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martes, febrero 26, 2008

Una historia veneciana de Jean-Jacques Rousseau para celebrar nuestro primer mes de vida... Insisto, luego existo...


Queridos amigos lectores, que lo sois para los dos sustantivos… Arterapia sentimental cumple hoy un mes de vida, como su padre… Hace treinta días ambos salimos a la luz declarándonos enfermos crónicos de arte y literaturas, compulsivos consumidores de sensaciones y experiencias memorables por los difusos territorios del amor y la belleza, incluso más allá de sus indeterminadas fronteras, tuaregs existenciales… Qué milagro el de la literatura que hace siameses a padre e hijo, de tal astilla tal palo… Con éste son ya cincuenta y tres textos y muchas más imágenes que he compuesto para vuestras miradas y las de aquellos que más tarde o temprano llegarán a este lugar vagamundeando o paseando por este universo transparente… Bienvenidos todos vosotros y vuestros sucesores… Qué alegría ser leído, tanta como la de escribir… Qué milagro ser querido, amado, admirado, tanto como amar, querer, admirar maravillas hasta ahora desconocidas; gente que hasta hace poco no eran nadie y ahora no puedo dormir sin sus palabras y cariños… me conmueve.

Para celebrar este día he compuesto un texto que tiene a Venezia como escenario, a Jean-Jacques Rousseau como protagonista y al deseo amoroso y la estupidez (o la cobardía o los prejuicios) como hilo argumental… Se trata de un fragmento de Les Confessions, la autobiografía del pensador naturalista suizo, excelente escritor, quien la escribió durante los últimos años de su vida, abarcando la práctica totalidad de la misma. Es un extraordinario libro que os recomiendo; y no sólo por la narración de los acontecimientos del tiempo que le tocó vivir peligrosamente contados en primera persona (desde sus recuerdos), sino sobre todo por la destilación precisa de sus ideas y pensamientos, tan influyentes durante siglos, que todavía hacen pensar y obligan a citarle de vez en cuando… Rousseau residió en Venezia aproximadamente un año, entre 1743-44, ocupado como secretario del embajador de Francia ante la Serenisima… De Venezia, de su gobierno y sociedad, de sus andanzas por aquella ciudad —ya entonces destino favorito de viajeros, intelectuales, artistas, amantes y jugadores de toda condición— escribe Rousseau en abundancia y detalle, componiendo deliciosas páginas literarias realmente imprescindibles para conocer y sentir aquella fascinante ciudad en el Settecento (uno de los capítulos también principal de mi propia historia)… Por fortuna pude leer sus “confesiones”, la primera vez, en su edición original: allí en Venezia, en 1990, cuando era un veneciano “a tiempo parcial” y me derramaba a borbotones en esa “república de castores” que decía Goethe… Para vosotros-ustedes he re-traducido el texto original y retocado para hacer más ágil su lectura. También he querido ilustrar esta historia con dos imágenes de Venezia: una es una “veduta” del Gran Canal desde el puente Rialto, de algún modo hermana melliza de la foto de Venezia en la niebla que encabeza este blog; a la izquierda de esta nueva foto vemos la blanca arquitectura del Palazzo Grimani, y más al fondo, en el límite de nuestra visión, el Palazzo Grassi, sede de la colección del mismo nombre y activísimo centro internacional de exposiciones, uno de mis favoritos. La otra es una foto de “mi casa” temporal cuando vuelvo a Venezia; dicen que antiguo hogar del joven Marco Polo antes de partir hacia Oriente… —quienes hayan leído un anterior post sobre Venezia y Las ciudades invisibles de Italo Calvino saben qué significado tiene todo esto para mí… Bueno, les dejo con Rousseau en Venezia… Hace frío, niebla, abríguense; mejor con un cuerpo enamorado a su cintura, abrazado a su cuello… No hay fuego más sagrado que el que inventan y renuevan permanentemente dos cuerpos inflamados por su deseo…

“Si hay algún acontecimiento de mi vida que refleje bien mi carácter es el que voy a relatar. Al ser objeto de este libro “mis confesiones”, hace que desprecie cualquier falso miramiento que pudiera tener al contar este episodio real de mi vida. Los que queréis conocer a un hombre, quienquiera que seáis, leed las dos páginas siguientes: conoceréis plenamente a Jean- Jacques Rousseau…

