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viernes, mayo 09, 2008

HISTORIAS DE UN TUAREG EXISTENCIAL (II)... —última historia de Pau Llanes


El primer texto que compuse para Arterapia Sentimental ahora hace poco más de tres meses fue HISTORIAS DE UN TUAREG EXISTENCIAL (I)… No creo que lo hayáis leído todos vosotros y eso que el primer capítulo —dicen—da sentido siempre a una historia… Yo sí que leo los primeros textos y entradas a vuestros blogs. A lo peor me equivoco y no son tan significativos como pienso, pero en mi caso sí… Mi primer texto era un manifiesto de mis intenciones aunque no lo pareciera —ya sabéis cómo me gusta encriptar y ocultar mis intenciones… Pues bien, hoy voy a concluir aquella historia (verídica) con la que inicié mi blog: la historia de William & Florence Morden y del libro The Garden of Kama (El jardín del Amor) que hace años encontré y compré en New York, justo al lado donde vivía entonces, en cuyo interior había un exlibris que de algún modo es también mi lema y epitafio secundarios: El mundo es un libro del cual no se ha leído nada más que la primera página si no se ha abandonado alguna vez el lugar en donde nacimos… Os invito a leer de nuevo aquel primer texto y continuar luego con éste último… En los siguientes párrafos os relataré mis investigaciones, confesaré mis intuiciones, y todo lo que fue descubriendo de los Morden durante unos días del pasado mes de enero nada más inaugurar Arterapia Sentimental. En muchas ocasiones en estos meses tuve la tentación de publicar esta entrada —es decir esta salida—, pero preferí guardarla para mejor momento; qué mejor o peor día que hoy…

Era lunes 28 de enero. Hacía dos días que había inaugurado por fin mi blog Arterapia Sentimental después de haberme demorado durante meses buscando sentido y justificaciones literarias y existenciales para hacerlo. Había pasado todo el fin de semana aprendiendo los rudimentos de cómo componer un blog en Blogger y sobre todo eligiendo mi primer texto-manifiesto… Lo titulé HISTORIAS DE UN TUAREG EXISTENCIAL (I) y en él declaraba mi condición de viajero, y no sólo de paisajes del mundo, sino también espeleólogo de interiores existenciales, del amor y no sé cuántas cosas más… Aquel texto inaugural incluía una extensa referencia al hermoso libro The Garden of Kama (El jardín del Amor) que hacía años había encontrado en New York, contaba mis sucesivas e involuntarias pesquisas hasta dar con el autor de la leyenda de su exlibris, mis fracasos en saber quienes eran sus antiguos propietarios, los “William & Florence Morden”… No sé por qué pero aquella tarde de lunes me puse a buscar otra vez, ahora obsesionado, sus verdaderas historias. De inmediato comencé a meter en Google sus nombres, a cruzarlos, a buscar entre las entradas que me ofrecía el buscador… —mientras tanto iba imaginando una historia, acaso el embrión de una nueva novela que dedico ahora a mismo a una Guiomar desconocida…

Mis pesquisas sobre los Morden comenzaron por supuesto en Google: “William Morden”… clic… —840 entradas encontradas en 0,19 segundos… La primera hora abriendo páginas referenciales fue frustrante: decenas y decenas de árboles genealógicos sin ningún dato de relevancia. Una de ellas me regalo al menos una pequeña recompensa: “William Morden, cautivo de los Mongoles” —apuntaban unas líneas de un libro de viajes: Historias clásicas de viajes y aventuras de National Geographic… Claro que podía ser “mi” William Morden, supuse; se refería a un viajero… —pero ha habido tantos en nuestra historia reciente. ¿Y si no era un viajero sino simplemente un lector de libros de viajes?... Obstinado —“pinghead”—, continué abriendo y cerrando páginas nada más darles un vistazo… hasta que por fin en la entrada 127 encontré la primera pista eficaz en mi aventura de reconstruir la biografía desconocida de los Morden. El encabezamiento decía así: “Ernest Hemingway Message Boards”… cliqué esperanzado y en la página dedicada a Hemingway —por cierto, además de un magnífico escritor, un arriesgado viajero e insistente explorador de paisajes exóticos y profundos interiores, un melancólico contumaz además de alcohólico exquisito y suicida ejemplar— encontré una valiosísima referencia a un tal William Morden: era una noticia sobre un libro escrito por un viajero con tal nombre —Our African Adventer (sic)—, en la que se narraban sus cacerías y exploraciones en África junto al mítico cazador profesional Phillip Parcival; también se comentaba que Morden , junto a un tal Clark habían participado en una expedición por los Pamir rusos y el Turkestan chino, además de citar otros viajes suyos por el norte de Asia, el distrito Turkena en Kenia, etc… Con apenas estos datos estaba seguro —lo intuía— que ese William Morden era “mi” William Morden… No sé, son corazonadas, cómo te lo explicaría yo… revelaciones, extrañas certezas invisibles de alguien que está acostumbrado a vivir al dictado de sus intuiciones y presentimientos; yo sabía que ese era el hilo de plata que tenía que seguir… punto.

Volví al buscador Google e introduje el título del libro de William Morden, pero corrigiendo el erróneo “Adventer”; escribí correctamente “Our African Adventure” e hice el esperanzado clic: 1940 entradas en 0’04 segundos… —qué fiasco, aunque parezca lo contrario. No fue fácil encontrar otra referencia válida para mi investigación con este título. Y es que la frase Our African Adventure (nuestra aventura africana) es muy común y socorrida entre todos aquellos que escriben sobre sus experiencias en África y depositan sus textos en la Internet. Así que después de leer innumerables chorradas al respecto de viajes contemporáneos, más bien de turistas que de auténticos viajeros, fui a dar a unas referencias más consistentes… Por ejemplo una librería on-line en la que señalaban este libro como escrito por “William Morden and Irene”, publicado en 1954 —reconozco que me extrañó y mosqueé por el nombre de Irene que aparecía junto al suyo: ¿Es que no se llamaba Florence su compañera o esposa?

¡Por fin una información sustancial en la entrada 59… —confieso que ya estaba a punto de abandonar esa vía de búsqueda por el título de su hipotético libro de viajes. La pista era la siguiente: en la página sobre la colección de etnografía africana del Yale Peabody Museum se dice que algunos de los objetos más preciosos de la colección fueron coleccionados por William e Irene Morden… —mejor dicho: entonces me entero que William en realidad se llamaba “William J. Morden”; claro, por eso no encontraba casi nada de él; ¡faltaba la J!... La nota sobre Morden confirmaba y ampliaba mis datos anteriores: Coronel William J. Morden, explorador, cazador y coleccionista

Una nueva búsqueda, ahora de “William J. Morden”, me reportó 64 entradas en 0’148 segundos, cada vez más precisas y ricas en información. Por ejemplo, la cuarta referenciaba un artículo en National Geographic en español —En búsqueda del Argalí de Marco Polo (diciembre 2003): “En enero de 1926, William J. Morden y James L. Clark, del Museo Americano de Historia Natural, partieron hacia Asia Central con el propósito de conocer la situación de la población del argalí —Ovis ammon polii— de Marco Polo en el Turkestán ruso, y de paso cazar para los museos de zoología algunos ejemplares de esta singular oveja salvaje. La llamada Expedición Morden-Clark a Asia recorrió en nueve meses 12.700 kilómetros, desde el océano Índico hasta el mar Amarillo, atravesando la accidentada orografía del «techo del mundo». A su regreso, el expedicionario plasmó sus impresiones en un reportaje publicado por la Geographic en octubre de 1927. Dejamos, pues, al lector recrearse con un extracto de tan extraordinarias experiencias relatadas por el propio Morden… —Texto de William J. Morden; fotografías de la Expedición Morden-Clark a Asia; publicado en National Geographic en Octubre 1927… ¡Éste era mi Morden!

La octava entrada —“AMNH Library Special Collections”— ya fue demasiado… La Biblioteca de Colecciones Especiales del American Museum of Natural History reseñaba la colección de documentales visuales, films, realizados por Morden en sus viajes, nada menos que de 1922 a 1956 —entonces supe que William J. Morden había nacido en 1886 y fallecido en 1958, a los 72 años de edad… Leyendo detenidamente las sinopsis de los contenidos de sus filmes he podido componer el primer guión de su biografía como viajero, sus aventuras por mundos peligrosos que conoció y exploró con riesgo, algunas circunstancias excepcionales de sus viajes, etc. Y lo más decisivo: aquí descubrí por primera vez a Florence Morden a su lado, su primera esposa con quien compartió vida aventurera, viajes fascinantes, exlibris, la leyenda sobre la vida como libro abierto y como viaje que hice mía hace tanto tiempo, y sobre todo su joya literaria —The Garden of Kama— que hace años encontré (¿por azar; por necesidad?) en New York y ahora me pertenece…

En una de las películas de sus viajes conservada en el American Museum of Natural History, titulada Beyond the vale of Kashmir, fechada en 1922-24, se recoge una expedición del primer matrimonio Morden a África y Asia en esas fechas. Los contenidos de las imágenes se reseñan telegráficamente: “Vistas panorámicas de los Himalayas a sus espaldas. La expedición en su trayecto hacia el Valle de Kashmir atraviesa el Tibet occidental. El cámara Herford Tynes Cowling filma retratos de gente tibetana y algunas de sus actividades. En el pueblo de Mulbik visitan una colosal estatua de un dios de cuatro grandes brazos en la pared de la montaña. En Srinagar, en el Riío Jhelum, William James y Florence H. Morden se alojan con un coronel británico en una elegante mansión flotante repleta de hermosas obras de arte y mobiliario”… etc. Saber por fin de Florence H. Morden me llevó a abrir una nueva ventana en mi pantalla y ensayar nuevas búsquedas para ella con Google. Así pude saber que su esposo William había publicado a sus expensas en 1940 un libro póstumo en homenaje a Florence, fallecida el año anterior: From the Field Notes of Florence Morden, que hoy es una rareza bibliográfica y espero comprar pronto alguno de sus escasos ejemplares… Que la misma Florence H. Morden había publicado también en vida en la National Geographic: The Oriental Pageantry Of Northern India, con textos de Florence —incluyendo un ensayo, House-boat Days in the Vale of Kashmir, ilustrado con fotografías a color de Francis Price; National Geographic Magazine, octubre 1929… Por algunas referencias en las fichas bibliográficas del libro póstumo de Florence H. Morden sabemos que ésta acompañaba a su marido en muchas de sus expediciones: por ejemplo de cacería del tigre por la India en 1924, en otras cacerías por Africa oriental en los años veinte, en la anteriormente comentada travesía hacia el Valle de Kashmir, y que incluso estaba en Beijing esperando a William James a su retorno del azaroso viaje al Pamir y al Turkestán, tras su cautiverio temporal con los mongoles… Reconozco la valentía de esta mujer, su lealtad, su más profunda y entrañable implicación en aquel proyecto de vida en común y la envidiable complicidad con su esposo William hasta la muerte.

