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miércoles, abril 02, 2008

La utopía de un mundo mejor y sus simulacros...


Ayer tuve una de esas conversaciones de café en donde se habla de todo y te exaltas por nada… Siempre sucede lo mismo: al final parece que has arreglado el mundo en una hora y tres cuartos, luego pagas la cuenta, sales a la calle y te das cuenta que el mundo sigue igual o peor… Qué pérdida de tiempo una vez más… Es que somos unos derrochadores del tiempo a manos llenas…

Mi “sparring” de conversaciones tontas ayer fue una amiga de esas que creen que evolución es igual a progreso y que estamos a las puertas de un mundo feliz que te cagas… Sí… todo nice y wonderfull, mucho happy y qué bien lo vamos a pasar… que estamos en una sociedad progresista que es la leche, que si el futuro es nuestro y el pasado era una p.m… que hay que pedir perdón por los pecados propios y hasta los ajenos —“oye chico, que fuimos muy malos, pero muy malos, eh”—… y que ahora los otros tienen derecho a reclamar lo que les debemos… es justo hacerlo: pagamos, pedimos perdón, y nos hacemos amiguitos para siempre —anda, ya te vale… Dentro de poco el mundo será “La Arcadia feliz”…. y todo gracias, según mi ingenua amiga, a la globalización de la información, el respeto a la multiculturalidad, la alianza de las civilizaciones y no sé cuántas más bobadas del mismo calibre… Es que no me lo creo, yo siempre pongo en cuestión esas aparentes “verdades” de lo “políticamente correcto”, del optimismo del que todo lo ve con lentillas de color rosa… —claro, como siempre, con la paja en el ojo propio y en el resto la viga… A ver si puedo explicarlo con una metáfora, no sé, una alegoría digamos artística, que tenga que ver con el arte, para entender(me) mejor…

La fervorosamente deseada utopía de un mundo mejor —es decir una sociedad más justa e igualitaria, con mejores realidades materiales y mayor calidad de vida generalizadas, ideologías y comportamientos sociales más humanistas y más profundos compromisos con el desarrollo sostenible del planeta, por ejemplo, en el seno de una comunidad sin límites ni fronteras (o que al menos queden desdibujados por efecto de la globalización de la información y la economía)— creo que se corresponde alegóricamente con la desaparición del marco y del pedestal en el arte moderno… Es como si con ese bajar las estatuas al suelo, a la calle, se quisiera significar la abolición de los demás límites convencionales del arte con la vida, con la realidad, con el diseño funcional, etc. En sentido artístico podríamos incluso considerar que se trata de una estrategia inconsciente (y automática) de afirmar que el arte se expande más allá de los límites formales de la imagen o de las dimensiones propias del objeto artístico para impregnar todo el mundo real y social que lo rodea —lo que hasta cierto punto deseamos y a veces parece evidente… Pero del mismo modo podríamos reconocer también que una vez abolidos los límites —ese pedestal al que me refería, ahora como metáfora— muchos de los aspectos “perversos” que caracterizan nuestra sociedad actual se han filtrado también en el territorio de lo que llamamos “artístico”, contaminándolo: por ejemplo la banalización y trivialización de los asuntos “serios” de la vida, el consenso ficticio meramente oportunista en favor de tal o cual artista "estrella", los intereses simulados, la dictadura de la economía y el mercado, la corrupción…

Y no es que no hubiera antes estas “perversiones” del sistema —en la sociedad, en el arte, que las había—, sino que ahora han alcanzado la masa crítica suficiente para que sean factores hegemónicos… Además, antes, hace poco, todavía cabía la posibilidad de que el arte sólo fuera un reflejo (fiel o distorsionado) de la realidad… —ya que eran las nociones de “reflejo”, de mimesis, las que caracterizaban las relaciones estéticas entre el arte y la naturaleza y la sociedad—… Pero ahora, tras la última y definitiva rotura del espejo de las “Grandes Verdades y Totalidades” simbólicas aquel 11-S y sus secuelas y nefastos daños colaterales —en sentido nitzscheano, por supuesto—, hechas ceniza, polvo y humo esa “Realidad” y su imagen reflejada, ya no cabe argumentar en esa dirección… La relación entre la realidad material de nuestro mundo y la realidad representada por el arte ya no puede ser entendida como una relación “reflexiva y especular”, sino una relación piel con piel —tangencial, en su acepción más superficial— o incluso, más brutalmente, una relación descarnada, de penetración mutua, de atravesarse sin piedad ni compasión…