Entré en la alcoba de una cortesana como en el santuario del amor y la belleza, cuya divinidad creí ver en su persona. Jamás había creído que se pudiera sentir nada semejante a lo que ella me hizo experimentar. Así desde sus primeras familiaridades conocí el precio de sus gracias y sus caricias, tanto que por miedo de perder sus frutos quise apresurarme a cogerlos de antemano… Pero de repente, en vez del fuego que me devoraba, sentí un frío mortal que recorrió todas mis venas; las piernas me flaqueaban y, sintiéndome desfallecer, empecé a llorar como un niño. ¡Nadie es capaz de adivinar la causa de mis lágrimas y lo que en aquel instante pasaba por mi mente!

Yo pensaba: este ser que está a mi disposición es la obra maestra de la Naturaleza y el amor… su espíritu y cuerpo son perfectos; es tan buena y generosa como amable y bella… los grandes y los príncipes deberían ser esclavos suyos y rendir a sus pies los cetros… Sin embargo es una miserable cortesana entregada al público; un capitán mercante dispone de ella; viene por sí misma a entregarse a mí sabiendo que nada poseo… a mí, cuyos méritos son nulos a sus ojos —desde luego es incapaz de reconocerme… Hay en esto algo de incomprensible: o mi corazón me engaña, fascina mis sentidos y me convierte en juguete de esta indigna ramera, o es que posee algún secreto defecto que yo ignoro que arruina el deseo de los que deberían disputársela y de algún modo la hace odiosa a sus ojos… Entonces me apliqué a buscar ese defecto, dominado por esta lucha interna singular; era tal mi avidez en buscarlo que ni siquiera se me ocurrió la idea de que la sífilis o cualquier otra enfermedad interna fuera la causa… La frescura de sus carnes, el brillo de su tez, la blancura de sus dientes, la suavidad de su aliento, la pulcritud de toda su persona eran tales que alejé de mí esa idea tan común entre los hombres con las rameras… —más bien era yo quien sentía el temor de no hallarme bastante sano para ella… Estas reflexiones tan inoportunas me conmovieron hasta el punto de hacerme llorar…

Zulietta, para quien en semejantes circunstancias esto era un espectáculo nuevo, quedó cortada por un momento; mas, habiéndose dado una vuelta por el cuarto y pasado por delante del espejo comprendió —y mis ojos se lo confirmaron— que la causa de tal fiasco no era que me desagradara su belleza… —muy al contrario, estaba prendado totalmente de su hermosura. Volvió a mis brazos y no le fue difícil curarme y borrar esta estúpida vergüenza… Pero en el momento en que estaba próximo a desfallecer sobre sus pechos, que parecían recibir por vez primera la boca y la mano de un hombre, observé con horror, ay dios, ¡que le faltaba un pezón!… Sorprendido, examiné y valoré que no estaba formado como el otro… Hice cábalas en mi mente de cómo podía ser eso… hasta que persuadido de que seguramente se debía a un vicio de la Naturaleza, a fuerza de dar vueltas con esta idea, vi claro como la luz del día que en realidad más que tener en mis brazos a la más encantadora muchacha que pudiera imaginar, no abrazaba más que una especie de monstruo, desecho de la Naturaleza, de los hombres y del amor… Estaba tan sorprendido de tal descubrimiento que llevé mi estupidez hasta el extremo de hablarle de ese pecho defectuoso… Al principio ella lo tomó a broma y con su carácter bullicioso dijo e hizo cosas capaces de hacerme morir de amor… Mas como yo conservaba un fondo de inquietud —que no pude ni supe ocultarle— ella se cansó de hacerme zalamerías, vi encenderse su rostro, abrocharse de nuevo, levantarse, e ir sin decir palabra a asomarse a la ventana. Quise colocarme a su lado, pero ella se apartó, yéndose a sentar sobre un canapé; luego se levantó en seguida y paseándose por la estancia, abanicándose, me dijo en tono frío y desdeñoso: “Zanetto, lascia le donne, e studia la matematica” (Juanito, deja las mujeres y estudia las matemáticas)…