Por los contenidos de sus películas guardadas en el American Museum of Natural History, he podido seguir en primera instancia algunos de los viajes de William James Morden desde los años veinte hasta su muerte en 1958. Entre 1922 y 1924 visita por primera vez África oriental, Kenia, Uganda y Sudán, y también India, Birmania, Cachemira, Tibet, Sikkim, Ceilán, Java, Sumatra, Indochina, los templos de Angkor Wat en la actual Camboya, Japón y China… ¡Increíble!... Junto a Herford Tynes Cowling va a cazar ibex alpinos y a visitar monasterios en el norte de Pakistán y la India… atravesando el Tibet occidental y la Cachemira, como antes he señalado… En 1926, junto a James Lippitt Clark emprende su expedición al Asia central, al territorio ruso de Pamir y al Turkestán chino en búsqueda de unas extrañas cabras de fina lana —argalí (Ovis ammon polii)— de las cuales Marco Polo hablaba con admiración en sus narraciones. Los exploradores cruzan los Himalayas y las montañas Karakoram hacia los restringidos territorios rusos de la Meseta de Pamir y la región de Turfan en el Turkestán chino; frustrado un encuentro previsto con un tercer expedicionario, Roy Chapman Andrews, Morden y Clark se adentran imprudentemente en Mongolia sin permisos ni credenciales… Clark y Morden son capturados por los soldados mongoles y torturados en la creencia de que en realidad son espías… Rescatados por soldados rusos, cruzan las Montañas Atlas y en el Transiberiano son conducidos al extremo oriente, llegando por fin a China, a Beijing, donde les esperaba Florence… Sin duda se trata de una epopeya moderna, una de las expediciones más fascinantes y heroicas que un viajero podía hacer en aquellos convulsivos tiempos, incluso en la actualidad. Fruto de esa experiencia, William J. Morden escribió y publicó un extenso artículo con la crónica de aquel viaje para National Geographic MagazineCaravan across Central Asia; v. 52, no. 4, Oct. 1927— y un hermoso libro monográfico: Across Asia's Snows and Deserts; New York, ed. Putnam, 1927.

En 1928 encontramos a Morden en Rusia recavando permisos y estableciendo alianzas con la Academia de Ciencias Soviética para su posterior expedición por Siberia; visita Leningrado y Moscú, registrando los monumentos rusos y las celebraciones del aniversario de la Revolución Bolchevique. Meses después, ya en 1929, William viaja otra vez a Asia central, esta vez a la Rusia soviética y Siberia orientales. En su correspondiente film conservado en la AMNH vemos imágenes de las ciudades de Samarkanda y Bukhara, las estepas de Kazajistán, pueblos de la Siberia oriental, paisajes de la taiga siberiana… en ellos aparece profusamente William James, a la edad de cuarenta y tres años, acaso excesivamente avejentado por los rigores de sus viajes, con poblada barba y una hermosa mirada que mira a lo lejos y desde lejos.

Después de esas fechas no he encontrado ninguna otra referencia a los Morden hasta 1939 —fecha del fallecimiento de Florence— y 1940, cuando William publica póstumamente los apuntes de campo de su esposa. Doy por supuesto que durante aquel tiempo repasarían las notas y recuerdos de sus viajes en su casa en New York o en los alrededores, disfrutarían de su hogar y sus libros —también de The Garden of Kama, por supuesto (libro que compraron en Calcutta en uno de sus viajes)— y cuidarían de sus hijos, que ignoro si los tuvieron o no. Ojalá fueran felices…

Parece ser que William Morden participó en la Segunda Guerra mundial, aunque no sé en calidad de qué, seguramente como asesor o en la Inteligencia, por su edad, y fue licenciado con el honor de Coronel. En 1947, cuando William tiene ya 61 años, emerge otra vez liderando una gran expedición, esta vez a África, subvencionada por el AMNH. De New York viajan a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica: aparece por primera vez su segunda esposa, Irene Morden… No es ahora el momento de describir con todo detalle la expedición de William e Irene Morden, solo apuntar que cruzaron de sur a norte todo el continente africano, cuyas etapas más sugestivas son las siguientes: la Reserva de Transkei, la Rhodesía del Sur, las Matapo Hill de Zimbabwe, Nairobi, la desolada región de Lodwar en búsqueda del pueblo de los Turkana, la “excursión” al Lago Rodolfo, diversos trayectos por Kenia, una exótica “excursión” a Zanzíbar, visita a Potha Farm, la finca de su amigo el famosísimo cazador profesional Phillip Parcival, el encuentro con los Kikuyus en la frontera norte de Kenia —mientras tanto compran objetos indígenas, recolectan documentos visuales de las tribus que conocen, cazan y capturan todo tipo de animales, etc… Siguen su periplo por Uganda, Ruanda, Burundi el entonces Congo belga (ahora Zaire) —en donde conocen pueblos pigmeos—, para luego ascender, desde sus orígenes en el Lago Victoria, por el curso bajo del Nilo bien siguiendo su ruta directamente o zigzagueando: las cataratas Murchison y el Lago Alberto, Juba, Jartún… Después se dirigen en tren a Wadi Halfa, buscando las culturas del Desierto de Nubia, y más allá, hacia el norte, atravesando el desierto Libio, llegan a El Adem, su última etapa en África… La expedición regresa a casa atravesando el Mediterráneo —Malta, Marsella, Cannes—, de allí a París, y por fin Inglaterra, de donde parten de vuelta a New York embarcados en el trasatlántico Queen Mary… Ufff… qué maravillosa locura…

De Irene Morden no he encontrado ninguna noticia anterior a este viaje con su esposo William. Parece que Irene era más joven que él, pero ya no una jovencita inexperta; incluso en una nota creo deducir que tenía hijos mayores… Lo cierto es que Irene rejuveneció y renovó las ilusiones del sesentañero William y que, al igual que su anterior esposa, nuestra Florence H., fue su inseparable compañera, su colaboradora en los preparativos de los viajes, su fotógrafo cámara en ristre o filmando documentales, su cómplice escribiendo las crónicas y artículos de sus viajes. En 1953 volvemos a encontrar al matrimonio Morden en África, esta vez acompañados por los coleccionistas Walter Moesch y Lili Braun, dirigiéndose al Etosha Park en la actual Namibia. Tras un prolijo recorrido por las tierras de Namibia, se dirigieron luego a la actual Bostwana, Rhodesia (entre las actuales Zimbabwe y Zambia), Angola y Elisabethville (la actual Lubumbashi), etc… En 1954 sale a la luz el fantástico libro al que antes me referí, escrito en común —Our African Adventure, Londres: Seeley Service, 1954—, profusamente ilustrado con mapas de sus recorridos durante la expedición de 1947, viñetas y fotografías…

La última expedición de William J. Morden a África, en 1956, vuelve a estar documentada visualmente en el American Museum of Natural History: fue un viaje organizado por el Peabody Museum of Natural History de la Universidad de Yale para coleccionar piezas etnográficas y especimenes zoológicos. El viaje comenzó otra vez en Namibia, en tierra de los Owambo, para retornar después al Parque de Etosha; luego la expedición continuó por la región de Natal, en Sudáfrica… para más tarde dar un salto a Kenia y la región de Tanganika, entonces ya cazando, visitando Nairobi, la frontera norte del distrito de Isiolo, la Reserva de Marsabit, Ambesoli, Arusha, Ngorongoro y los Llanos del Serengeti… haciendo excursiones al Monte Kenya, al Lago Paradise, al Lago Magadi y al Kilimanjaro, la altura máxima de África… En el documental puede verse a la misma Irene cazando y cobrándose las pieles de un león negro, un leopardo e incluso un rinoceronte, siendo homenajeada por las mujeres Masai por sus hazañas de experta cazadora… Poco después de su retorno a New York, William James Morden muere a la edad de 72 años… Una vida, memorable, sin duda… que merece ser recordada con admiración —lo que ahora hago en este texto en su homenaje.

Por último, he podido encontrar una breve reseña biográfica de William J. Morden que completa los datos y referencias que hasta ahora he recolectado en mis pesquisas en la Internet: Que nació el 3 de enero de 1886 en Chicago, hijo de una familia acaudalada dedicada a la fabricación de materiales ferroviarios… que estudió y se graduó en el Sheffield Scientific School de la Universidad de Yale… que tras su graduación trabajó como Ingeniero en la Bag and Paper Corporation (1908-1922) y que tras esa primera etapa laboral, seguramente aburrida y convencional, se dedicó el resto de su vida a sus viajes soñados y a sus peligrosas aventuras por Asia y África… Parece que su primer viaje de exploración lo realizó en el territorio norteño americano del Yukon, en 1921, lo que seguramente le estimuló a dedicarse de lleno a esta actividad… William James Morden fue director del Explorers Club y miembro honorario y asociado en tareas de campo del American Museum of Natural History; fue escritor de viajes y colaboró asiduamente con el National Geographic Magazine… William James Morden murió en Chappaqua, Long Island, el 23 de enero de 1958… Su segunda mujer y compañera, Irene, le sobrevivió hasta 1972 —pero por ahora desconozco las circunstancias y hechos relevantes de su viudez y de su muerte, y desde luego no tengo ni idea de las vicisitudes posteriores de su legado común… De todo ello sólo sé que en la primavera de 1998, en Broome St., justo al lado de la casa en donde yo vivía entonces en New York, tuve la fortuna de comprar a un vendedor ambulante un hermoso ejemplar ilustrado de The Garden of Kama de su edición de 1920… y que en su interior encontré un exlibris que delataba una anterior propiedad de este libro de William & Florence Morden, de los que ahora por fin ya conozco algunos fragmentos significativos de su biografía… La leyenda impresa en este exlibris es aquella frase que atribuí a Morand al inicio de mi poema y luego restituí a San Agustín: “The world is a great book of wich they who stay at home read only a page”… —El mundo es un libro del cual no se ha leído nada más que la primera página si no se ha abandonado alguna vez el lugar en dónde nacimos.

Los Morden —William, Florence, Irene— leyeron todas las páginas del libro que les regaló el Destino. Yo las mías propias y las de otros viajeros tan melancólicos como yo… También leo de vez en cuando poemas de “su” (mi) The Garden of Kama:

This passion is but an ember
Of a Sun, of a Fire, long set,
I could not live and remember,
And so I love and forget.


You say, and the tone is fretful,
That my mourning days were few,
You call me over forgetful —
My God, if you only knew!


Recuerdo que fue San Agustín quien dijo: “Ama, y haz lo que quieras”… Obedezco; obedece…


Fotos: "Mi jardín del amor en Essaouira (de madrugada)", mayo 2007.

"Broome St. Home, NY", New York, enero 2005: frente a la puerta del loft en el que viví en NY grandes temporadas, de 1997 a 2000, compré a un vendedor ambulante mi ejemplar de The Garden of Kama. Años después, paseando una mañana de domingo, fuí a parar a "mi casa" sin querer... Sobre la fachada del loft una joven pintora naif había instalado una exposición temporal de sus obritas... Recordé toda mi vida aquellos años felices en esta casa... Pensé en las bromas que nos hace la vida, en sus paradojas... Aquella muchacha no sabía quién era la propietaria de aquel loft que le servía de improvisada galería en la calle, quienes habitaron aquel lugar, sus personajes carismáticos. No sabrá nunca que tras aquel muro de cuarterones de vidrio se crearon algunos de las obras más memorables del arte y la música contemporáneos... ¿Y para qué saber algo que ni le va ni le viene? Ella era feliz a su modo... Le compré un cuadrito que me agradeció con una sonrisa inolvidable...

Portada y algunas páginas interiores de The Garden of Kama

sábado, mayo 03, 2008

Lou Reed, Berlín y la Melancolía que nos parió...