Reconozco que en principio esa idea de “ausencia de límites” me seduce —como a todos, supongo—, me satisface intelectualmente, soluciona la hipótesis de un territorio del arte y un universo de la vida sin límites ni fronteras, ambos derramándose, confundidos, inundando la esfera indeterminada de la vida práctica y lo social… Sin embargo mis prevenciones acerca de todo aquello que parece demasiado obvio, mi crítica a la aparente realidad de las cosas, a los peligros de esa simulación generalizada en el mundo actual, me llevan a buscar otras hipótesis, otras cuestiones, a expresar radicalmente mis dudas… Por ejemplo: la sensación de “ausencia de límites”, su deseo utópico, se contradice con la cruda realidad de las fronteras, los visados, las exclusiones discriminatorias, y el ahondamiento y alejamiento de los diversos abismos nacionales que separan como nunca… A lo mejor hay menos fronteras virtuales, es un decir, pero han aumentado exponencialmente y engordado su grosor las demás fronteras físicas, todas las demás que marcan efectivamente los límites y las diferencias.

Si bien es cierto que el marco o el pedestal casi han desaparecido de la “presentación” del arte, que hemos abolido esos límites formales, me pregunto ¿qué figura alegórico-artística podríamos utilizar para “representar” esta encubierta (y no por ello menos evidente) realidad social de “apartheid” a escala global? Mi respuesta es otro “artefacto”: la vitrina… Claro, cómo no, la vitrina… Un objeto construido, “diseñado” al efecto, tanto para contener, sostener y proteger la obra como para llamar la atención sobre ella y permitirnos un disfrute “suficiente” del objeto artístico, su visión… La vitrina: un marco tridimensional que sirve sobre todo para proteger y conservar la obra de arte, aislándola más físicamente del contexto real y del observador, aunque nos induzca —por su transparencia— a creer que esta separación es meramente ilusoria. La transparencia del vidrio, nuestra confianza (ciega) en las facultades de conocimiento y experiencia de la mirada, consuman el simulacro participando de la situación de simulación generalizada que caracteriza nuestra sociedad más allá de la postmodernidad tardo capitalista… La vitrina es un dispositivo de enmarcación —de límites— mil veces más poderoso que los marcos convencionales “en dos dimensiones”, una realidad objetiva de separación y protección en 3 D en permanente mutación, camaleónica…

Así es, queridos amigos, ya sabéis que cada vez es más común que las obras de arte en los museos y en las exposiciones se presenten protegidas por vitrinas y marcos-caja de cristal o metacrilato... que los mismos museos y otras arquitecturas y espacios de “representación y poder” sean como inmensas vitrinas y cajas de cristal (blindado y templado, por supuesto) guardadas con vigilantes a sueldo y otros dispositivos electrónicos disuasorios… Todo ello formando parte de una red de dispositivos y estrategias íntimamente relacionadas con las exigencias sociales de “conservar” y “proteger”, de seguridad máxima, inspiradas por estados y grupos dominantes nada “progres ni liberales” en realidad, sino absolutamente conservadores y pegados a su poder, trufados de memoria histórica y slógans “políticamente correctos” o cada uno como mejor sabe engañar a su clientela…

La nueva perversa noción de “límite y frontera” en nuestra sociedad actual se materializa con toda su crudeza a través de la eficacia funcional y alegórica de las vitrinas… La necesidad indefinible de seguridad, unida a la conciencia de conservar, proteger, preservar, son sentimientos generalizados en nuestra sociedad; casi diría que son sus sentimientos más fuertes porque tienen que ver esencialmente con el instinto de supervivencia. Y aunque parezca que siempre ha sido así, esta necesidad ha alcanzado ahora su justificación más categórica: se quiere conservar lo que se posee, poco o mucho, porque se posee… se necesita estar seguro incluso de su seguridad (es decir jurídica o estatuaria)… protegerse (en cuanto propietario) y proteger sus posesiones… No hablo sólo de propiedades materiales, sino también del estatuto social, de sus convenciones —cierto tipo de libertades públicas restringidas o ampliadas genericamente—, sus costumbres y otros aspectos de lo que se ha venido a llamar cultura e identidad propias… La sensación de inseguridad alarma, indistintamente, tanto por tener conciencia y satisfacción de poseer como por la conciencia de identidad, es decir de “pertenecer” y sentirse formando parte de una colectividad que ha definido su estatuto de convivencia, el cual hay que asumir para asegurar su supervivencia en el grupo frente al resto “exterior y diferente”. La angustia de nuestras sociedades, su inseguridad, las provocan tanto su miedo a “perder”, a ser despojado, como su precaución ante todo aquello que siente como ajeno —“lo otro”, los “otros”— que pueden erosionar y disgregar la convencional cohesión social que sostiene y cementa su relativa seguridad… es decir su estatuto.

