lunes, febrero 04, 2008

Gracias a la nieve que me ha dado tanto...


Todavía no era media noche. Recién había llegado a la isla después de mi azaroso viaje de New York a Londres de allí a Barcelona y por fin a Mallorca. Llevaba treinta y dos horas cautivo en aeropuertos y aviones, todo por la maldita nieve, por esa gran primera nevada del año en New York que había colapsado el tráfico aéreo, almacenado toneladas de nieve helada en las alas de los aviones y, de carambola, me había hecho perder todas las conexiones para volver a casa. Aun con todo he de dar gracias a dios por llegar hoy mismo; cuánta gente habrá quedado perdida por esos aeropuertos en medio mundo sin certeza alguna de cuándo llegarán a sus destinos. No podía quejarme tampoco por los frutos de mi estancia en New York aquellos días: la exposición había sido un éxito, la gente estaba realmente contenta y feliz por el resultado final de su instalación, por la calidad de las obras seleccionadas… y además, de regalo, gracias a Sara, he tenido la inesperada fortuna de conocer en persona al Profesor Rosenblum en su despacho en el Institute of Fine Arts de la NYU, hablar con él de nuestras cosas en común, incluso intercambiarnos libros y confidencias…

No cené, no tenía apetito… Antes de acostarme busqué en mi biblioteca un libro de Robert Rosenblum: La pintura moderna y la tradición del romanticismo nórdico —una compilación de las famosas ocho conferencias impartidas por el Profesor en la Universidad de Oxford a principios de los años setenta. En ellas Rosenblum planteaba un enfoque heterodoxo sobre las influencias recibidas por el arte moderno en sus orígenes, tradicionalmente atribuidas al desarrollo de la pintura francesa. Su punto de vista ampliaba estas innegables referencias a otras escasamente consideradas hasta el momento, las del Romanticismo nórdico, lo que nos permite reconocer insospechadas conexiones entre Friedrich, Van Gogh, Kandinsky o Rothko, por ejemplo. Me dormí melancólico contemplando la ilustración del Monje frente al mar de Caspar David Friedrich… ¡Sublime!

Estuve en la isla apenas dos días, tiempo que aproveché para descansar del ajetreo reciente y terminar de preparar mis conferencias para el seminario sobre estética contemporánea que debía dictar aquella próxima semana en la Galería Tretiakov de Moscú. Carmen, nuestra agregada cultural, las había preparado con gran mimo y entusiasmo; confiados, nos prometíamos un gran interés y éxito entre los profesionales del arte moscovitas, los artistas, las nuevas galerías emergentes… Hablé con Carmen y mi traductor unas cuantas veces esos días, estaban en sus casas bloqueados por la nieve y el hielo, en la noche los termómetros marcaban diez grados bajo cero. Además eran días festivos: el domingo había elecciones legislativas para la Duma rusa, el lunes era fiesta en la Embajada española.

El martes día 8 de diciembre, de nuevo en viaje… Mi vuelo a Moscú debía salir poco antes de media noche desde Madrid. A la hora de embarcar nos convocaron al mostrador de Iberia para comunicarnos que habría un ligero retraso en la salida: el aeropuerto de Moscú se hallaba cerrado bajo una gran tormenta de nieve y la compañía había decidido posponer el vuelo hasta no saber a ciencia cierta cuando lo iban a reabrir… —¡No puede ser. Otra vez esa mierda de nieve!, exclamé en mis adentros… Paciencia, Pau… Me refugié en la sala VIP de Iberia y maté el tiempo como pude entre cafés cortados, coca-colas light y cigarrillos uno tras otro —entonces todavía había zonas para fumadores en esas salas, qué delicia… Ah, y aproveché para releer algunas de las conferencias de Rosenblum en Oxford… ¡Qué tipo tan genial! ¿Le habrá gustado mi texto? ¿Me citará en algunas de sus próximas conferencias? ¿Qué me quiso decir con aquella frase en su despacho? Y si Don Quijote y Sancho no hubieran encontrado molinos en su viaje, ¿contra quién se habrían enfrentado?... A las tres de la madrugada salimos hacia Moscú. No pude dormir en todo el viaje, exhalaba cafeína por los poros…

