miércoles, enero 30, 2008

Carta desde Estambul en invierno...


Cualquiera te dirá que Estambul es una ciudad reclinada sobre el Mar de Mármara y el Cuerno de Oro. No sé si la conoces, y si es así, qué te voy a contar… Hermoso Mar de Mármara: tres veces Mar… Mar… Mar… Te confieso que me fascina esta palabra, lo que representa, es como una señal que aviva mi interés; será por eso que me atraen sobre todo los nombres de mujer que huelen a mar (o lo contienen): Marta, María, Marina, Margarita o “Marsherezade”, por ejemplo. En Estambul en invierno, como ahora, me gusta pasear cuando la tarde languidece y la humedad hace sus estragos previsibles por su orilla occidental; camino hacia la niebla y entro en la niebla sin cuidado… Los camareros de los chiringuitos dejan que llegue la noche prometida sin aspavientos, sin gritos ni muecas ni sonrisas-reclamo para sus mercancías, se abandonan confiados a su suerte, apenas ponen atención en los escasos transeúntes que por allí paseamos casi invisibles… Las gaviotas siguen con su escándalo, los perros en su vagabundeo por los montones de basura. En invierno Estambul es tan gris y melancólica como Venezia.

No sé si sabías que Estambul es una de mis ciudades preferidas, de esas que se añoran y desean a distancia y volvemos siempre que podemos para estar por estar y dejar pasar los días sin otro motivo que nos distraiga. Me gusta volver de vez en cuando, que no pase mucho tiempo para que no cambie demasiado. No quiero alojarme, y alojar a Estambul, únicamente en mi memoria… Desde cualquiera de los hoteles de mis perezas los templos de tu imaginación están a un paso, un santiamén. Unas veces me alojo en el Ayasofia Pansyons (cerca del Topkapi, en la callecita de las maravillas y casitas de madera) y otras veces en El Yesil Ev (Green House), muy cerquita del primero. Me gusta la decoración otomana tardía, tan decadente a la vez que sutil, las habitaciones tapizadas en seda o terciopelo damasquinado, las maderas de limoncillo y palo de rosa, las incrustaciones de madre perla y nácar. En Estambul puedo dar rienda a mi cínico romanticismo, solo o acompañado, como quieras. En cada viaje a Estambul inauguro o invento amantes; o ellas me inventan a mí, que es lo mismo dada la voracidad de nuestra imaginación para derrotarnos sobre los cubrecamas y sábanas recreando nuevamente nuestros cuerpos. Estambul es una pura y permanente invención o una serie de deliciosas realidades y derrotas encadenadas con eslabones de seda, que para el caso es lo mismo —¿no se trata de renacer?

Es innecesario que te describa la redondez de las cúpulas y la agudeza de los alminares hacia el cielo, que te guíe en un recorrido turístico por Hagia Sophia, la Mezquita Azul y por casi todas las mezquitas de casi todos sus sultanes y los serrallos y la Biblioteca; hace tiempo que dejé de visitar monumentos en Estambul. Tampoco el Gran Bazar, el Kapali Çarci, es el lugar que más frecuento —prefiero otros bazares, otros zocos de mis otras ciudades: Kairuán, Marrakech, Jerusalén, El Cairo… Aun con todo, de vez en cuando, merodeo por algunos de sus rincones más auténticos y me detengo a manosear libros editados en Londres o Berlín, a acariciar sus encuadernaciones, o paso horas rebuscando antiguos platos y azulejos de Iznik y Ragges, encontrando figuritas de alabastro, de sardónice, de malaquita, de esas que uno no puede pasar de largo como si nada. Tengo la vida llena de libros, de encuadernaciones, de raras porcelanas y esculturitas en piedras preciosas. Colecciono recuerdos y los amontono a su capricho… —a menudo los recuerdos se confunden entre ellos.

Prefiero perderme en el Bazar Egipcio, en el de las especias, y dejarme llevar por los olores y los colores del pimentón y el comino, por la canela y el curry, el jengibre, los tés y manzanillas, las legumbres, los granos de café… y las sonrisas de las mujeres y sus blancas ferocidades… y sus ojos tristes y profundos. Al salir del tumulto siempre hay un “lokanta” en el que reposar y comer cualquier plato del día: casi siempre verduras y hortalizas, ensaladas de tomates, berenjenas y garbanzos, aderezadas por la “tahina”, la crema de semillas de sésamo… y huevos o arroz, y cordero deshuesado con dátiles, ummm… y bebiendo “ayran” o té, y regalándome a los hojaldres y las delicias turcas… ummm… —qué delicioso simulacro de cuerpos devorándose, caníbales insumisos e insatisfechos.

