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miércoles, marzo 26, 2008

Recuerdos y deseos japoneses...


Ayer tuve un día, por así decirlo, “japonés”… La noche anterior fui a ver la película Seda, basada en la preciosa joyita de Alessandro Baricco del mismo título; decir que salí del cine totalmente defraudado es poco… Ni el director ni los actores han entendido el alma de la novela, sus sutilezas, su “tempo”… Es una pena; algo por otra parte muy frecuente en las adaptaciones cinematográficas de textos originales, novelas, de la gran literatura… Excepciones las hay, por supuesto; un día de estos escribiré sobre este tema: sobre la relación entre literatura y cine, sus mutuas “traducciones” y miradas especulares…

Mi frustración ante la versión cinematográfica de Seda me llevó no sé por qué a pasarme todo el día entresacando y entremetiendo libros y documentación de la sección “Oriente” de mi biblioteca, ojeando capítulos memorables, copiando citas que tengo en los originales subrayadas, rebuscando carpetas y cuadernos de fotografías, rescatando recuerdos de mi memoria… Con respecto a Japón no es que tenga muchas publicaciones, al menos no las que me gustaría tener; aun con todo son suficientes y me sirven para seguir mi proyecto de una novela futura sobre los amores de Bruno Llanes, mi “personaje alquimista", y una joven diseñadora de jardines japoneses que algún día comenzaré a escribir —todavía no sé cómo llamar a la protagonista, y eso en una novela “japonesa” es una decisión fundamental: el nombre, su fecha de nacimiento, son la primera revelación de su destino, el anagrama de su vida futura… Tengo poco menos de un centenar de libros sobre Japón, su arte y cultura, y de ellos una docena acerca de jardines japoneses y su estética zen; en literatura destacaría las novelas de Yukio Mishima.

Desde hace unos años cuando voy a Tokio me alojo precisamente en el hotel Yamanoue, conocido como el Hilltop Hotel —porque se encuentra sobre una pequeña colina, ahora rodeado por una de las universidades de Tokio… De allí salió Mishima —que en realidad se llamaba Kimitake Hiraoka— con sus discípulos para hacerse el hara-kiri —mejor dicho el seppuko (ya que hara-kiri es un término vulgar) que consiste en abrirse en canal el vientre de izquierda a derecha y luego otra vez al centro y desde allí hacia arriba hasta el esternón, todo ello según un ritual preciso según las reglas del bushido, el código de los samurais. Quiero señalar que este dolorosísimo suicidio debe hacerse sin mancharse de sangre las propias manos del suicida (lo que sería su deshonra) y con la intervención de alguien de su confianza, un compañero o kaishaku (caballero), que ha de cortar la cabeza al suicida por honor si ve que sufre “lo insufrible”. En el caso del suicidio ritual de Mishima, su compañero falló los tres primeros intentos de decapitación… que sólo pudo culminar otro amigo, Hiroyasu Koga… Qué “jodido” narcisista y grandísimo escritor éste Mishima, y que vida y muerte tan sublimes (lo escribo como categoría estética romántica); murió joven, es decir héroe, por su voluntad existencialista, su desmedida pasión por la belleza…

Habitar este hotel en mis viajes a Tokio es un verdadero regalo para mi proverbial fetichismo existencial, mi búsqueda de sentidos simbólicos a lo que ordinariamente llamamos “vida corriente”. En realidad resulta excitante, estéticamente hablando, habitar de vez en cuando la habitación de Mishima en el Yamanoue, hacer el amor allí, aquella en la que parece ser acabó de escribir su última novela —La corrupción de un ángel— poco antes de suicidarse haciéndose el seppuko frente a sus discípulos y camaradas el 25 de noviembre de 1970. Cerca del hotel hay tiendas que venden instrumentos musicales, sobre todo guitarras eléctricas de segunda mano —por ejemplo una vez estuve a punto de comprar una presunta guitarra de Eric Clapton, eso que no sé tocar ni las castañuelas, aunque de jovencito tocaba en un grupo aficionado “de oído” e incluso me atrevía con la rítmica de “La Casa del Sol Naciente” o algún solo al estilo de King Crimson… jajaja… —lo que tiene uno que hacer de jovencito para enamorar a una colegiala de las Teresianas con rebeca azul y cortísima falda plisada, qué reclamos los de la primavera…