He leído que Lou Reed actuará próximamente en España, en el verano —Málaga, Madrid, San Sebastián, Sant Feliu de Guixols, Benidorm (21-26 de julio)—representando su “obra magna” Berlin, seguramente uno de las colecciones musicales más dolorosas de la historia del rock —por cierto, un giro de 180º con respecto a su anterior disco, también mítico, excepcionalmente glamoroso, Transformer… La naturaleza oscura del Berlin (1973) de Lou Reed, su desolada y agobiante atmósfera, son sublimes; me conmueve y apasiona absolutamente desde que compré este disco por primera vez en 1975. Es fascinante como una obra de semejante tristeza puede resultar tan adictiva —por cierto, la melancolía es adictiva. Lou elabora un material musical y textual sumamente complejo que hace aflorar lo más oscuro de la sociedad: suicidio, depresión, vicios, paranoia y melancolía neurótica… Estoy totalmente de acuerdo con “Batista inteligente” cuando afirma que se trata de “un oscuro y gótico retrato de la realidad mas descarnada vista por los ojos de un bohemio”, y también “el equivalente musical de poner a un chico drogadicto y depresivo en medio de una tienda de dulces narcóticos mientras escribe canciones de soledad, muerte, suicidio, depresión y maltratos”… Desde luego es una obra memorable… Y conozco de primera mano su sentido, las condiciones personales y existenciales que la alumbraron… Berlin sólo pudo ser creada en Berlín, ciudad melancólica y depresiva como pocas… Como El último tango en París sólo tiene un único escenario ideal… Curiosamente, ambas obras, disco y película, fueron editadas en 1973 —siempre me ha sorprendido esta coincidencia, su común melancolía; y con ambas obras me siento tan (no sé como decirlo).

Berlín es una ciudad privilegiada por el arte y la creación artística —en la actualidad e históricamente—, por escritores, filósofos, músicos, actores, artistas visuales, etc. Ha sido y es una ciudad de arte y artistas geniales, es decir, melancólica —este carácter psicológico colectivo que le atribuyo no es una simple licencia literaria, no, por supuesto; conozco muy bien Berlín —la he vivido con emotiva intensidad desde mi primer viaje en 1987—, viven allí grandes amigos con los que he confrontado mi opinión, cómplices-artistas que han reflexionado conmigo al respecto: todos estamos de acuerdo sobre la melancolía berlinesa…

Desde la antigüedad se ha señalado la relación entre la creatividad —o más precisamente la genialidad, allí donde la capacidad creadora alcanza su máxima expresión— con algún grado de patología mental, aunque autores modernos, como Rudolf y Margot Wittkower —Nacidos bajo el signo de Saturno— hayan argumentado suficientemente lo contrario. Aristóteles ya expresaba ese juicio en una pregunta hasta cierto punto capciosa: “¿Por qué todos los hombres extraordinarios son melancólicos? (…) hasta tal punto, que muchos de ellos sufren de manifestaciones patológicas cuyo origen está en la bilis negra". Los filósofos y escritores de la Grecia Clásica entendían por “melancolía” la condición de aquellas personas que sufrían oscilaciones de ánimo tanto hacia la euforia (o manía) como hacia la depresión; lo que Kraepelin denominó en tiempos modernos “psicosis maníaco depresiva”, y más tarde, casi a finales del siglo, “enfermedad bipolar”. Lo interesante en nuestro contexto es que tanto Platón como Aristóteles distinguieron dentro del amplio campo de la melancolía dos formas diferentes de euforia como de depresión: el primero separa la “manía divina” de la manía patológica —del “loco exaltado”—, mientras el segundo separa la melancolía de los genios de la melancolía como enfermedad, sin desconocer el hecho que pueden existir individuos en los cuales la melancolía genial se transforma en enfermedad propiamente dicha. Esta distinción de los filósofos griegos fue olvidada durante siglos, siendo rescatada recientemente, en 1961, por el psiquiatra alemán Hubertus Tellenbach, quien basó una buena parte de su revolucionaria teoría sobre la enfermedad depresiva en estas distinciones griegas, así como también en las descripciones que hicieron de los rasgos de personalidad de los melancólicos. Fue así como Tellenbach describió primero el “typus melancholicus”, propio de las formas monopolares de depresión, y años más tarde el “typus manicus”, personalidad característica de las formas bipolares.

Pero Tellenbach no se circunscribió sólo al mundo de la patología, sino que investigó en el campo de la literatura y la filosofía para buscar en los genios estos estados de ánimo alterado, en cierto modo no patológicos, enunciados por los filósofos griegos. Descubrió que muchos personajes de la gran literatura universal —y también muchos de los creadores de esos mismos personajes— muestran signos evidentes de esta suerte de “melancolía sin depresión”, como es el caso de Hamlet, entre los personajes literarios, y los poetas von Kleist, Grillparzer y Baudelaire, y los filósofos Kierkegaard y Nietzsche, entre otros creadores geniales… Para Tellenbach la melancolía consiste en el fracaso de la capacidad de trascender hacia la obra creadora: “Melancolía es estar dominado por la torturante sensación de no poder liberar (de una suerte de encierro) a la propia capacidad”. La diferencia entre la melancolía y la depresión patológica parece radicar entonces en el hecho que esta última compromete mucho más la corporalidad y los ritmos vitales que aquella. Kay R. Jamison, en un exhaustivo y reciente estudio sobre el tema, afirma que gran parte de los genios, tanto de la literatura como la pintura y la música, han sido maníaco-depresivos o han sufrido al menos de una depresión mayor. Su estudio se basa en las biografías de estos genios, así como en algunos antecedentes genéticos. Los casos más estudiados por ella son Lord Byron, Robert Schumann, Hermann Melville, Vincent van Gogh y Ernest Hemingway. No hay duda que estos personajes de la cultura universal sufrieron de alguna enfermedad mental severa, muy probablemente de una enfermedad bipolar, además que todos tenían antecedentes hereditarios.

Tellenbech introduce un concepto muy interesante, la palabra alemana “schwermut”, un término que define un estado peculiar de melancolía… Un ejemplo de ello podría ser el filósofo Kierkegaard, quien describe su depresión con estas palabras: “Estoy tan abatido y carente de alegría que no solamente no tengo nada que pueda satisfacer mi alma, sino que ni siquiera puedo imaginar lo que la pudiese saciar”, mientras que en otro de sus libros relata así la salida desde estos estados de melancolía:”Me levanté una mañana y me sentí extraordinariamente bien; este bienestar fue aumentando hacia el mediodía y justo a la una de la tarde había alcanzado la cima... cada pensamiento se presentaba festivo... todo lo existente estaba como enamorado de mí...”. También Nietzsche utiliza numerosas veces el término alemán “schwermütig” (melancólico), derivado del adjetivo “schewer” que significa pesado. Resulta interesante vincular el tema al llamado “espíritu de la pesadez” que acosa a Zaratustra; el espíritu de la pesadez sería el genio de los valores ajenos, mientras que Zaratustra invita a “soportarse” uno mismo, “amarse a sí mismo”. También en alemán para denominar la melancolía se utiliza el vocablo “melancholie”, que es igualmente empleado por Nietzsche en numerosos momentos de su obra. Se establece así pues una diferencia entre la melancolía —“melancholie”— sin más, como estado pasajero, y “schwermut”, acepción que tiene casi una correspondencia religiosa… En la obra de Baudelaire, el “spleen” —“Quand le ciel bas et lourd pèse comme un couvercle”— va a ocupar un papel central, y en muchos sentidos se parece al “schwermut” alemán y nietzscheano: “Spleen” va a ser la desgana vital que afecta al habitante de las grandes urbes, la enfermedad de la modernidad…

Así como existen una depresión como enfermedad y una depresión como estado particular del “genio creador” —o melancolía— también hay que referirse a la “angustia” y la ansiedad… ¿Existen una angustia y una ansiedad necesarias para la creatividad? ¿Cómo podría alguien crear en ese estado? Una interpretación positiva de la angustia creativa es la que señala M. Heidegger: para el filósofo alemán la angustia es una disposición afectiva fundamental, puesto que, a pesar de la desazón que implica, es capaz de poner al ser humano tanto frente a la desnudez del mundo (que es lo que propiamente “angustia en la angustia”) como frente a su propia soledad y desde ahí rescatar la posibilidad de una existencia auténtica. La experiencia de la angustia, según Heidegger, es lo que permite salvar al hombre de su natural tendencia a la “caída”. El poeta checo Rainer Maria Rilke fue uno de los grandes “melancólicos” del arte, de la poesía contemporánea… En su extensa correspondencia con Lou-Andreas Salomé y con la Princesa Marie von Thun und Taxis podemos seguir sus periódicas recaídas melancólicas, su angustia y ansiedad creativa, sus reflexiones al respecto. Un estado en el que lo más significativo era su incapacidad y falta de inspiración, la improductividad; angustia que también está presente durante los estados de melancolía, pero que no lo abandona cuando ésta desaparece y el tiempo parece volver a fluir, quizás una melancolía heredada, o “cultural”, que le acompañó desde la niñez hasta su muerte.

El poeta reconocía claramente su enfermedad, o al menos el estado de permanente malestar, angustia e incapacidad en que se encontraba, pero al mismo tiempo esperaba salir de él y recuperar el flujo creativo; aún más, admira esta extraña particularidad de su naturaleza que renace una y otra vez desde el abismo de la angustia y la melancolía, “avanzando de salvación en salvación”. Rilke parecía establecer una relación casi mecánica entre su padecimiento y su obra creadora, por cuanto para él lo más importante en la vida del artista es su obra y si admiraba tanto su propia existencia —a pesar de los sufrimientos por los que tuvo que pasar—, es por que sólo así, en ese estado de “sufrimiento espiritual y existencial”, había sido posible crear su obra. Siguiendo las reflexiones de Rilke, parece que el ser humano y en especial el artista no es dueño de su destino y por tanto no tiene derecho a cambiar arbitrariamente esa naturaleza que la Naturaleza le ha dado, porque ese cambio podría poner en peligro la obra de arte, y ésta muestra tener un sentido que todo lo trasciende, incluso al artista mismo. Rilke escribe una frase que viene a representar una íntima conclusión necesaria en todo su pensamiento al respecto: “a mi me sigue pareciendo que mi propio trabajo (creativo) no es en rigor otra cosa que un auto-tratamiento”… No hay otra terapia para el artista que dejar fluir la creatividad; el artista necesita las polaridades y las contradicciones para su obra creadora, algo que el poeta expresa magistralmente en su segunda carta a von Gebsattel: “Quizás sean exageradas las reservas que yo manifestara recientemente —con respecto al psicoanálisis—, pero en la medida que me conozco me parece seguro que si me expulsaran mis demonios, también mis ángeles pasarían (digamos) un pequeño susto y compréndalo usted, eso es justamente lo que no puede ocurrir”…

Berlín representa para mí en muchos aspectos estas ideas que de modo más o menos desordenado, impulsivo, he ido desgranando acerca de la melancolía, tanto en sus acepciones como “melancholie” y, sobre todo, como “schwermut”... Y no sólo por su condición histórica y actual de refugio de artistas y ciudad propicia para la creación, sino por su concordancia y exacta correspondencia con muchas de las condiciones melancólicas que antes he señalado. Ciudad de depresiones y euforias casi sucesivas sin solución de continuidad, ciudad que mira al pasado románticamente para recrearse y buscar el hilo de su esperanza, Ave Fénix que renace de sus cenizas —y al tiempo alegoría de Sísifo—, ciudad de ruinas y vacíos que intenta rellenar con historia, cultura, arte, restauraciones casi arqueológicas, imágenes melancólicas… ciudad indolente y escasamente productiva desde el punto de vista de la tradición industrial alemana, ciudad de grandes parques y paseos melancólicos, ciudad entrañable, mansa, ensimismada… —mientras escribo, paseo por el Mitte berlinés anclado a tu cintura: es mi deseo, todavía no tenemos recuerdos en común…

Fotos: Serie "Berliness", junio 2004

domingo, abril 27, 2008

Esta tarde voy a escribirte sobre paisajes... —Bueno... también sobre sexo y romanticismo (pero no te alarmes, es sólo una introducción).


