luz del día”…”jajaja… deja, tengo cosquillas en las rodillas, puedo morderte aun sin querer”…”¿qué dices?... ¿Qué estos cinco lunares son la estrella de Venus?, estás loco”…”abrázame, me duele la luz”…”abre una botella de agua más para mí, estamos secos”…”¿así que te gusta verme orinando?... jajaja…eres un monstruo”…”vamos hacerlo la última vez, hasta donde podamos”…”no llores, amor, aquí y ahora nos pertenecemos”…”no podré olvidar su olor”…”y si…—no, no debo pensar eso, es peligroso, no quiero volver a pasar por aquella situación”…”¿en qué, en quién estará pensando”…”me inquietan sus silencios, convocan los míos”…”vamos a bañarnos, a sacrificarnos, dejé hace un rato llenándose la bañera”…”nooo… está muy caliente… me vas a abrasar”…”jajaja… te vas a ahogar sumergida”…”abrázame, el agua empieza a estar fría”…”sécame”…”¿dónde dejé el tanga?... ¿no te lo habrás guardado tú?... con lo fetichista que eres”…”¿y ahora qué hacemos con las cuatro copas?”…”me gusta tu voz”…”me gusta tu risa”…”sí, ya sé… pero siempre duele”…”¿me regalas este anillo?"... "no, no sabría vivir sin esta piedra”…”¿bajamos?... falta poco para medio día”…”te quiero"…"te quiero”… “Por cierto, una única pregunta… ¿por qué pusiste como límite cincuenta y un años?”…”el número 52 es un límite, un número sagrado, no quiero atravesar este límite, sería otro, me perdería”…”y si por azar nos encontramos un día, ¿qué hacemos?"…"nos miramos tanto como podamos aguantar, pero no te acerques a mí, no me hables, sólo recuerda”…”te he amado, ¿lo sabes, no?”…”sí, lo sé; sé amar”… Entonces se besaron por última vez con un beso largo y profundo hasta que les faltó el aire y sus cabezas y pulmones no pudieron soportar el oxígeno carbonizado de sus ajenas respiraciones…

—Bruno y Eleanor se demoraron en el ascensor con sus últimas caricias y leves roces en los labios… pagaron su cuenta pendiente… salieron a la calle… se miraron por última vez a los ojos... ahora Bruno tenía su ojo izquierdo de un hermoso color verde azulado… Eleanor tenía una pequeña herida en su labio superior y por ella manaba Rouge Attraction de Lancôme a borbotones… Se dieron la espalda y siguieron su vida…


Pau Llanes

Mallorca, 1 de marzo, 2008


Foto: "Mi mano juega con el hielo que no es hielo"