Por cierto… El primer libro de Mishima que compré —Sed de Amor— se lo regalé a una chica que me quería ligar un día de San Valentín; pensaba que el título de la novela era suficientemente explícito para que entendiera mis intenciones… —que las entendió. Cinco años después me casé con ella, es la madre de mi hijo, nos divorciamos de mutuo acuerdo, yo me quedé el libro… Ya dije antes que son muy importantes los nombres, los títulos, las fechas… Yo nunca querré tener ningún affaire amoroso con una mujer hinoe uma (“caballo de fuego” según el horóscopo chino-japonés), es decir nacida en 1966… es una fatalidad, un tabú en Oriente. Ya me enamoré una vez de una “yegua de fuego” y todavía me estoy recuperando de las heridas, de su fuego, cicatrizadas pero dolientes todos los días con excesiva humedad. Los nombres son importantes, las fechas no digamos: por ejemplo tener un hijo que nazca el 30 de marzo, fecha del nacimiento de Goya, o enamorarme de una mujer que haya nacido un 28 de julio o un 2 de octubre, fechas del nacimiento y muerte de Duchamp, o el 18 de diciembre o 29 de junio, fechas que señalan la vida de Paul Klee, por ejemplo… En cuanto al nombre, mis favoritos empiezan por la partícula “mar” o la contienen… —lo que es una suerte vivir en España y haber viajado tanto por Latinoamérica, que tantas mujeres tienen un “María” entre sus nombres aunque no lo utilicen… El problema viene ahora con las jovencitas que todas se llaman Raquel, Rebeca, Silvia o Paula a secas… Con las demás nacionalidades, las demás lenguas, soy un promiscuo sentimental, lo confieso, me da igual cualquier nombre con tal que tenga alguna vocal entre sus consonantes…

Bueno… volvamos al asunto “Japón”… Japón no es mi país ni cultura preferidos en Asia, pero sí mi primera experiencia en Oriente, algo así como mi primer amor, mi primera amante “prohibida”… De hecho mi primer viaje largo, especial, fue a Japón, en los ochenta… —ay, dios, cuánto tiempo. Estuve tres semanas; era septiembre cuando llegué, final de septiembre: los parques, los bosques, amarilleaban y luego anaranjeaban, por días, por horas, se hacían oro viejo antes incluso que el tiempo les reclamara su deuda con la vida... Además de Tokio, estuve entonces en Kamakura, en Nara, en Kyoto y en Osaka. En mi primera noche en Tokio estuve alojado en un hotel en Ginza, en una habitación absolutamente cool y “supertechno” en donde experimenté el trance de mi primer terremoto y la sorpresa de sentir cómo mi cama se movía aun sin querer —tampoco es que haya aprendido desde entonces a moverla queriendo; bueno, sí, un poco… queriendo se puede mover hasta el universo a tu alrededor… Pues eso, que vaya susto… —nuestro primer terremoto, como otros primeros estremecimientos del cuerpo, son inolvidables… ¿no?

Me fascinó Kamakura, sus bosques, la bahía y por supuesto sus templos: el Buda Amida Nyorai —el Buda de la luz infinita, su sonrisa— en el templo de Kotokouin, que fue el primero que visité… y los demás templos budistas y sintho de la ciudad y sus alrededores… —en especial el templo dedicado al buda niño, no recuerdo su nombre, en donde precisamente estuve el 21 de septiembre, día del equinoccio de otoño, día para honrar los familiares y amigos muertos… Imaginad las laderas de ese templo con miles de figuritas de budas niños con sus vestiditos de colores y sus pañuelos de seda al cuello; una niebla de incienso entre sus veredas, bruma sagrada… y cientos de padres llevando sus ofrendas a estos buditas niños que representan sus propios hijos muertos recién nacidos, sus bebés, incluso los que nunca vieron la luz… —una experiencia mística, de verdad… Qué maravilla ese olor a incienso impregnando el bosque, extendiéndose invisible con el solo pestañear de las hojas y el roce de mi silueta sobre sus troncos… ummm... ver despedirse la tarde frente a la bahía de Kamakura desde un bosque de bambúes gigantes, el cielo violeta perfecto… la eterna belleza, es decir suspendida en el instante, sublime… de escalofrío.