Domingo, día del señor Pau Llanes… Es una tarde preciosa: luminosa, azul, tibia… Escribo relajado después de almorzar generosamente y tras haber asistido emocionado al tiempo que desilusionado a la última carrera de Fórmula Uno (por TV, claro, sigo encallado en Mallorca). Prefiero escribirte que hacer siesta.

Lo primero que te quiero decir es que me sorprendió la numerosa participación (las visitas y comentarios) a mí último texto acerca del romanticismo, sobre los “románticos profesionales”… Fue un texto que decidí escribir estimulado por uno de los primeros comentarios a mis relatos erótico-pornográficos. Aquel comentario decía algo así como: “sí, divertidos, pero ¿y el romanticismo?... Entonces me dije, ¿y por qué no?... ¿Quieres romanticismo? Pues toma romanticismo… A lo peor me pasé… pero el resultado, en cuanto participación de mis lectores, me confirma que el “tema” está en el aire y que todo/as se han sentido implicado/as o reconocido/as de algún modo… Para cerrar el capítulo sólo quiero hacer dos o tres comentarios propios: primero: que “románticos profesionales” (o “vampiros emocionales” o “canallas sublimes”) los hay mujeres y hombres (no es sólo una condición límite del sexo masculino), que sus objetivos son los mismos aunque sus estrategias sean diferentes, y que no necesariamente pertenecen al tramo de edad digamos de madurez… Yo me he encontrado con auténticas “vampiras sublimes” de veintitantos años, con experimentadas “románticas profesionales” de treintaitantos, con depredadoras de cuarenta y cincuenta… El cuerpo tiene edad, el alma no.
Segundo: mis relatos eran ejemplos de sexo sin amor… reales como la vida misma. Y muy placenteros, ¿no?... Hay amor con sexo y amor sin sexo… como hay sexo con amor o sin él… ¿Quién no ha hecho sexo, sólo sexo nada más que sexo? Así que no entiendo algunos comentarios críticos al respecto… ¿O es que masturbarse es un acto de amor propio? Tampoco creo que sea necesario estar enamorado de uno mismo para darse placer… ni satisfacerme con romanticismo… Dale al cuerpo lo que el cuerpo necesita y al alma lo que te exige… —no al revés…
Por último, a los que me preguntan sobre mi carácter romántico o no, les aconsejo lean mis textos agrupados en los temas “amores” y “amor”… Pau Llanes conoce y sabe por experiencia propia de todo eso… Ha amado tanto como le han amado —ni más ni menos—, es y ha sido amador y amante; se ha enamorado tanto como ha enamorado… Lo que Pau Llanes exige al amor es que sea memorable; si no es así, mejor sexo, puro sexo, divertido, con imaginación y de calidad (así mismo memorable)… El sexo con amor es un acto de extrema generosidad, de mutua atención y cuidado, compartirse física y emocionalmente. Hacer sexo "sólo sexo" es otra cosa: un pacto “aquí y ahora” por placer y, desde luego, un excelente ejercicio pedagógico entre dos seres que “se enseñan” y “aprenden” al tiempo que se complacen… Para hacerse sexo se requiere sobre todo querer aprender tanto como querer enseñar. Los cómplices sexuales que se disfrutan al máximo son quienes se entregan a su juego sin competir, compartiendo sus habilidades, disfrutando tanto de sus sorpresas como de la curiosidad de sus respectivos cuerpos. Lo ideal es poder alternar sin solución de continuidad los papeles de maestro/a y aprendiz/a en el juego sexual… para ello nada mejor que tener suficientes “conocimientos técnicos”, experiencia y “know how”. El mejor sexo se obtiene aplicando en cada situación el método más adecuado: inductivo, deductivo, analítico y/o sintético. Se folla metódicamente, con método y técnica… Sin embargo para amar no hay método ni experiencia que valgan: se ama holísticamente, en totalidad, pura intuición… Se ama aun sin conocer… Conocer no es lo mismo que saber… ¿Me expliqué bien? ¿Me entiendes?

Bueno… te cuento más cosas: ayer estuve en el campo: caminando, oliendo, compartiendo sensaciones con mi compañía, recolectando paisajes… Hablamos mucho de paisajes escritos y paisajes pintados, representados, resumidos en imágenes. Todavía están calientes las palabras que nos hemos dicho al respecto, los pensamientos que las indujeron. Me gustaría compartir contigo todo esto —estás tan lejos, como invisible. Ahora quiero escribirte sobre paisajes… Por principio, desconfío de las palabras demasiado totalizadoras que lo quieren abarcar todo, mostrar todo, decir todo: Arte, Cultura, Naturaleza, Paisaje… Qué fácil sería escribir “Todo es paisaje”, pero sería una estúpida pedantería, una afirmación sin garantías… Es necesario encontrar algún punto de partida eficaz que nos ayude a construir lenguaje (literatura). Borges lo hacía preferentemente a partir de los diccionarios y enciclopedias, porque allí las palabras están ordenadas al menos por su contigüidad léxica que no de significados. A mí también me gusta consultar los diccionarios, exprimirlos, como a Borges. Y de entre todos ellos, declaro mi especial admiración y confianza por el Diccionario de Uso de Español de Doña María Moliner; casi siempre encuentro en sus definiciones un argumento suficiente… No es así en este caso. La mayoría de definiciones y acepciones de “paisaje” que plantea Doña María son muy parciales, hace demasiadas referencias a lo rural, al campo. No obstante hay una que me da que pensar: “El campo considerado como espectáculo”… Sí, de eso hablábamos, de paisajes para ver y sentir.

Se me ha ocurrido ensayar una definición propia sobre el paisaje que quiero regalarte: “Paisaje: una visión fragmentada de la naturaleza y el mundo que nos rodea e incluye”… Es decir el paisaje como algo que se ve y por supuesto se interpreta —elegimos nuestro punto de vista, los ángulos de visión, acotamos su amplitud (“enmarcamos” nuestra mirada)… Se trata de fragmentos de realidad que ordenamos, componemos, relacionamos, comparamos… Fragmentos de la naturaleza: pero no sólo la espontánea y libre, la que se entiende como no construida ni intervenida directamente por el hombre, sino también la alterada mínimamente todavía comparable en muchos aspectos a la naturaleza salvaje, o domesticada con cierto amor y compromiso (aunque utilitarios), como por ejemplo el campo, lo rural… Y también fragmentos del mundo que serían el resto que no es naturaleza extendida, donde aparece lo construido, lo urbano, el interior de nuestros territorios domésticos, nuestras casas y sus patios, los parques y jardines… Una naturaleza y un mundo que nos rodean e incluyen, escenarios de nuestros pasos, donde caminamos o nos movemos… ese círculo vital cuyos radios son nuestras miradas y sentimientos particulares y su centro un eje móvil que se desplaza, parásito, con nuestro cuerpo… Un mundo-paisaje-circular que nos afecta e incluye, nos pertenece y le pertenecemos, como un punto pertenece por igual a su circunferencia y la línea tangente que le acaricia…

Es evidente que esta idea sobre el paisaje parte de una convicción profunda: “El paisaje es humano, o no lo es”. Lo que quiero decir es que el paisaje sólo existe en cuanto es visto, leído e interpretado —por el contrario la Naturaleza, el resto del mundo, siguen existiendo aun sin nuestras miradas e interpretaciones. El paisaje sólo es un estado circunstancial, no una condición esencial en la Naturaleza… Los paisajes en cuanto humanos están habitados, han sido habitados o lo serán. Ya habitamos un paisaje con sólo verlo; nuestros ojos son una prótesis, nuestras máquinas para grabarlos y reproducirlos, las prótesis de una prótesis fisiológica. Deseamos y hacemos todo lo posible por grabar sus rasgos —apuntes del natural, fotografías, videos, esos escritos a vuela pluma—, inventamos intangibles mnemotécnicos antes que desaparezcan sus efímeras sensaciones, acaso con la secreta intención de restaurar con su magia los sentimientos que nos conmovieron… Ay, esos recuerdos tan volátiles, tan distraídos que por nada se confunden entre ellos, intercambian sus secretos con total promiscuidad. Si no fuera por las imágenes, esas cosas que llenan los museos, los libros, las bibliotecas, nuestra vida de buhoneros, todo sería un irresoluble caos de recuerdos confundidos… —hasta los deseos más esperanzados serían sólo recuerdos olvidados.

Pero no nos engañemos: no hay imagen que represente al mundo en su totalidad. Igual que el arte no es una copia facsímile del mundo tampoco lo es un paisaje. Repito: lo que vemos y seleccionamos fragmentariamente de la naturaleza y el mundo que nos rodea sólo es una interpretación, una representación visual, desde un precario punto de vista determinado —todo punto de vista tiene tiempo y espacio concretos, coordenadas provisionales; nos movemos demasiado… Acaso esta fragilidad de la realidad contemplada, de la naturaleza “vista e interpretada” en sus paisajes, conmovió al arte y su mirada hacia este tema-sujeto. El arte siempre ha querido crear imágenes perdurables, incluso signos emblemáticos que nos encadenen a su recuerdo a perpetuidad. Para ello debió liberarse de los detalles insignificantes, las prolijas descripciones, las trampas de las ciencias analíticas y la física óptica. La visión del arte es más bien una pura interpretación extrasensorial que una percepción estrictamente de los sentidos… Es más bien una sospecha que hay algo invisible dentro o más allá de lo que se ve… Ya sabes —te lo he dicho en otras ocasiones— que al Arte lo represento emblemáticamente por medio de una celosía —que deja ver y no deja ver— y lo dramatizo en una escena de celos —cuando quiero saber y me duele saber… En fin, no sigo por este camino; ya ves a dónde me puede llevar mi pasión por los paisajes, por sus representaciones: lejos, muy lejos, arriba, quizás sobre las nubes y la niebla…

Todo paisaje es subjetivo —como estado de necesidad del “yo” que aspira a reconocerse en él—, una pura interpretación… “El ojo en el arte es ciego”, afirmaba con evidente exageración Gombrich. Tampoco en el paisaje es posible una visión puramente física. No es posible una hipotética mirada mecánica desprovista de intención, pura y descontaminada de memoria, de recuerdos, en la que esté ausente la facultad de la imaginación. La mirada del paisaje, como en el arte, es subjetiva… Con frecuencia confundimos lo que es un mero reconocimiento visual con el puro conocimiento (científico o no), lo que ha supuesto múltiples y persistentes errores y paradojas sobre la realidad. Lo que vemos es sólo un fragmento parcial de una realidad más compleja, apenas un estímulo precario en un contexto determinado, que descubrimos no siempre ingenua y autónomamente sino más bien al contrario. Comúnmente consideramos el sentido de la vista como el primero y el más inmediato de nuestros sentidos, el que nos comunica con mayor eficacia con el mundo exterior; pero esto no es cierto. Mirar, ver y conocer se entremezclan peligrosamente, a veces se contradicen cuando vibran a su antojo, insolidarios…

Muchas de nuestras ideas y convicciones avaladas sólo por el sentido de la vista son superficiales apariencias de imagen, construcciones mentales a partir de modelos visuales dados, asumidos y aprendidos sin reservas. Y es que además de visto todo paisaje debe ser leído: es un texto visual que requiere su propio código de interpretación de la realidad, un complejo sistema de trascripción que relacione formas y contenidos aparentemente dispares, incluso excepciones, algo así como una fórmula infalible para ordenar el mundo en todas sus facetas y posibilidades; pero a su manera, según su lengua familiar. Desde la destrucción de la Torre de Babel cada uno interpreta el mundo como le dicta su lenguaje —lo que explica los convencionalismos culturales, estéticos, nada universales, que dieron lugar a los paisajes pintados de Oriente y Occidente, su particular evolución divergente hasta estos tiempos de presunta indiferenciación y globalización genérica…

—¡Vaya! Me he pasado… te he escrito demasiado; cuánto tiempo te he hecho perder… Bueno, otro día te escribiré un poco más de mis paisajes favoritos, esos que fui recolectando por mi vida de viajero compulsivo, nomadeando, vagamundeando, antes de encontrarte al fin cuándo y dónde sea… ¿Dónde estás? Envíame por favor tu paisaje favorito; descríbemelo o regálame una de sus imágenes —tal vez así te encuentre más fácilmente y comience a vivirlo, a habitarlo, aun en tu ausencia… Te esperaré allí mientras te desembarazas de tus bagajes inútiles… No tardes. O pensaré que no me has leído hasta el final, hasta estos tres últimos puntos suspensivos…


Fotos: de la Serie "Paisajes de Mallorca"; enero-julio 2004

lunes, abril 14, 2008

Escucho y leo, interpreto tus señales...


