
Hoy quiero escribirte sobre las esperas y la esperanza… Ayer pasé todo el día pendiente de tus palabras, de tus voces… no veas la de veces que abrí mi correo, que creí oír la musiquita familiar del teléfono mientras entraba y salía del jardín, podaba el seto y arrancaba las malas hierbas… Mi alma sabe esperar, mi cuerpo también aunque le cuesta un poco más, es más chico; hay días que el alma y el cuerpo se desesperan a la par y bailan el mismo tango… Necesito escribirte sobre las esperas y sus entretiempos…
Hay situaciones que no se pueden ni deben provocar con urgencia e insensatez, pero tampoco retrasar indefinidamente, no sea que la vida haga de las suyas… Los encuentros necesarios, como los desencuentros inevitables, poseen siempre su tiempo y espacio únicos —irresistibles, irrenunciables, irrepetibles… La justificación del azar sólo es un recurso afortunado que ahorra las palabras y nos permite seguir creyendo en las virtudes terapéuticas del placebo de la libertad. Hay que dejar de tener miedo al destino: nos hace más frágiles, más humanos, sosiega nuestra impaciencia, reconforta nuestra angustia mientras tanto… El destino nos elige; el destino compensa nuestra lealtad con sus regalos inesperados… ¿Recuerdas qué día nos encontramos, dónde, cómo, qué palabras nos leímos por primera vez?
Paciencia —saber esperar— y esperanza son palabras antiguas, minas de sabiduría si sabemos leerlas como se merecen… Esperar respuestas, encuentros largamente aplazados, certezas de las cuales ignoramos casi todo… esperar por esperar… una espera sucesiva, permanente, un tejer ininterrumpidamente esperanzas —como Penélope, haciendo tiempo y confiando en el retorno de Ulises; o aquella paciencia de la que hablaba Baltasar Gracián en el Arte de la Prudencia: “Saber esperar. Hacerlo demuestra un gran corazón, con más amplitud de sufrimiento. Nunca apresurarse... Si uno es señor de sí, lo será después de los otros. Hay que caminar por los espacios abiertos del tiempo hasta el centro de la ocasión oportuna. La espera prudente sazona los aciertos y madura los secretos pensamientos”… Se trata de un esperar trenzado de pequeñas cosas: un mensaje de vez en cuando, tu cartita de los domingos, esas charlas que nos regalamos alguna madrugada… ya sabes, mujer, domesticar el tiempo, la distancia, sus mordeduras… La esperanza de la que te hablo es más metafísica, original; nunca circunstancial ni contingente, ni necesitada de grandes fisicidades —poco más que lo que intuimos, en donde se precipitan las palabras y abisma al silencio… La esperanza como medida áurea del mundo y las longitudes de nuestra vida; esperar como estado del ser y del sentir, condición sine qua non de nuestra humana precariedad, de seres limitados, incompletos, solitarios insumisos…
¡Cuántas esperas tan distintas; cuántos modos de esperar y estar en el mundo! Y cuánta espera angustiosa y desesperación en mis autores favoritos: Kafka, Pavese, Borges, Jabés… En unos casos se trata de la espera ineludible de la muerte, la única seguridad irrefutable, a la que se aguarda con cierta impaciencia y resignación: “Yo tengo setenta y ocho años, de modo que estoy esperando la muerte, esperándola con una gran esperanza, porque sé —es el único acto de fe que profeso— que la muerte será definitiva, que no habrá otra vida” (Borges). O la dolorosa espera, maltratada, de quien lucha por la escasa recompensa de su supervivencia manteniéndose apenas a flote sobre el oleaje de la duda, fatalmente herido de melancolía: “Lo que espero está siempre más lejos”...“La esperanza se encuentra en la siguiente página. No cierres el libro. He pasado todas las páginas del libro sin topar con la esperanza. La esperanza quizá sea el libro…” (Edmond Jabés: El libro de las Preguntas). O la rabiosa desesperación y malestar de quien se sintió defraudado por la vida y le pide explicaciones, la desafía mirándole a los ojos, y reclama con urgencia: “Saber que alguien te espera, que alguien te puede pedir cuentas de tus gestos y de tus pensamientos, que alguien te puede seguir con los ojos y esperar unas palabras, todo esto te pesa, te empacha, te ofende. Por eso es que el creyente está sano, también carnalmente: sabe que alguien le espera, su Dios. Tu eres soltero —no crees en Dios...” (Cesare Pavese: El Oficio de Vivir)
Pasamos toda la vida esperando, querida mía, aunque nos duela reconocer esta aparente debilidad de carácter. Esperamos que lleguen los deseos a convertirse en realidad, con su escándalo de pestañas enredadas y caricias desordenadas… y luego que los deseos se conviertan en recuerdos, exhaustos de haber vivido otra vez demasiado… Por fortuna casi siempre nos puede la esperanza de encontrarnos al fin con quien sabemos que de seguro vendrá, aunque desconocemos cómo y cuándo se cruzarán nuestras miradas… Y aun con todo nunca duele la espera, sino el desencuentro... Los encuentros son necesarios, los desencuentros inevitables, te decía… Pero no por ello tienes excusa alguna para hacerme esperar como me has hecho esperar todo el día abriendo y cerrando el Pc, mendigando tus palabras… entrando y saliendo del jardín a cada suspiro de la tarde… oliendo tu silencio trufado de miedo y ahora qué hago yo… Vamos a encontrarnos aunque sólo sea en sueños, mi amor, por ahora…
Hay situaciones que no se pueden ni deben provocar con urgencia e insensatez, pero tampoco retrasar indefinidamente, no sea que la vida haga de las suyas… Los encuentros necesarios, como los desencuentros inevitables, poseen siempre su tiempo y espacio únicos —irresistibles, irrenunciables, irrepetibles… La justificación del azar sólo es un recurso afortunado que ahorra las palabras y nos permite seguir creyendo en las virtudes terapéuticas del placebo de la libertad. Hay que dejar de tener miedo al destino: nos hace más frágiles, más humanos, sosiega nuestra impaciencia, reconforta nuestra angustia mientras tanto… El destino nos elige; el destino compensa nuestra lealtad con sus regalos inesperados… ¿Recuerdas qué día nos encontramos, dónde, cómo, qué palabras nos leímos por primera vez?