En Kamakura compré algunos de mis souvenirs más queridos: un juego de recipientes de laca color rojo cinabrio, mi primer rakú; y un par de antigüedades: una bandeja para el té de laca negra con incrustaciones de madreperla y una pipa para fumar opio de concha de tortuga, caña de bambú y latón dorado… —qué pena que no las tenga a la vista, salvo el rakú en donde sigo tomando té alguna tarde… He vuelto otras veces a Kamakura y he podido recorrer creo que todos sus templos y veredas sagradas: el Engaku-ji, el Hase Kannon, y el Toke-jui —ese templo que era utilizado por las mujeres que querían divorciarse de sus maridos—, el santuario Kamakura-gu… ¡Tantos lugares hermosos y santos! También recuerdo un viaje a Japón invitado por quien es uno de los mayores coleccionistas privados del mundo del arte, Katsuta, un buen tipo; no os podéis imaginar qué colecciones tiene de Klee, Miró, Tanguy, Chagal… Estuve alojado en un hotel de su propiedad, en el Kamakura Prince Hotel, y comí y cené varias veces en el restaurante del hotel —Le Trianon— que era entonces, hace unos años, uno de los mejores restaurantes de cocina francesa del mundo… sí, del mundo, en Kamakura. Por poner un ejemplo, Katsuta me regaló el día de mi llegada una cena regada, es un decir, con el beaujolais del año… que para mi sorpresa había sido galardonado hacía poco, menos de una semana, en Paris, y Katsuta había comprado veinte cajas que trajo de inmediato en avión directamente desde Francia.

Luego de Tokio y Kamakura el destino me regaló en aquel primer viaje a Japón las maravillas de Nara y Kioto: el parque de Nara: el Todaiji, el Gran Buda Vairocama, el santuario Kasuga… Y qué decir de Kyoto: el Kinkakuji, el Templo del Pabellón Dorado, la casita de té, su estanque-espejo —una vez leí un fragmento de Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino, el capítulo de Valdrada, a su orilla; qué hermosa analogía del espejo y la experiencia especular a orillas de la casita de té; qué caprichos tenemos los diletantes, sorry … Ah… y el Templo Kiyomizu y su balcón sobre la belleza abismal; los Honganji del este y del oeste; el Pabellón Plateado; el jardín sagrado del santuario Heian; el jardín de Ninimaru… y la extrema y conmovedora belleza del jardín de Ryoanji, en donde tantas veces me atreví a desear lo invisible… —ay, qué hermoso tener hermosos recuerdos, recordar…

He vuelto a Japón una docena de veces más, y siempre que puedo regreso a mis lugares especiales, inolvidables, de aquel primer viaje —los viajeros de verdad sabemos que siempre volvemos, aunque sea en medio de otras rutas, a nuestros lugares inolvidables… es que somos unos melancólicos. La condición del viajero es regresar algún día… a nuestro lugar de origen, a nuestros escenarios preferidos, a las ciudades y los territorios inolvidables en donde escribimos nuestros deseos más íntimos sobre una hoja en cualquier árbol o en la arena de una playa aquel nombre deseado… —vete tú a saber por qué los viajeros siempre volvemos a donde sea que nuestro recuerdo nos lleva… ¿O es el deseo mirándose al espejo?… Ay, con tanto recuerdo japonés se me ha abierto el apetito… Lo que daría ahora por comerme unas buenas raciones de pescado fresco en los chiringuitos alrededor del mercado de pescado de Tokio, el Tsukiji, uno de los espectáculos más fascinantes que pueden verse en el mundo… Siempre que voy a Tokio al menos voy una vez al Tsukiji; tienes que estar allí no más tarde de las cinco de la mañana (aprovecho mis noches de jet lag)… —quédate durmiendo, amor, volveré cuando despiertes; voy a intentar suicidarme nuevamente con fugu, el pescado venenoso… no temas, no me he muerto todavía y mira que lo he intentado… creo que estoy inmunizado a ese veneno y a la muerte heroica… ¿Serán tu amor y nuestras petit mort de cada día el antídoto perfecto, no?...