Todo viaje tiene su punto de partida, su despedida… Partimos cuando hay algo inefable que entrevemos en un instante y electriza nuestro cuerpo, inflama el aire que respiramos, nos impulsa a salir de nuestra impostura… Partir es el momento crítico de una reacción alquímica que cambia el valor de las cosas: la espera se transmuta en deseo, el sueño en lo real… —deseamos algo, alguien, cualquier cosa que venga a nuestra vida y una vez más le dé sentido. Partir es un modo esencial de ser viajero. Llegar es sólo una manera de estar por un tiempo, contingente… —Bueno, morir es otra cosa.

Para el viajero místico llegar a cualquier lugar es casi una fiesta de despedida, vísperas de la ceremonia de partir nuevamente, suspenderse en el columpio o la hamaca bajo el umbral por un tiempo indeterminado… Los viajeros místicos moramos huéspedes en umbrales y soportales transitorios, bajo el puente, en el atrio de los templos y en los porches de los palacios. No hay que permanecer más de lo necesario; apenas un descanso para reponer fuerzas, restaurar ilusiones, contemplar maravillas, fabricar artesanalmente recuerdos para el camino… Ningún viajero místico quiere morir en su cama, sino sobre el caballo —como diría Montaigne. El viajero parte y llega sin dramatizar estos acontecimientos; es su deber. Sabe que ya falta menos, que hay que reducir el tiempo de espera… El viajero “de verdad” rechaza cualquier búsqueda del tiempo perdido —esas cosas son de traidores y arrepentidos—, por el contrario, reivindica el tiempo por devenir, por poco que sea, ir a su encuentro. El viajero místico va hacia a la muerte seguro y confiado; la muerte siempre llega, es decir siempre llegamos puntuales a nuestra muerte… ¿Cuándo? ¿Dónde?... El viaje lo dirá… —Escucho, leo tus señales…

Foto: "El Panteón bajo la lluvia de primavera", Roma; marzo 2007

domingo, abril 13, 2008

Topofilia de tu cuerpo... —Vamos, no tengas pudor, miedo; dime dónde...

Yi-Fu Tuan —el más prestigioso geógrafo contemporáneo— considera la experiencia y las emociones modos privilegiados para conocer y sentir el espacio geográfico. Con ese sentido elaboró los conceptos de “topofilia” y “topofobia”, asociados a valores sentimentales de atracción o negación a ciertos lugares… “Topofilia” sería el conjunto de relaciones emotivas y afectivas positivas que unen al hombre con un determinado lugar, por ejemplo su casa, su barrio, su pueblo o la ciudad en donde reside; tiene que ver con sensaciones y sentimientos tales como “confortable”, “hogareño”, “relajado”, “sin tensiones”… —se trata de experiencias estáticas tanto en lugares naturales como construidos. Si la topofilia alcanza el grado de sentimiento reverencial, Tuan la denomina “topolatría”. Por el contrario, “topofobia” implicaría relaciones emotivas negativas; provocadas por ambientes, lugares o paisajes que nos son de alguna manera desagradables o inducen a la ansiedad y depresión —desgraciadamente, un sentimiento generalizado en muchas caóticas metrópolis modernas, desestructuradas y alienantes. Otro término inventado por Tuan es la “toponegligencia”, que vendría a ser la falta de arraigo, de sentido de pertenencia, la carencia de identidad, que a veces experimentamos en nuestras ciudades, regiones u otros territorios conflictivos.

Para Yi-Fu Tuan, “lugar” se corresponde con un mundo de significados organizado. Es esencialmente un concepto estático —en realidad un punto fijo de encuentro en común de experiencias diferentes. El “lugar” es un centro de significación insustituible para la fundación de nuestra identidad como individuos y como miembros de una comunidad, asociándose por ello al sentimiento de hogar (“home place”)… Para Tuan los “lugares” varían grandemente en tamaño: una mecedora en la terraza es un lugar, pero también lo es un estado-nación… Conocemos y sentimos los pequeños lugares a través de nuestra experiencia directa, incluso mediante sensaciones tan íntimas como tocarlos y acariciarlos; sin embargo una región, por ejemplo, está lejos de la experiencia directa de la mayoría de la gente pero también puede ser transformado en lugar —como localización de lealtades apasionadas— a través de la educación, la política, incluso del arte, una fotografía…

Ay, mis lugares: espacios-refugio en mi viaje a través del mundo, de la vida… privilegiados centros de observación y reflexión desde los cuales miro —también metafóricamente— el paisaje en derredor, a lo lejos… Pero mis lugares no tienen por que ser los tuyos y viceversa… Es nuestra pura subjetividad la que hace que algunos lugares tengan un especial significado para cada uno: el lugar de nacimiento o el escenario de nuestros amores más deliciosos o aquellos lugares que recordamos de un viaje memorable… Es necesario un compromiso entre lo individual y subjetivo y lo social para establecer lugares de encuentro en donde compartir experiencias… lugares vividos en común, aunque luego los recordemos separados… —¡Vamos, no tengas pudor, miedo! Dime un sitio que quieras transformar en lugar arropada por mis brazos… un lugar en el que habitarnos y mirarnos tan lejos como nos dejen nuestras pestañas enredadas… Pero por favor, que no sea un lugar común… Aborrezco los fantasmas alrededor de mi cama…

Foto: "Essaouira: zocos"; diciembre 2006

miércoles, marzo 26, 2008

Recuerdos y deseos japoneses...


Ayer tuve un día, por así decirlo, “japonés”… La noche anterior fui a ver la película Seda, basada en la preciosa joyita de Alessandro Baricco del mismo título; decir que salí del cine totalmente defraudado es poco… Ni el director ni los actores han entendido el alma de la novela, sus sutilezas, su “tempo”… Es una pena; algo por otra parte muy frecuente en las adaptaciones cinematográficas de textos originales, novelas, de la gran literatura… Excepciones las hay, por supuesto; un día de estos escribiré sobre este tema: sobre la relación entre literatura y cine, sus mutuas “traducciones” y miradas especulares…

Mi frustración ante la versión cinematográfica de Seda me llevó no sé por qué a pasarme todo el día entresacando y entremetiendo libros y documentación de la sección “Oriente” de mi biblioteca, ojeando capítulos memorables, copiando citas que tengo en los originales subrayadas, rebuscando carpetas y cuadernos de fotografías, rescatando recuerdos de mi memoria… Con respecto a Japón no es que tenga muchas publicaciones, al menos no las que me gustaría tener; aun con todo son suficientes y me sirven para seguir mi proyecto de una novela futura sobre los amores de Bruno Llanes, mi “personaje alquimista", y una joven diseñadora de jardines japoneses que algún día comenzaré a escribir —todavía no sé cómo llamar a la protagonista, y eso en una novela “japonesa” es una decisión fundamental: el nombre, su fecha de nacimiento, son la primera revelación de su destino, el anagrama de su vida futura… Tengo poco menos de un centenar de libros sobre Japón, su arte y cultura, y de ellos una docena acerca de jardines japoneses y su estética zen; en literatura destacaría las novelas de Yukio Mishima.

Desde hace unos años cuando voy a Tokio me alojo precisamente en el hotel Yamanoue, conocido como el Hilltop Hotel —porque se encuentra sobre una pequeña colina, ahora rodeado por una de las universidades de Tokio… De allí salió Mishima —que en realidad se llamaba Kimitake Hiraoka— con sus discípulos para hacerse el hara-kiri —mejor dicho el seppuko (ya que hara-kiri es un término vulgar) que consiste en abrirse en canal el vientre de izquierda a derecha y luego otra vez al centro y desde allí hacia arriba hasta el esternón, todo ello según un ritual preciso según las reglas del bushido, el código de los samurais. Quiero señalar que este dolorosísimo suicidio debe hacerse sin mancharse de sangre las propias manos del suicida (lo que sería su deshonra) y con la intervención de alguien de su confianza, un compañero o kaishaku (caballero), que ha de cortar la cabeza al suicida por honor si ve que sufre “lo insufrible”. En el caso del suicidio ritual de Mishima, su compañero falló los tres primeros intentos de decapitación… que sólo pudo culminar otro amigo, Hiroyasu Koga… Qué “jodido” narcisista y grandísimo escritor éste Mishima, y que vida y muerte tan sublimes (lo escribo como categoría estética romántica); murió joven, es decir héroe, por su voluntad existencialista, su desmedida pasión por la belleza…

Habitar este hotel en mis viajes a Tokio es un verdadero regalo para mi proverbial fetichismo existencial, mi búsqueda de sentidos simbólicos a lo que ordinariamente llamamos “vida corriente”. En realidad resulta excitante, estéticamente hablando, habitar de vez en cuando la habitación de Mishima en el Yamanoue, hacer el amor allí, aquella en la que parece ser acabó de escribir su última novela —La corrupción de un ángel— poco antes de suicidarse haciéndose el seppuko frente a sus discípulos y camaradas el 25 de noviembre de 1970. Cerca del hotel hay tiendas que venden instrumentos musicales, sobre todo guitarras eléctricas de segunda mano —por ejemplo una vez estuve a punto de comprar una presunta guitarra de Eric Clapton, eso que no sé tocar ni las castañuelas, aunque de jovencito tocaba en un grupo aficionado “de oído” e incluso me atrevía con la rítmica de “La Casa del Sol Naciente” o algún solo al estilo de King Crimson… jajaja… —lo que tiene uno que hacer de jovencito para enamorar a una colegiala de las Teresianas con rebeca azul y cortísima falda plisada, qué reclamos los de la primavera…