Paciencia —saber esperar— y esperanza son palabras antiguas, minas de sabiduría si sabemos leerlas como se merecen… Esperar respuestas, encuentros largamente aplazados, certezas de las cuales ignoramos casi todo… esperar por esperar… una espera sucesiva, permanente, un tejer ininterrumpidamente esperanzas —como Penélope, haciendo tiempo y confiando en el retorno de Ulises; o aquella paciencia de la que hablaba Baltasar Gracián en el Arte de la Prudencia: “Saber esperar. Hacerlo demuestra un gran corazón, con más amplitud de sufrimiento. Nunca apresurarse... Si uno es señor de sí, lo será después de los otros. Hay que caminar por los espacios abiertos del tiempo hasta el centro de la ocasión oportuna. La espera prudente sazona los aciertos y madura los secretos pensamientos”… Se trata de un esperar trenzado de pequeñas cosas: un mensaje de vez en cuando, tu cartita de los domingos, esas charlas que nos regalamos alguna madrugada… ya sabes, mujer, domesticar el tiempo, la distancia, sus mordeduras… La esperanza de la que te hablo es más metafísica, original; nunca circunstancial ni contingente, ni necesitada de grandes fisicidades —poco más que lo que intuimos, en donde se precipitan las palabras y abisma al silencio… La esperanza como medida áurea del mundo y las longitudes de nuestra vida; esperar como estado del ser y del sentir, condición sine qua non de nuestra humana precariedad, de seres limitados, incompletos, solitarios insumisos…
¡Cuántas esperas tan distintas; cuántos modos de esperar y estar en el mundo! Y cuánta espera angustiosa y desesperación en mis autores favoritos: Kafka, Pavese, Borges, Jabés… En unos casos se trata de la espera ineludible de la muerte, la única seguridad irrefutable, a la que se aguarda con cierta impaciencia y resignación: “Yo tengo setenta y ocho años, de modo que estoy esperando la muerte, esperándola con una gran esperanza, porque sé —es el único acto de fe que profeso— que la muerte será definitiva, que no habrá otra vida” (Borges). O la dolorosa espera, maltratada, de quien lucha por la escasa recompensa de su supervivencia manteniéndose apenas a flote sobre el oleaje de la duda, fatalmente herido de melancolía: “Lo que espero está siempre más lejos”...“La esperanza se encuentra en la siguiente página. No cierres el libro. He pasado todas las páginas del libro sin topar con la esperanza. La esperanza quizá sea el libro…” (Edmond Jabés: El libro de las Preguntas). O la rabiosa desesperación y malestar de quien se sintió defraudado por la vida y le pide explicaciones, la desafía mirándole a los ojos, y reclama con urgencia: “Saber que alguien te espera, que alguien te puede pedir cuentas de tus gestos y de tus pensamientos, que alguien te puede seguir con los ojos y esperar unas palabras, todo esto te pesa, te empacha, te ofende. Por eso es que el creyente está sano, también carnalmente: sabe que alguien le espera, su Dios. Tu eres soltero —no crees en Dios...” (Cesare Pavese: El Oficio de Vivir)
Pasamos toda la vida esperando, querida mía, aunque nos duela reconocer esta aparente debilidad de carácter. Esperamos que lleguen los deseos a convertirse en realidad, con su escándalo de pestañas enredadas y caricias desordenadas… y luego que los deseos se conviertan en recuerdos, exhaustos de haber vivido otra vez demasiado… Por fortuna casi siempre nos puede la esperanza de encontrarnos al fin con quien sabemos que de seguro vendrá, aunque desconocemos cómo y cuándo se cruzarán nuestras miradas… Y aun con todo nunca duele la espera, sino el desencuentro... Los encuentros son necesarios, los desencuentros inevitables, te decía… Pero no por ello tienes excusa alguna para hacerme esperar como me has hecho esperar todo el día abriendo y cerrando el Pc, mendigando tus palabras… entrando y saliendo del jardín a cada suspiro de la tarde… oliendo tu silencio trufado de miedo y ahora qué hago yo… Vamos a encontrarnos aunque sólo sea en sueños, mi amor, por ahora…
Foto: Buda esperando recostado; Ayutthaya, Tailandia, 1995