Fotos: "Issey Miyake store", "Escena en el Tsukiji", "Habitación en el Yamanoue Hotel"; Tokio, junio 2004

lunes, febrero 18, 2008

Los secretos que aprendí en Valdrada (II)


... Cuando llegó la noche, recibí la gracia, / las puertas del altar se abrieron, / y brilló en la oscuridad, en el espacio / la desnudez, y se inclinó lentamente, / y despertando, pronuncié: "'¡Benditas seas!", / y en seguida percibí la insolencia / de esta bendición. Dormías, / y para pintar tus párpados de aquel azul eterno / las lilas se inclinaron hacia ti desde la mesa. / Tus párpados azules ahora estaban / serenos, y tibias tus manos.


Fragmento de Los primeros encuentros: poema de Arseni Tarkovski (1907-1989), traducido por Irina Bogdaschevski


Foto: Floración de Iris, Parque Koishikawa Korakuen, Tokyo; junio 2004

Los secretos que aprendí en Valdrada (IV)


… Al despertarte, había transformado / el común lenguaje cotidiano / y con renovada fuerza se colmó la garganta / de vocablos sonoros, y la palabra "tú", tan liviana, / quería decir "rey" ahora, revelando su nuevo significado. / De pronto, en el mundo todo ha cambiado, / hasta las cosas simples, como la jarra, la palangana, / cuando se erguía en medio de nosotros, cuidándonos, / el agua, dura y laminado.


Fragmento de Los primeros encuentros: poema de Arseni Tarkovski (1907-1989), traducido por Irina Bogdaschevski


Foto: Tsukubai de un jardín en Kamakura, Japón; junio 2004

viernes, febrero 01, 2008

Hidetoshi Nagasawa, el maestro de los jardines mentales




Hidetoshi Nagasawa (Tonei, Manchuria, 1940) es uno de los artistas con mayor reconocimiento internacional y admiración en el ámbito de la escultura y los proyectos de arte público, especialmente en Europa y Japón. Nacido casualmente en Manchuria mientras la ocupación japonesa de aquellos territorios, a Nagasawa se le podría adjetivar objetivamente como “artista universal”, tanto por sus múltiples intereses estéticos y existenciales —orientales u occidentales, indistintamente— como por su trayectoria humanista, sus experiencias vitales en todo caso alejadas de cualquier particularismo cultural o simplificación nacionalista.