Por cierto… El primer libro de Mishima que compré —Sed de Amor— se lo regalé a una chica que me quería ligar un día de San Valentín; pensaba que el título de la novela era suficientemente explícito para que entendiera mis intenciones… —que las entendió. Cinco años después me casé con ella, es la madre de mi hijo, nos divorciamos de mutuo acuerdo, yo me quedé el libro… Ya dije antes que son muy importantes los nombres, los títulos, las fechas… Yo nunca querré tener ningún affaire amoroso con una mujer hinoe uma (“caballo de fuego” según el horóscopo chino-japonés), es decir nacida en 1966… es una fatalidad, un tabú en Oriente. Ya me enamoré una vez de una “yegua de fuego” y todavía me estoy recuperando de las heridas, de su fuego, cicatrizadas pero dolientes todos los días con excesiva humedad. Los nombres son importantes, las fechas no digamos: por ejemplo tener un hijo que nazca el 30 de marzo, fecha del nacimiento de Goya, o enamorarme de una mujer que haya nacido un 28 de julio o un 2 de octubre, fechas del nacimiento y muerte de Duchamp, o el 18 de diciembre o 29 de junio, fechas que señalan la vida de Paul Klee, por ejemplo… En cuanto al nombre, mis favoritos empiezan por la partícula “mar” o la contienen… —lo que es una suerte vivir en España y haber viajado tanto por Latinoamérica, que tantas mujeres tienen un “María” entre sus nombres aunque no lo utilicen… El problema viene ahora con las jovencitas que todas se llaman Raquel, Rebeca, Silvia o Paula a secas… Con las demás nacionalidades, las demás lenguas, soy un promiscuo sentimental, lo confieso, me da igual cualquier nombre con tal que tenga alguna vocal entre sus consonantes…

Bueno… volvamos al asunto “Japón”… Japón no es mi país ni cultura preferidos en Asia, pero sí mi primera experiencia en Oriente, algo así como mi primer amor, mi primera amante “prohibida”… De hecho mi primer viaje largo, especial, fue a Japón, en los ochenta… —ay, dios, cuánto tiempo. Estuve tres semanas; era septiembre cuando llegué, final de septiembre: los parques, los bosques, amarilleaban y luego anaranjeaban, por días, por horas, se hacían oro viejo antes incluso que el tiempo les reclamara su deuda con la vida... Además de Tokio, estuve entonces en Kamakura, en Nara, en Kyoto y en Osaka. En mi primera noche en Tokio estuve alojado en un hotel en Ginza, en una habitación absolutamente cool y “supertechno” en donde experimenté el trance de mi primer terremoto y la sorpresa de sentir cómo mi cama se movía aun sin querer —tampoco es que haya aprendido desde entonces a moverla queriendo; bueno, sí, un poco… queriendo se puede mover hasta el universo a tu alrededor… Pues eso, que vaya susto… —nuestro primer terremoto, como otros primeros estremecimientos del cuerpo, son inolvidables… ¿no?

Me fascinó Kamakura, sus bosques, la bahía y por supuesto sus templos: el Buda Amida Nyorai —el Buda de la luz infinita, su sonrisa— en el templo de Kotokouin, que fue el primero que visité… y los demás templos budistas y sintho de la ciudad y sus alrededores… —en especial el templo dedicado al buda niño, no recuerdo su nombre, en donde precisamente estuve el 21 de septiembre, día del equinoccio de otoño, día para honrar los familiares y amigos muertos… Imaginad las laderas de ese templo con miles de figuritas de budas niños con sus vestiditos de colores y sus pañuelos de seda al cuello; una niebla de incienso entre sus veredas, bruma sagrada… y cientos de padres llevando sus ofrendas a estos buditas niños que representan sus propios hijos muertos recién nacidos, sus bebés, incluso los que nunca vieron la luz… —una experiencia mística, de verdad… Qué maravilla ese olor a incienso impregnando el bosque, extendiéndose invisible con el solo pestañear de las hojas y el roce de mi silueta sobre sus troncos… ummm... ver despedirse la tarde frente a la bahía de Kamakura desde un bosque de bambúes gigantes, el cielo violeta perfecto… la eterna belleza, es decir suspendida en el instante, sublime… de escalofrío.

En Kamakura compré algunos de mis souvenirs más queridos: un juego de recipientes de laca color rojo cinabrio, mi primer rakú; y un par de antigüedades: una bandeja para el té de laca negra con incrustaciones de madreperla y una pipa para fumar opio de concha de tortuga, caña de bambú y latón dorado… —qué pena que no las tenga a la vista, salvo el rakú en donde sigo tomando té alguna tarde… He vuelto otras veces a Kamakura y he podido recorrer creo que todos sus templos y veredas sagradas: el Engaku-ji, el Hase Kannon, y el Toke-jui —ese templo que era utilizado por las mujeres que querían divorciarse de sus maridos—, el santuario Kamakura-gu… ¡Tantos lugares hermosos y santos! También recuerdo un viaje a Japón invitado por quien es uno de los mayores coleccionistas privados del mundo del arte, Katsuta, un buen tipo; no os podéis imaginar qué colecciones tiene de Klee, Miró, Tanguy, Chagal… Estuve alojado en un hotel de su propiedad, en el Kamakura Prince Hotel, y comí y cené varias veces en el restaurante del hotel —Le Trianon— que era entonces, hace unos años, uno de los mejores restaurantes de cocina francesa del mundo… sí, del mundo, en Kamakura. Por poner un ejemplo, Katsuta me regaló el día de mi llegada una cena regada, es un decir, con el beaujolais del año… que para mi sorpresa había sido galardonado hacía poco, menos de una semana, en Paris, y Katsuta había comprado veinte cajas que trajo de inmediato en avión directamente desde Francia.

Luego de Tokio y Kamakura el destino me regaló en aquel primer viaje a Japón las maravillas de Nara y Kioto: el parque de Nara: el Todaiji, el Gran Buda Vairocama, el santuario Kasuga… Y qué decir de Kyoto: el Kinkakuji, el Templo del Pabellón Dorado, la casita de té, su estanque-espejo —una vez leí un fragmento de Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino, el capítulo de Valdrada, a su orilla; qué hermosa analogía del espejo y la experiencia especular a orillas de la casita de té; qué caprichos tenemos los diletantes, sorry … Ah… y el Templo Kiyomizu y su balcón sobre la belleza abismal; los Honganji del este y del oeste; el Pabellón Plateado; el jardín sagrado del santuario Heian; el jardín de Ninimaru… y la extrema y conmovedora belleza del jardín de Ryoanji, en donde tantas veces me atreví a desear lo invisible… —ay, qué hermoso tener hermosos recuerdos, recordar…

He vuelto a Japón una docena de veces más, y siempre que puedo regreso a mis lugares especiales, inolvidables, de aquel primer viaje —los viajeros de verdad sabemos que siempre volvemos, aunque sea en medio de otras rutas, a nuestros lugares inolvidables… es que somos unos melancólicos. La condición del viajero es regresar algún día… a nuestro lugar de origen, a nuestros escenarios preferidos, a las ciudades y los territorios inolvidables en donde escribimos nuestros deseos más íntimos sobre una hoja en cualquier árbol o en la arena de una playa aquel nombre deseado… —vete tú a saber por qué los viajeros siempre volvemos a donde sea que nuestro recuerdo nos lleva… ¿O es el deseo mirándose al espejo?… Ay, con tanto recuerdo japonés se me ha abierto el apetito… Lo que daría ahora por comerme unas buenas raciones de pescado fresco en los chiringuitos alrededor del mercado de pescado de Tokio, el Tsukiji, uno de los espectáculos más fascinantes que pueden verse en el mundo… Siempre que voy a Tokio al menos voy una vez al Tsukiji; tienes que estar allí no más tarde de las cinco de la mañana (aprovecho mis noches de jet lag)… —quédate durmiendo, amor, volveré cuando despiertes; voy a intentar suicidarme nuevamente con fugu, el pescado venenoso… no temas, no me he muerto todavía y mira que lo he intentado… creo que estoy inmunizado a ese veneno y a la muerte heroica… ¿Serán tu amor y nuestras petit mort de cada día el antídoto perfecto, no?...


Fotos: "Issey Miyake store", "Escena en el Tsukiji", "Habitación en el Yamanoue Hotel"; Tokio, junio 2004

domingo, marzo 23, 2008

Desear no es lo mismo que atreverse...


Hace un par de días estuve a punto de marcharme a Marruecos, a Essaouira, a mi refugio en Mogador, por un tiempo. El problema de cada viaje a Essaouira es que después me cuesta mucho volver, me demoro sin causa, argumento cualquier motivo para permanecer. Tengo que hacer muchas cosas las próximas semanas; una buena parte de mi futuro depende de lo que proyecte estos días, cómo articule mis ideas, que sean convincentes y verosímiles… en eso estoy. El alma me reclama alejarme; la cabeza, tener paciencia y concentrarme en esas prolijas tareas de reinventarme de nuevo.

Cuando aflora la nostalgia por mi casa en el sur del sur suelo conjurarla con estrategias literarias; por ejemplo rebuscando en mis cuadernos de notas, ensayando una vez más cómo redondear alguna de mis historietas allí —con la intención de coleccionarlas algún día en un libro de relatos góticos marroquíes— o releyendo algunos de mis libros favoritos ambientados en Marruecos o en sus desiertos. Así recordé que ahora hace quince años visité y me encontré por primera vez en la melancólica Tánger con Paul Bowles, el viejo maricón de las manos blancas y pómulos sonrosados —por supuesto no soy homófobo; a Paul le gustaba presentarse así, nos provocaba haciéndolo, y yo respeto sus adjetivos. Entonces Bowles estaba terminando de corregir la partitura para su Salomé que presentó meses después… Hablamos de Salomé, del drama que escribió Oscar Wilde basándose en dos pasajes bíblicos que se refieren a ella y a Juan “El Bautista” —representado en el drama “wildeano” por la figura del profeta Jokanaan—, y en los cuadros sobre la “pérfida” Salomé que pintó Gustave Moreau. Luego este drama fue adaptado casi sin variaciones por Richard Strauss para componer su ópera Salomé, que es una de mis favoritas, sobre todo la versión de Georg Solti de 1962 dirigiendo la Filarmónica de Viena, con Birgit Nilsson, Eberhard Wächter, Gerhard Stolze y Waldemar Kmentt interpretando sus personajes principales…

Pero volvamos con Paul Bowles y su literatura… Ayer mismo releí una serie de páginas escogidas de uno de sus mejores libros, seguramente el más popular de todos: El cielo protector… —¿Lo has leído? ¿Viste la película de Bertolucci, una de mis preferidas? Estoy seguro que sí... a veces preguntamos escribiendo obviedades sin razón aparente, simplemente por el placer de pulsar los signos de interrogación, tan deliciosamente sensuales, tan parecidos a un par de serpientes de coral preparadas al ataque… ¿Recuerdas a Port, uno de los personajes protagonistas de la novela y sus siempre enigmáticas palabras? ¿O en la película, al mismo Bowles dirigiéndose a la cámara en el viejo café de Tánger, en penumbra?—… Port había dicho... “La muerte está siempre en camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llega parece suprimir la finitud de la vida. Lo que tanto odiamos es esa precisión terrible. Pero como no sabemos, llegamos a pensar que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todas las cosas ocurren sólo un cierto número de veces, en realidad muy pocas”… —Ves, mujer, qué cosas tiene la vida… Pasas media vida esperando y cuando por fin llega lo que tenía que llegar tienes miedo ese día y dejas pasar tu hilo de plata… Aún hoy no entiendes por qué coño no prendiste ese cabo y te fuiste entonces a correr mundo, a derrochar la vida, ceñida a su cintura por ese camino que nunca será sino un sueño; no hay día que pase que no maldigas tu estúpida cobardía. Media vida esperando y la otra mitad, indeterminada, cuesta abajo, recordando arrepentida…

Esperas, encuentros, desencuentros… No se arrepiente el valiente ni siquiera en su infortunio… El que vive “en medio” por seguridad o estrategia es que tiene miedo… Miedo y medio —¡Cuánto se parecen algunas palabras!... A veces —muy pocas, eso sí— la permutación de las letras no altera el significativo producto de sus palabras. No es lo mismo la cábala de las palabras que la de los números… No es lo mismo desear que atreverse (oser).