Las fronteras existen por el miedo de los hombres… Hay que mantener una cierta distancia de seguridad, por si acaso… Tratar, sí; negociar otras convivencias, una nueva confianza, ayudas, sí… pero desde la distancia y el desarrollo autónomo de cada una de las identidades en conflicto… Así piensan las sociedades que tienen más miedo de perder que de ganar, en uno u otro sentido —bien sus excedentes materiales, bien sus excedentes de identidad… Ya se ha comenzado a poner freno a las debilidades que generó el “seudo humanismo universalista” nacido de la esperanza del fin de la “guerra fría”, hasta cierto punto producto de un sentimiento de vergonzosa culpabilidad por todas las atrocidades y efectos desastrosos de aquella guerra sorda planetaria. Me refiero a esa tendencia reciente de cuestionar a las minorías étnicas, religiosas, culturales o lingüísticas que viven y se desarrollan enquistadas en nuestras sociedades avanzadas, en la invitación permanente —o presión “convincente”— a integrarse, a negar con mayor énfasis el “statu quo” hasta ahora vigente, basado en el respeto de lo plurinacional y multicultural, es decir en el desarrollo autónomo y diferenciado de distintas comunidades: una, venida de fuera y suburbial, dentro de otra, autóctona, central, hegemónica… No se dice abiertamente, pero también los "progres de salón" empiezan a poner sus peros y a defender su propio status y poder donde lo administran. Hay tanta hipocresía...

La figura retórica —como metáfora, metonimia, sinécdoque— de la vitrina me sirve pues para representar estas múltiples realidades contradictorias: de una parte la necesidad de seguridad, de conservar, de diferenciar y a la vez APARENTAR igualdad… que parezca que compartimos realidades —como trasmite la transparencia del cristal—, y las nociones de totalidad y globalidad virtuales —como lo envolvente y totalizador de la vitrina; y de otra parte esa paradoja de reivindicar identidades y a la vez aislarse y aislarlas con la ficción de lo multicultural, antes, y con la obligación de integrarse, ahora… Ay, esa perversa y seductora invitación, pura coquetería. “TÓCAME… pero sólo con tus ojos”… A mí no me da miedo nadie que sea Otro... a mí lo que me aterra es que un día no me dejen ser Yo...
Foto: Yoko Ono. "Touch Poem #5", 1960

martes, enero 29, 2008

Yoko Ono: Play it by Trust


Play it by Trust —“Juega con confianza”—es una de las obras más conocidas de Yoko Ono, recreada en diferentes ocasiones y con muy distintas formas y apariencias desde su primera presentación en Londres en 1966. En esta versión creada por Yoko Ono en la década de los 90’, sillas y mesas están pintadas de blanco; en el sobre de la mesa, integrado en él, reconocemos un tablero de ajedrez cuyas casillas son todas de color blanco, evitando así la dualidad y contraste visual de los cuadrados negros y blancos. Todas las figuras son blancas también. La instalación plantea una nueva alegoría y experiencia sobre la vida y las relaciones interpersonales y sociales a través del juego compartido, y más concretamente del ajedrez. Desgraciadamente este juego ha sido interpretado desde su invención como una infeliz metáfora de la lucha por el poder y una sublimación del enfrentamiento original de dos dualidades seminales aparentes antagónicas —el bien y el mal, la luz y las tinieblas, etc.; titánica competición que inevitablemente finaliza —aun a pesar del interludio de “las tablas”— con la victoria y derrota de alguno de los contendientes, lo que provoca angustia y malestar durante todo su proceso. Yoko Ono, al abolir el territorio de las sombras sobre el tablero de ajedrez y la negrura de las figuras (personajes) que dramatizan el juego, nos regala un nuevo sentido para el juego: aquí no habrá vencedores ni vencidos, en unas cuantas jugadas confundiremos nuestras figuras sin importarnos, incluso discutiremos divertidos sobre quién mata a quién para resucitarnos luego en paz con una fanfarria de carcajadas… En Play it by Trust no hay contrincantes sino compañeros de juegos por y para la vida, silencios cómplices, sonrisas compartidas, deseos y esperanzas mariposeando… Para participar en esta simulación de armonías, jugar con desconocidos sin cautelas ni prejuicios ni estúpidas precauciones que nos embarazan de pudor, incluso desterrar el miedo que nos angustia sin querer nada más cruzar dos miradas inesperadas por la calle… sólo se requiere confianza. ¿Juegas?
Play it by Trust de Yoko Ono. Museum of Contemporary Art, Tokyo; junio 2004