Antes de marcharme, le pedí otra cita para el siguiente día, que ella pospuso hasta el tercero, añadiendo con una sonrisa irónica que así podría reposar y recuperarme de esta noche… Pasé aquellos dos días de espera incómodo, embriagado todavía por sus encantos y gracias, sintiendo mi extravagancia, echándomela en cara y afligiéndome por haber empleado tan mal un tiempo que sólo dependía de mí que fuera el más dulce de mi vida… Esperé con la mayor impaciencia reparar la pérdida, pero aún me sentía inquieto, me costaba conciliar las perfecciones de esta adorable mujer con la bajeza de su estado… No obstante, a la hora citada corrí, volé a su casa. Ignoro si su temperamento ardiente se habría satisfecho con mi visita, pero por lo menos habría calmado su orgullo… ya que mientras iba a encontrarme con Zulietta no paré ni un momento de imaginar todas las maneras posibles de reparar mis anteriores estúpidas faltas…

Prueba excusada: el gondolero al que envié atracar la góndola a la puerta de mi deseada cortesana, volvió diciendo que la mujer había partido la víspera para Florencia… Estupefacto e incrédulo, sin palabras, me quedé escuchando sus noticias… Todavía se me hiela el corazón con sólo recordar la escena… Si no había sentido toda la fuerza de mi amor al poseerla, la sentí cruelmente excesiva al perderla… Este insensato dolor no me ha abandonado desde entonces. Por más amable, por más encantadora y hermosa que fuese a mis ojos, he podido consolarme de perderla; pero de lo que no he podido consolarme —lo confieso amargamente— es que sólo haya podido guardar de mí un recuerdo de menosprecio y horror en mis ojos”…


—Qué estúpidos, llenos de prejuicios y miedos vagamos por la vida sin cuidado ni atención… El destino nos regala maravillas y acontecimientos memorables a nuestro paso y alcance y los despreciamos inadvertidos, mirando a otra parte ensimismados en nuestras miserias y nimiedades… No encuentra más tesoros el que busca nervioso y descentrado, autista funcional… sino quien sabe lo que busca y tiene la facultad de reconocer lo que es distinto y luminoso en la indiferenciada generalidad que nos rodea y consume… “OSER”, o sea “atreverse”, es una de las permutaciones posibles a componer con las letras de la palabra “ROSE”, es decir ROSA, como también lo es “EROS”, es decir “AMOR”… Atreverse al amor es una gran verdad alquímica que os regalo este día en el que celebramos, entre otros: el 206 aniversario del nacimiento de Victor Hugo, el 200 de Honoré Daumier —pintor, escultor e ilustrador—, el centenario de Leela Majumdar — excelente escritora bengalí de cuentos para niños—, el 50 cumpleaños del escritor francés Michel Houellebecque, el 39 de Hitoshi Sakimoto, compositor japonés de música, autor de memorables composiciones para videojuegos, animé y el delicioso álbum Lia—Colors of Life (2005), y por supuesto el cumpleaños de Julia Bond, la joven porn-star norteamericana —una de mis favoritas: rubia, menuda y tan entusiasta— que hoy cumple 21 añitos… Gracias por existir… si no, os tendría que inventar… Con sincero afecto: Pau Llanes


Fotos: Canal Grande desde Rialto y "El balcón de los amantes: veduta veneciana". Venezia; enero 2004

lunes, febrero 18, 2008

Los secretos que aprendí en Valdrada (V)


… Fuimos llevados hacia el más allá, / y se abrían ante nosotros, como por encanto, / las ciudades milagrosas, y nos invitaban a pasar, / la menta se extendía bajo nuestro pies, / las aves seguían nuestro camino, / los peces remontaban nuevos ríos, / y el cielo se abrió ante nuestros ojos... / Mientras seguía nuestra huellas el destino, / como el loco, armado de una naranja.