Foto: "Escena de café", Essaouira, Marruecos; diciembre 2006

martes, marzo 18, 2008

Saludo y Portada a mi librito de viaje sentimental a Tenerife, la ballena-isla-volcán...


Esta imagen que veis arriba es la portada que he compuesto para el “librito” de relatos de mi viaje a Tenerife —la ballena-isla-volcán—, del que ya sabéis su origen y motivos todos los que me leéis con mirada generosa y corazón limpio hace tiempo… Para los que vengan por primera vez a esta “casa” o se hayan demorado por ahí hace días les aconsejo lean antes mi declaración de intenciones en el texto: Dónde y qué voy a hacer los próximos días, meses, años…http://arterapiasentimental.blogspot.com/2008/03/dnde-y-qu-voy-hacer-los-prximos-das.html

He articulado la historia de mi “viaje sentimental” en cinco capítulos independientes, consecutivos en el tiempo, que podéis ya leer y seguir uno tras otro tal como los he escrito para el Blog desde esta entrada hacia abajo, es decir los anteriores cinco postah... puse las mayúsculas porque recibí algún comentario en el que me agradecían la información y decían que esperaban leerme cuando los escribiera... jajajaja…
Es mi regalo para vuestros ojos esta Semana Santa… Los próximos días estaré en silencio leyendo vuestros comentarios y vuestras literaturas… Disfrutaré entretiempo de la amabilidad de mi isla, de sus costas y territorios, y de algo más por supuesto (que no contaré si no es realmente excepcional)… Pau Llanes renacerá el próximo domingo… Ave Fénix, guerrero reinventado.

Vuelan mis últimas palabras para quien me lee bajo los volcanes de Xela, en Guatemala, y me envía mensajes con cariño desde sus selvas… para quien realiza ceremonias de ausencia en México en mi recuerdo y me hace presente en su casa, en su cuerpo, en su alma, bajo la forma de pétalos de flores blancas, que la echo en falta… para quien anda perdida en su isla de adopción y busca volcanes en mi nombre, que no sabe todavía que mi nombre es su volcán… A todas ellas y a ti, que me lees, viajan mis palabras como fina lluvia de primavera… Te amo es decir poco…



Dibujo: Libro de Horas, 1991-1992

sábado, marzo 15, 2008

Mi aventura en Tenerife, la ballena-isla-volcán, en cinco capítulos... (I)




Llegando a la isla, veo por primera vez el volcán despuntando sobre las nubes. Sólo se entiende su enormidad a esta altura, enfrentados, con su estatura. La tarde era ámbar dulce, la noche me supo a carbón de azúcar… Luego de dejar mis cosas en el hotel y tomar posesión de sus vistas, paseé hasta la media noche dejándome llevar por la gente y sus estelas; así me llevaron a sus calles antiguas, en volandas a los alrededores de La Concepción, a sus terrazas al aire libre en donde se come, bebe e intercambian miradas descaradas. Cené papas arrugadas con mojo picón, por supuesto, bacalao de cualquier manera y una torta que no terminé de seca que estaba; bebí de todo un poco: copas de vinos jóvenes afrutados: tinto —Cráter 2005—, blanco —Viñatigo—, y un delicioso licor dulce de postre: Humboldt 2002… —¡qué maravilla!— Bebí mejor que comí; me fui a la cama con una sonrisa que no me cabía…

Me desperté pronto, al amanecer, y eso marcó el resto de mis días en Tenerife. Tomé decisiones importantes: me movería por la isla sólo en autobuses públicos y caminando, nada de guías turísticas, sólo un buen plano de la isla y mi olfato como brújula, sin itinerarios previos, sin horarios convencionales, prohibido el shopping, comer y beber a mi gusto y con mis ganas, detenerme de vez en cuando para escribir “sensaciones-telegrama”, leer a ráfagas —me había llevado la colección de relatos de Haruki Murakami: Sauce ciego, mujer dormida— y pensar lo justo, sólo lo suficiente, pensamientos-haiku; apenas buscar, dejarme encontrar, reconocer… En suma, moverme como explorador, actuar como cazador, sentir como guerrero…

El primer día, el viernes 7, lo dediqué por entero a la ciudad extendida Santa Cruz-La Laguna. Comencé desayunando en la calle, bebiendo zumos de frutas y miradas de transeúntes. Luego me desperecé por las calles recién inauguradas: me asomé a los escaparates, coqueteé en un par de librerías, seguí inadvertido a un par de preciosas mujercitas a ver dónde me llevaban hasta que me topé con una especie de mercado colonial —La Recova— en donde pasé un buen rato merodeando los puestos de frutas y verduras —pero qué derroche de colores, de sabores conocidos y de los otros que pregunté por curiosidad: papas negras, coloradas, azucenas, de ojo de perdiz, calabaza, habichuelas, ñame, bubango, batata, chayote, tomates y pimientos en todas sus variedades, plátanos, papayas, mangos… ummm… Y luego los quesos, que fui picando y probando uno a uno de un sitio a otro: un queso fresco, tierno, de cabra ahumado de Benijos; una tapa de queso semicurado con pimentón de Flor de Guimar, un queso semicurado de cabra con corteza de gofio, un Queso de Flor de Gran Canaria mantecoso y con regusto amargo, un queso de La Gomera ahumado con brasas de tabaiba, jara y brezo, picante y de sabor recio… y por fin un delicioso queso de cabra ácido y algo picante, un majorero de Fuerteventura, uno de mis quesos favoritos… —almorcé pues a media mañana, de pie y transitando por el mercado. Luego, otra vez a la sombra de La Concepción, me detuve a refrescarme con un par de cervezas y a leer a Murakami: “Por decirlo de la forma más sencilla posible, para mí escribir novela es un reto, escribir cuentos es un placer. Si escribir novelas es como plantar un bosque, entonces escribir cuentos se parece más a plantar un jardín. Los dos procesos se complementan y crean un paisaje completo que atesoro”. Un pensamiento-haiku: los poetas árabes se refieren al corazón de sus enamoradas como “un jardín cambiante bajo el imperio de las estaciones”; pero también su sexo es un jardín, la promesa de un tesoro por descubrir, el placer de sus misterios, sus aromas, el reto para el jardinero que con paciencia lo siembra y cultiva… Escribo recordando a Don Juan de Castaneda: “Un guerrero no tiene más que su voluntad y su paciencia, y con ellas construye todo lo que quiere”.

Descansado y bien leído me dirijo al Museo de la Naturaleza y el Hombre de Tenerife: un caserón imponente con excelentes colecciones y aparatoso montaje audiovisual presuntamente didáctico: consumo un buen rato viendo videos y diaporamas, me mareo con tanto pajarito isleño, los nombres de las lagartijas, el photoshop de las flores y plantas del lugar… ufff… que ya casi no tengo fuerzas para recorrer sus yacimientos arqueológicos, ojear el resto de sus restos, saber de la vida de los guanches… Me entretengo un poco más en las cámaras frigorífico de las momias: miro a la muerte de frente, con respeto, me abismo en las cuencas vacías de sus calaveras, cuento sus dientes haciendo cábalas, mido a ojo la longitud de sus huesos… No me intimida la pornografía de la muerte, pero me asquea su espectáculo. Yo no quiero ser estiércol para las miradas-gusano de los turistas; quiero ser ceniza y viento cuando me toque, invisible a las miradas, oler a resina de sándalo, hierbabuena, vainilla… No quiero fosilizarme en tu memoria, amor, ni permanecer momificado en tus recuerdos, árido y estéril, deshidratado de mis líquidos más íntimos, con los que te bañaba: mi saliva, mi semen, mi sangre en tus uñas, en tu boca, a dentelladas… Escribo: “Cuando uno no tiene nada que perder se vuelve valiente. Sólo somos tímidos mientras nos queda algo a lo que aferrarnos”…

Salgo a la calle —qué luz tan africana, dios—… surfeo sobre la brisa de los alisios y continúo paseando a izquierda y derecha: primero a la estación de gua-guas para aprenderme las rutas y sus horarios; luego a los muelles para oler el mar estancado, a las plazas de la ciudad para catalogar sus arquitecturas, por las calles a leer sus nombres y deletrear sus rotulaciones… La media tarde me sorprende en la Plaza Weyler leyendo a Murakami: “…las personas que ven fantasmas los ven con frecuencia, pero no tienen presentimientos, y las personas que sí tienen presentimientos no suelen ver fantasmas”… Y entonces recuerdo las palabras de Jassiba, la mujer-jardín de Mogador: “Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Estar enamorado es estar poseído por alguien. Cuando una desea se vuelve como una casa llena de fantasmas”…

Descansado y atemperado, me pongo en marcha nuevamente. Ahora a La Laguna: ciudad antigua y Patrimonio de la Humanidad, dicen… y desde luego Universidad. En tranvía (rápido y comodísimo) el centro de La Laguna está a poco más de media hora. Recorro la ciudad vieja en un santiamén, hago fotos al atardecer, recuerdo otras arquitecturas coloniales: en Montevideo, Quito, Santiago de Chile, Santo Domingo, Cuba, el golfo mexicano… Paseo, tasqueo… Ya de noche encuentro un restaurante italiano detrás de la catedral: ceno bien, buena pasta fresca y cocina con imaginación (aunque recalentada); buen vino blanco de cepas a más de mil quinientos metros de altura. Converso un rato con el simpático maître hablando de vinos de altura: de Chile, del Somontano, los Riesling alsacianos, y sobre todo de los de Tenerife, de las comarcas de Abona, de Tacoronte-Acentejo, las excelencias del valle de Güímar, del valle de la Orotava y de Icod y Guía de Isora, de sus variedades blancas —listán blanco, la vijariego blanca, la bermejuela (me encantó un vino joven de esa uva)— y especialmente de la malvasía blanca que da un vino excepcional de color oro viejo, dulce natural, por el que Falstaff era capaz de vender su alma al diablo… De postre, por supuesto, dos copas de malvasía, pero rosado: Brumas de Ayosa, qué delicadeza, me sabe a guayaba fresca, memorable…

Son casi las once de la noche y vuelvo a Santa Cruz. Estoy cansado pero feliz, y más después de esa rosada dulzura… Llego al hotel en un pis pas… todavía falta media hora para la media noche. Preparo mis cosas para mañana, para ir al volcán; me levantaré a las seis de la madrugada… Leo un cuento corto de Murakami —El año de los espaguetis: “Pero quiero que me comprendas. En aquella época, yo no quería mantener ninguna relación con nadie. Justamente por eso iba yo haciendo espaguetis un día tras otro. En aquella enorme olla donde habría cabido un perro pastor alemán”… Me dormí como un bendito con regusto a malvasía. No tuve tiempo ni para pensarte…


Fotos: "Habitación con vistas", Iglesia de la Concepción-Santa Cruz de Tenerife, Palacio de los Capitanes-San Cristobal de La Laguna; marzo 2008

Mi aventura en Tenerife, la ballena-isla-volcán, en cinco capítulos... (II)