Tras un primer periodo de formación en arquitectura e interiorismo en la prestigiosa Taima Daigaku de Tokio, y antes de decidirse definitivamente por el camino del arte en vez de ejercer de arquitecto, Nagasawa realizó en 1966-1967 un “heroico” viaje en bicicleta que le llevó de Japón a Italia en dieciocho meses —como un peregrino en búsqueda de su propio camino de “iniciación”— atravesando toda Asia y parte de Europa. Este viaje iniciático le dio a conocer, entre otras distintas realidades culturales y paisajes, Tailandia, India, Pakistán, Irak, Afganistán, Siria, Turquía, Grecia y finalmente Italia, orientando decisivamente su vida posterior y por supuesto el sentido de su arte. Una vez alcanzada la “meta” inesperada de su viaje, Milán —en donde le robaron su bicicleta, acaso por voluntad del destino—, Nagasawa inició allí su ejemplar biografía artística: primero en el campo del performance y el conceptualismo, y desde 1972 en el más extenso territorio de la escultura y las instalaciones y ambientes (con cierto espíritu constructivo y arquitectónico, lo que le caracteriza significativamente). Desde mediados de los años 90’ Nagasawa viene desarrollado un nuevo proyecto estético que nos ha proporcionado hasta ahora más de una veintena de obras realmente excepcionales: se trata de espacios estéticos animados en muchos aspectos por el alma del jardín japonés de origen zen, por su complejo universo referencial, pero a su modo de sentir y manera de hacer. En sentido estricto, podemos afirmar que Nagasawa es el renovador del jardín japonés tradicional, el creador del jardín japonés contemporáneo, más allá de las copias anteriores más o menos afortunadas de modelos de jardín del siglo XVIII o sus mixtificaciones elaboradas sobre todo por jardineros —ilustrados, por supuesto— o paisajistas de cualquier sensibilidad. En mi opinión, los espacios-jardín “mentales” creados por Nagasawa son algunas de las realizaciones más hermosas y sugestivas del arte de las últimas décadas. Su personalísimo proyecto artístico ha sido reconocido y valorado en grandes muestras internacionales tales como la Bienal de Venecia, en donde ha sido invitado a participar en numerosas ocasiones desde 1972, la Documenta de Kassel de 1992 y decenas de exposiciones individuales y colectivas en Europa y Japón. Su primera exposición individual en España la realizó en la Fundación Miró de Mallorca, en 1996.

Reconocemos fácilmente las obras de Nagasawa por su particular sentido minimalista —en muchos aspectos distinto del estilo internacional—, por sus inquietudes constructivas, esa proverbial búsqueda del equilibrio natural de las cosas, los volúmenes, su significativo lirismo, y sobre todo su magistral técnica escultórica en piedra… Se trata de obras hermosas y serenas, seguras de su capacidad de atraer y seducir la mirada del espectador por su belleza y equilibrio, a la vez que sorprender y maravillar por su esencialidad formal, por esas excepcionales calidades que nuestro escultor alcanza en cualquier material, sobre todo en mármol. Pero además de lo que vemos y percibimos, de la evidente belleza y perfección material de las esculturas de Nagasawa, en sus obras siempre hay un cierto halo de misterio, una estela de poesía metafísica. Nagasawa reflexiona en sus esculturas e instalaciones sobre lo visible y lo invisible, sobre el vacío, sobre la tensión y el proceso dinámico de las cosas esencialmente en tránsito, transformándose y transformando el mundo que las contiene pese a su aparente estatismo y equilibrio… Su afán constructivo, casi arquitectónico, es sobre todo una estrategia para explorar y alcanzar los límites, incluso aquellos que parecen irracionales… más o menos como se comporta la naturaleza instintivamente. Desde luego sus intereses y preocupaciones filosóficas respiran aires originales de oriente, especialmente aromas de pensamiento Zen, pero también inspiraciones de estética taoísta, y otras de origen más próximo a nuestra sensibilidad, como el idealismo platónico o las teorías científicas sobre los números y las proporciones, etc. En todo caso vibraciones del alma universal de Nagasawa, silencios tan elocuentes como locuaces…

A Hidetoshi le llamo “amigo maestro”, que lo es… Es uno de mis maestros… Es uno de mis más íntimos amigos… —Hace tiempo que deseaba escribir sobre ti, Toshi; esto sólo es el prólogo de algo mayor y más profundo que preparo y espero terminar antes del verano. A lo mejor entonces te lo leo cara a cara, en capítulos diarios, mientras nos regalamos erizos de mar en el Salento, esos bichitos que nos gustan tanto y devoramos docenas y docenas cada día cuando estamos juntos; allí o en la costa siciliana, mirando al mar y las islas de ese inmenso jardín mediterráneo frente a tu casa… Tú ya sabes de qué hablo.

Fotos: Nagasawa, erizos del Salento, esculturas-instalaciones-jardín mentales de Nagasawa en la isla de Ischia, Italia; verano de 2006