Fragmento de Los primeros encuentros: poema de Arseni Tarkovski (1907-1989), traducido por Irina Bogdaschevski


Foto: Libro de Horas (1991-1992)

miércoles, enero 30, 2008

La Venezia invisible y la Venezia de los ojos…




Hace más de treinta años que Italo Calvino publicó Le cittá invisibili, sin embargo mi primera lectura de este fascinante libro de viajes imaginarios fue muy posterior, en 1983. Entonces anoté en su última página una frase que con el paso del tiempo reconozco como una fatal y feliz premonición, una profecía íntima y doméstica, si se quiere, pero no por ello carente de trascendencia y misterio: “Recorreré ciudades y paisajes escribiendo tu nombre en las plazas y en los cruces de caminos; seguiré una ruta insospechada; en mi atlas de bolsillo podrá leerse tu nombre, Venezia, dibujado con torpe caligrafía; ¿recordaré el punto de partida de este viaje fantástico? 21- Junio”. Confieso que desde aquel día, por increíble que parezca esta insólita fidelidad y extraña mi perversa insistencia, no he dejado de escribir las siete letras de Venezia con todo tipo de acrósticos en mis más diversas literaturas y anudado irreversiblemente sus vocales y consonantes a mi biografía… Éste ha sido un secreto celosamente guardado en la soledad del alma (agridulce silencio). Incluso diría que Venezia ha sido mi único lugar común aun a pesar de mi promiscuidad como viajero, ese ir y volver como si nada... —ay, mis vagamundeos.

Así ha sido desde que llegué por primera vez a sus islas y ríos aquel “ferragosto” de 1978, hace tanto tiempo. Es cierto que tal revelación la reconocí leyendo el libro —y de ahí mi promesa—, al fin al cabo su protagonista es un viajero veneciano, Marco Polo, y las ciudades invisibles que describe tienen un algo o un mucho de su ciudad de origen, incluso podrían ser réplicas de algunos de sus fragmentos y avatares posibles; además Marco Polo sueña con volver, como todos los viajeros con corazón; y yo sueño con volver a Venezia, que es mi matria, siempre que puedo o para siempre. Pero este sentimiento de pertenencia absoluta y feliz abandono a sus misterios lo tuve ya mi en primera noche aquel verano, cuando entré a la gran Plaza exactamente a media noche y las roncas campanas de bronce tañeron en honor del hijo pródigo que vuelve a casa y cientos de palomas me saludaron en vuelo rasante sin ni siquiera rozar ninguno de mis cabellos. Esa noche y los días sucesivos fui experimentando los prodigios uno tras otro que inauguraron nuestro destino en común; entonces no sabía, sólo sentía y dejaba que los milagros fluyeran a su aire. Cuántas cosas he vivido en esa ciudad… Treinta años son casi toda una vida, y como en la vida misma he creado cosas memorables en Venezia y para Venezia. Unas están en los libros y en los archivos; otras las conocemos yo y otros pocos cómplices de mis secretos; las más, las guardo para mí sólo, ni siquiera me atrevo a escribirlas… Bueno, alguna vez sí lo he hecho, lo estoy haciendo ahora mismo… pero son historias encriptadas en otras historias ajenas, retazos autobiográficos desvelados en otros asuntos menos poéticos, experiencias sublimes disfrazadas de anécdotas banales. Con el tiempo me he convertido en un maestro en componer acrósticos, palimpsestos, en cifrar mensajes ocultos para la eternidad… Qué remedio…