A las seis en punto, arriba… todavía es de noche. A las siete ya estoy de camino hacia la estación de autobuses; a las 7,30 h. salgo hacia Puerto La Cruz, en la costa noroccidental de la isla, en donde tendré que tomar otro autobús que me llevará hacia el Teide. Recién amanece el día veo que no hay nubes, el cielo está totalmente despejado; es un “regalo de dios” se mire como se mire… En la autovía a Puerto La Cruz descubro el volcán a lo lejos: está nevado, o al menos hay grandes placas de hielo en su parte superior. La costa por esta zona desciende suavemente hacia el mar azul; se ven muchas construcciones nuevas en medio de campos y plataneras; en general se trata de arquitecturas brutas, sin alma, a las que ni siquiera salva el color de su maquillaje —qué mal gusto el de sus propietarios, sus constructores, pero qué fortuna la de vivir en este paraíso frente al mar, los muy cabrones… Llegamos puntuales al puerto turístico, la ciudad se despereza, compro un periódico y me entero entonces del último asesinato de ETA… —en ese mismo momento pensé en recomponer para este blog mi Manifiesto contra el fanatismo. Sólo tengo palabras para combatir la barbarie y el fanatismo, sea cual sea su pretexto; pero no crean los fanáticos que mis palabras son de fogueo aunque no maten como las suyas, ni siquiera les dejen malheridos. Mis palabras son terribles para ellos y sus cómplices, jamás las podrán olvidar: tatúan al rojo vivo una sola palabra en sus frentes… ASESINOS… Qué más puedo decir…

A las 9,15 h. salimos hacia el Teide escalando sus laderas, atravesando el valle de Orotava y demás pueblos de sierra. Ascendemos a buen ritmo, apenas hay coches en la carretera. El valle, que debió ser una preciosidad hace un tiempo, un vergel, hoy es una masa informe y continua de casas y arquitecturas a cual peor y más esperpéntica; hay bloques de adosados horribles que arruinan la escala rural, el paisaje natural; yo a esto también le llamo terrorismo… A partir de los mil metros de altura comienza un denso bosque de pinos canarios y brezos que se espesa más y más y apenas deja pasar la luz: es la llamada Corona Forestal, estamos en pleno Parque Nacional de las Cañadas del Teide… De vez en cuando el cono del Teide se deja ver —imponente—, coquetea con nuestras miradas y deseos… Los pinos crecen bien alto y rectos: compiten por el sol sobre el mar de nubes; creo que también se aupan para ver mejor el volcán, árboles curiosos más que humanos, enraizados… Qué fatal destino el de los árboles, sin pies, sin alas ni aletas, siempre fijos en sus lugares de nacimiento hasta su muerte: para un viajero su peor destino es ser en una próxima transformación un árbol cualquiera, un vegetal “aterrado”, cualquier planta que tenga raíces… —incluso la yedra que escala los muros hacia tu terraza, mi amor.

Por encima de los 1.500 m. la vegetación se achica y escasea: arbustos, matorrales, retama; a partir de los 2.200 la lava caprichosa y las dunas de cenizas petrificadas se adueñan del paisaje, estamos en el borde del paisaje lunar, en los labios del volcán, ascendiendo por sus estrías… Un par de paradas logísticas y en unos minutos nos encontramos en la base del teleférico a 2.350 m. Por fortuna todavía no han llegado los autobuses turísticos, así que puedo subir pronto a la “máquina” que me lleva a la cumbre (bueno, a sus proximidades). Apenas son diez minutos de ascenso casi vertical; el panorama es indescriptible, me faltan las palabras. Colgado sobre el abismo miro en derredor y descubro los hitos principales de un horizonte de casi 360º; la soledad aquí arriba es sobrecogedora. Por fin llegamos a la Terminal, la Rambleta, a 3.350 m. de altura, a un tiro de piedra de la cima-cráter. Se siente la falta de oxígeno, la presión aconseja andar poquito a poquito, hacer lentos movimientos, disfrutar la altura y sus vistas sin demasiados excesos físicos —los pensamientos, los sentimientos del alma, que se desboquen, por supuesto.

A estas alturas del relato confío que todos los que me leen saben qué he venido a hacer a Tenerife, al Volcán, hoy 08/02/2008. Si alguien entró por casualidad a esta casa le remito a mi texto Dónde y qué voy a hacer los próximos días, meses años: http://arterapiasentimental.blogspot.com/2008/03/dnde-y-qu-voy-hacer-los-prximos-das.html Estoy en la ballena-isla-volcán para oficiar mi ceremonia de dedicación y entrega al destino en el umbral de un nuevo periodo de mi vida que intuyo y ciertas señales me anuncian. Estar aquí y ahora ya es en sí parte del ritual: “el hombre que mira a lo lejos” está sobre su atalaya más elevada dispuesto a ver venir su futuro de lejos, a reconocer sus signos, a culminar su metamorfosis última desde el estado de crisálida al de mariposa, ser alado que todo lo recrea con el batir de sus alas y el torbellino de sus colores… El guerrero asciende a la montaña-volcán a purificarse, a pedir perdón a los que hirió sin querer o en un arrebato de pasiones; luego descenderá al desierto a caminar y recorrer los laberintos de espacio y tiempo indeterminados, a buscar su salida hacia el otro laberinto construido que será su hogar y habitará los próximos tiempos, haciendo sus magias convencido, elaborando sus arterapias benéficas, atrayendo las miradas del mundo y sus devotos, diseminando con generosidad sus palabras y su voz de durazno… Aquí estoy en el altar bajo la cima del volcán…

Lo primero que hago es escribir en un papel los nombres de todos aquellos a los que quiero pedir perdón y sus justas causas. Luego rompo ese papel en los más pequeños fragmentos que puedo hacer con mis manos; busco un lugar en donde depositarlos en secreto esperando que el viento de la montaña los expanda un día de estos, arremolinados, para que viajen a sus destinos… No es fácil, ya hay mucha gente aquí arriba, también guardianes que vigilan el cumplimiento de las más convencionales prohibiciones, como no arrojar “cosas” al espacio natural, etc. No obstante me siento en paz; la escritura de esos nombres y mi más sincero arrepentimiento y petición de perdón por mis excesos de orgullo o vanidad o soberbia, mis faltas de piedad o comprensión, mis venganzas, surten el efecto de descargar de golpe buena parte de mi tristeza… Por fin los guardo entre la nieve helada con la esperanza de que se conserven mientras llegue el deshielo y vuelen luego a su aire. Me siento feliz, yo sé por qué… Entonces busco a alguien que me haga una foto, me retrate con esa expresión de paz interior y alegría que se exterioriza sin más motivo que ser feliz a mi manera —también son importantes las imágenes memorables que expresan estas emociones; son recuerdos para compartir… Pido el favor a una pareja que conversa mirando al vacío; con una sonrisa me retrata el hombre. Les pido me dejen devolverles el favor, aceptan que les retrate con la cima del volcán sobre sus cabezas. Nos despedimos con sonrisas y comentarios amistosos… Una vez oficiada la primera ceremonia, dedico unos largos minutos a contemplar el magnífico espectáculo de la Naturaleza ante mis ojos: al oeste, el mar de nubes sobre el mar de olas; enfrente el observatorio astrofísico que mira y vigila el universo; a lo lejos las montañas de Gran Canaria sobre su propio mar de nubes; abajo y al este, sierras y campos de lava, llanuras de cenizas y valles lunares, los Roques de García, el trazado de una carretera y caminos en medio del desierto y la estepa de retamas; en un punto de la carretera la arquitectura minúscula del Parador Nacional del Teide… —¡Qué sublime, dios!… qué regalo para quien su nombre secreto es “el hombre que mira a lo lejos”. Antes de bajar al valle de lava y sus desiertos llamo por teléfono y envío mensajes a gente que quiero, que me importan —ay, si supiera tus números, amor, tu nombre por lo menos… siento que vienes pronto, te presiento, te huelo… pero no sabemos todavía de nuestras voces, de sus sabores, sólo podemos leernos aquí de tiempo en tiempo… Qué daría porque me leyeras, me escucharas, con sólo pensarte…

En unos minutos estoy en la base del teleférico y comienzo a descender caminando hacia el desierto a los pies del volcán. Sé interpretar los mapas y los signos de los desiertos —llevo media vida haciéndolo, son como mi jardín doméstico. A unos cientos de metros encuentro un camino, unas instrucciones para caminantes; sigo adelante, dibujo en mi mapa mental las direcciones y sus posibilidades. Avanzo confiado y feliz, sólo llevo conmigo agua, nada de comida, ayunaré antes de llegar a la meta que me he fijado, el Parador. Sigo un camino a veces frecuentado por otros caminantes entre campos de lava roja y negra y dunas de cenizas volcánicas; parece que en primavera desflorará la vegetación típica del territorio: retamas, tamajiste, alhelíes, tenástica, violeta del Teide, hierba pajonera. Hay un hermoso silencio; hablamos de nuestras cosas mi sombra y yo… En un punto determinado, alejado de miradas por sorpresa, en soledad, inicio mi segunda ceremonia: la de los deseos… Traigo conmigo tres copias de los dibujos de Izabella Jagiello; escribo sobre ellos dedicatorias para los deseos de tres personas que de algún modo me lo han expresado, los guardo en una bolsa, acompaño a los dibujos una postal del volcán en donde escribo una nota por si alguien los encuentra antes que sus destinatarios los recojan para sí —lo que significará que sus deseos se han cumplido—, le explico a ese hipotético “encontradizo” de qué se trata, le pido que respete esta ceremonia, le remito a este blog para saber más y saciar su curiosidad… Guardo la bolsa bajo piedras de lava bermeja en una oquedad natural; miro al volcán desde abajo y le ruego interceda al destino nos regale estos deseos y muestre el camino para ir a su encuentro… Así sea; así será…

En un recodo de la senda me siento sobre una roca y leo a Murakami en su cuento El hombre de hielo:Yo no tengo pasado. Yo conozco el pasado de todas las cosas. Conservo el pasado de todas las cosas. Pero “en mí” no hay pasado. No sé dónde he nacido. No conozco el rostro de mis padres. Ni siquiera sé si realmente los he tenido. Ni siquiera sé cuántos años tengo. Ni siquiera sé si, en verdad, tengo edad”. Recuerdo a Castaneda: “Un guerrero no necesita historia personal. Un día descubre que ya no le es necesaria, y la abandona”… Pienso y escribo: “No hay regreso posible a la ignorancia inocente. ¿Nuestra felicidad depende de nuestra sabiduría o de nuestra ignorancia?” Llego al Parador en poco menos de tres horas desde que abandoné el teleférico. Falta más de una hora para que llegue el autobús de vuelta. Me siento algo deshidratado pero no cansado. Bebo y bebo más agua, y un sándwich para reponer fuerzas. El resto del tiempo antes de partir paseo por la zona de los Roques de García —conmovedores fantasmas petrificados— y fascinado extravío la mirada sobre el Llano de Ucanca, un auténtico valle lunar en donde experimento nuevamente el sentimiento de lo sublime ante su vastedad y desnudez… Cuántos sentimientos de lo sublime en mi vida; y qué distintos, aun con el mismo sobrecogimiento ante la inmensidad de la naturaleza y sus caprichos…

Por fin llega el autobús puntual. En un santiamén abandonamos la llanura árida y reingresamos en el bosque de pinos, para luego rozar el mar de nubes casi pegado a la montaña. Antes de las seis ya estoy paseando por Puerto La Cruz husmeando el ambiente y scaneando cafeterías para descansar un poco, hacer tiempo. Aquí el cielo está nublado, hay fuerte brisa, siento frío. Sentado en una terraza oigo las gracias de un par de cubanas de piel canela llamando la atención. “Lo siento, hoy no es nuestro día”, pienso para mis adentros. Pago y me voy rápido hacia la estación de autobuses. A las ocho en punto estoy en mi hotel. No ceno, por supuesto. Me quema la cara… Esta noche no hay ni Murakami, ni Castaneda ni Pablo Llanes que valgan… Bona nit, cara...
Fotos: Serie "El Teide y sus paisajes", "Deseos-dibujos"; Tenerife, marzo 2008