Cuando estoy solo en la ciudad, muchas noches salgo a vagamundear sin rumbo por la Istiklal Caddesi hasta que no puedo más de tanto bullicio; luego voy a esconderme en alguna taberna subterránea a mirar. No sé que me pasa en Estambul —o en Venezia— cuando estoy solo. Parezco un caracol con su inmensa esfera de los recuerdos espirales a cuestas, tan refugiado y ensimismado que hasta me hago invisible frente a los cristales de los escaparates; así que no me queda más remedio que mirar y hacer que me miren para saberme aquí y ahora y no en las demás ciudades de mis fechorías o a la cintura de los amores que fueron para siempre mientras duraron o a la sombra de sus lejanas estaturas. Me entretengo a mi manera tejiendo fantásticas telas de araña para atrapar al aire nuevos ojos verdes, negros, azules, avellanas con miel, de esos que andan por ahí buscando sonrisas desconocidas. Las aventuras más apasionadas nacen de miradas furtivas, da igual si descaradas o agazapadas tras un discreto velo de aparente indiferencia, que te convocan sin más garantía que su belleza a una cita urgente e inaplazable sólo apta para gente con corazón de verdad. Y es que en una mirada sabemos ya cómo se enredarán luego nuestras pestañas, cómo nos escalaremos temerarios y arrojaremos suicidas al pozo hondo del placer aquella noche, y si habrá o no después un último cigarrillo… incluso adivinamos en un abrir y cerrar de ojos la partitura de sus gemidos y el guión de nuestras palabras de adiós o hasta luego sin mucha convicción ni esperanza. En Estambul —como en Venezia— ninguna mujer puede ser confundida con una puta ladrona aunque te haya robado el alma para siempre o dejado en la más completa ruina por un beso de esos que nunca aprenderemos a contar con palabras ni falta que hace. Quien ama tan locamente no tiene derecho a reclamar luego su alma o su fortuna o la exacta verificación de todas esas promesas que se dicen por decir cuando se finge estar enamorado.

Estoy seguro que si vienes a Estambul querrás ir a los baños turcos para hermosear tu piel y tu vientre, dejar pasar dulcemente el tiempo en el hamman… sin duda excitada, impaciente y nerviosa, deseando ya mismo las desconocidas caricias que te esperan aún no sabes dónde, si en su hotel, si en el tuyo o en una preciosa buhardilla con vistas al Bósforo en el barrio de Babek —ay, estas mujeres que parecen niñas; como si fuera la primera vez que tus muslos y tu espalda fueran a tensarse por el placer de un amor de una sola noche, de esos a primera vista que no duelen… Deja hacer a esas mujeres grandes del hamman, son maestras en los misterios del cuerpo y sus secretos más íntimos, deja que te descubran tus preciosos resortes escondidos que desconocías por unas liras… Seguro que entre la espuma y las manos de esas mujeres te sorprenderás lloriqueando entre risas, estremeciéndote no sólo con escalofríos… Amando tu cuerpo en sus manos aprenderás a regalarte derrochadora más tarde…

Ve tú a saber si alguna vez próxima nos encontraremos en Estambul. Al fin al cabo un día de estos nos encontramos frente a frente leyéndonos sin querer, reconocimos nuestras palabras desconocidas, qué milagro, aunque no es lo mismo… Ojalá pueda guiarte por los laberintos de Agatha Christie en mi hotel preferido, en el Pera Palas —qué pena que todavía siga cerrado por reformas; habrá que esperar un tiempo, ten paciencia mujer. A lo mejor nos ayudamos por unos días, cómplices, a cometer un asesinato irresoluble, el de la soledad… Te prometo que no habrá armisticios ni treguas. Soy un conversador desalmado, un viajero despiadado, un amante de los de antes de la guerra… Soy Pau Llanes, el alquimista, el que cambia el valor de las palabras sólo con escribirlas. Pero eso tú ya lo sabes, lo vas descubriendo poco a poco mientras sueñas estar en Estambul sobre el tapiz volador de mi literatura… Qué te voy a decir que no hayas descubierto en una mirada…

Ven pronto, cuando quieras… Besos húmedos y salados desde Estambul.

5 comentarios:

Ainhoa dijo...

Precioso texto. Me trae tantos recuerdos...
Y me ha gustado esa frase: "Tengo la vida llena de libros".
Vas a tener razón con eso de que tenemos muchas cosas en común.
Creo que me voy a convertir en visitante asidua de tu blog.
Un saludo.

Anónimo dijo...
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Daniela dijo...

Pau...esta tarde estoy en casa, y saboreo con avidez tus hermosos escritos, me encanta éste... precioso.
Besos.

MartinAngelair dijo...

...luego voy a esconderme en alguna taberna subterránea a mirar...

...inauguro o invento amantes...(Marsherezade).

Aquí lo dejo...porque hay más...pero si las copio ya dejaría de ser trivial y casual.

Empiezo a dudar y a creer que no existes Pau. Pero sí mis B.D.

Un saludo cariñoso.

ev dijo...

Vaya... estuve en Estambul hoy
Hasta ame a las mujeres que amaste, hasta adivinaste mis pensamientos conforme los ibas contestando en esta carta a tu "mar..."
Que intenso...

Besos de "especias"