Por supuesto que debo mucho a la guía de ciudades invisibles de Calvino, sobre todo en cómo escribo y de qué escribo, además de hacerme conocer y sentir Venezia de un modo más esencial a la vez que íntimo, tramada de recuerdos y deseos a partes iguales, vasos comunicantes, sin perder por ello el placer de reconocerla y reescribirla en cada una de las crónicas y literaturas que leí en este tiempo… Del libro, aprendí por ejemplo a citar sin referirme al origen de mis palabras, a recolectar frases y disponerlas a mi antojo, fuera de contexto, o a combinarlas en una contigüidad poética inquietante, pero sin malicia. En otro orden de cosas, en lo existencial, supe por sus páginas por qué es necesario buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y aprendí que hay que hacerles durar y darles espacio… También supe por el libro que la vida —como los espacios vividos, los libros, la pintura y todos aquellos objetos y pensamientos que son fruto de la creación emocionada de un ser humano— está entretejida de miedos y valentías ninguno más destacado o decisivo que el otro, derrotándose, venciendo al unísono; de recuerdos necesarios y olvidos sucesivos; de tedio y deseos y esperanzas en justa proporción, incluso de paradojas inverosímiles que nos orientan más certeramente cuando todo parece confuso e irresoluble… Supe que no disfrutamos recorrer la vida porque sí, pero tampoco porque no… que el placer no se debe sólo a la recompensa del conocimiento ni siquiera a nuestro propio entusiasmo —por ejemplo al llegar a una nueva ciudad y reconocer y saber interpretar su plano, al penetrar por primera vez en sus monumentos, al descifrar sus ritmos y armonías o seguir de memoria el hilo de sus narraciones; el placer está en creer que las cosas del mundo responden a nuestras preguntas… Supe por fin que por muy engañosas que sean las perspectivas de la vida y nos provoquen innumerables maravillas hipnóticas, o nos parezcan absurdas sus reglas y a veces herméticos sus argumentos, debemos aceptar que son realidades necesarias e indiscutibles; y dejar hacer al destino, que él sabe de estas cosas, que es su oficio… Tan estúpido resulta negar y ocultar lo posible como resistirse a lo inexorable: “Las cosas aparentes son la visión de las cosas invisibles” (Anaxágoras). También pude resolver con su consejo, de un tirón, el enigma de por qué los futuros no realizados son sólo ramas del pasado, ramas secas, y que el “allá” es un espejo en negativo en donde el viajero reconoce lo poco que es suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá…

En realidad Le città invisibili es una guía para ojear con la mirada profunda, un tratado sobre los misterios que no sabemos adjetivar ni falta que hace… acaso también, no es seguro, un instrumento eficaz para estimular todo tipo de elucubraciones sobre el ser y estar en el mundo, o el objeto de la creación, o los múltiples sentidos de la verdad y sus camaleónicas contingencias… Durante años este breviario laico ha sido como un espejo opaco y mate al que enfrenté algunas de mis preguntas más impertinentes y curiosidades, también un eco a media voz de mis susurros, testigo de algunas de mis esperanzas y temores más obsesivos… Mientras tanto, por la vida, por el mundo, he ido decorando y subrayando con lápices y tintas de colores todas sus palabras, los puntos, las comas, las sombras de sus acentos; he abierto y manoseado sus hojas al azar y encontrado al instante los epígrafes buscados, intuidos, siempre obedientes —humildes y hasta fieles— a la urgente llamada de mis dudas e ignorancias. Es como si cada párrafo, cada frase, cada palabra, fueran teselas de un fantástico mosaico inventado para la adivinación y la estrategia de la memoria —o tal vez del olvido, tan contiguos y sucesivos— cuyo poder se aloja tanto en el todo como en cada uno de sus fragmentos… En todo momento he reconocido tu nombre, Venezia, en sus líneas como en las de mi mano… —escribo Venezia y en ti leo todos tus nombres que te pertenecen.

Alguna vez dije que la vida es como un viaje entre dos ciudades con nombre de mujer… A los verdaderos viajeros nos place andar y desandar el camino trazando rutas sinuosas e imprevisibles, incluso irreproducibles e indescifrables a su fin, sin etapas ni jornadas convenidas, haciendo caso omiso a la brújula, a las bondades evidentes de la geometría o nuestras nociones de trigonometría y lógica. A menudo vivimos la vida como prófugos, escapados… dilatando el tiempo de ser y parecer libres, borrando huellas y tejiendo laberintos en los que el pasado y el devenir se confunden, inextricables. Vamos merodeando barrios y alrededores, rozando tangencialmente las murallas derruidas de las ciudades, penetrando en los callejones sin salida o cruzando sus plazas abiertas —lo mismo diría de los desiertos, los océanos, las selvas y cordilleras— dibujando informes arabescos sin querer, figuras de absurda simetría caligrafiadas a nuestro paso… Recorremos la vida del centro a la periferia, de las fronteras al centro del universo, fabricando criptosistemas aun sin saber sus reglas; son corazonadas, amor… Se vive como se escribe un libro, como se lee… Un libro de viajes no sólo es un cuaderno de recuerdos con flores prensadas entre sus páginas, aunque lo parezca…

Fotos: Venezia, enero 2004