En el aeropuerto moscovita me esperaba Alexéi, el chofer de nuestra embajada… eran casi las 10,30 de la mañana cuando nos encontramos en el hall de llegadas —pobre hombre, llevaba cuatro horas esperándome… menos mal que el aeropuerto estaba relativamente caldeado, con calefacción; Alexéi dice que cerró los ojos de vez en cuando mientras me esperaba… La ciudad estaba cubierta con casi medio metro de nieve helada. Las máquinas quitanieves habían hecho un buen trabajo tras la tormenta pero el tráfico seguía sufriendo las inclemencias y excesos del temporal… —a este paso al menos tardaremos una hora en llegar al hotel, pensé… Carmen me llamó por teléfono para darme la bienvenida y decirme que a la una el chofer pasaría de nuevo a recogerme para ir a almorzar a su casa, había preparado pelmeni, que me encantan… No tenía sueño aún, estaba excitadísimo, así que pensé que lo mejor sería aguantar hasta la tarde y dormir una larga siesta…

Al acercarnos al Centro el tráfico se fue espesando. Y aunque esto era normal por la hora, no lo era el constante ir y venir de los coches de la policía, ambulancias, incluso algún camión del ejército, saltándose los semáforos, derrapando temerarios sobre el hielo, tanto ruido de sirenas… Alexéi intuía que algo gordo había sucedido: una explosión de gas, un choque de autobuses, el derrumbe de una casa por la nieve helada, no sé… Circulábamos por la Avenida Gorky, luego de atravesar el Boulevard Ring, a unas manzanas del Hotel Nacional, cuando por fin nos detuvieron… Un control mixto de policía y ejército exigían severamente a los coches y demás transportes retroceder por la Gor’kogo: el acceso a la zona del Kremlin estaba totalmente cerrado… —Seguro, ha ocurrido una catástrofe, pensamos desconcertados… Al reconocer que nuestro coche era un vehículo oficial de embajada un policía se acercó a informarnos: le comentó a Alexéi que poco antes se había producido una explosión a las puertas del Hotel Nacional, que parecía ser un atentado de los chechenos, que les habían dado órdenes de controlar todos los accesos al barrio del Kremlin y vigilar que no hubiese gente sospechosa en las cercanías… —¡El Nacional! ¡Es mi hotel! ¿Y ahora qué hacemos, Alexéi?... El chofer pidió hablar con el superior encargado del control para que nos dejara aproximarnos al menos unos metros más, a ver qué se le ocurría… Pasados unos minutos un oficial se nos acercó e indicó a Alexéi que se detuviera totalmente: lo único que podía hacer bajo su responsabilidad era guardar nuestro coche allí y mandar a uno de los policías que nos acompañara hasta el hotel… ¡Qué remedio! Era la mejor solución, desde luego… Sacamos el equipaje y comenzamos a andar con cuidado sobre la nieve helada —menos mal que llevaba calzado adecuado y sabía caminar sobre el hielo; qué suerte ¿no? Hasta el Hotel Nacional sólo había unos pocos cientos de metros, una nadería…

Llegamos exhaustos y medio congelados a la puerta lateral del hotel, por supuesto no dejaban acceder a nadie por la puerta central, estaba totalmente destrozada —el aire olía a pólvora o algo así, o me lo parecía… Tras pasar varios controles ya en el interior, un amable recepcionista nos atendió en la zona de la cafetería; en nombre del hotel nos pidió disculpas por la situación y me dijo que se alegraba de que mi avión hubiera llegado tarde —qué majo, ¿verdad?—… La habitación que me habían adjudicado se hallaba en la parte trasera… la que tenía reservada en la tercera planta, frente al Kremlin, estaba prácticamente destruida por el atentado… ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!... ¿Y qué se le dice a un tipo cuándo te comunica amablemente que tu habitación está jodidamente hecha añicos por las bombas de unas jodidas chechenas suicidas que no se les ha ocurrido otra jodida idea que atentar hoy en este jodido hotel al que debería haber llegado tres jodidas horas antes y ahora estaría jodidamente muerto o malherido? ¡A ver qué le dices a la vida, a la muerte, Pau! Vomité silencio… Era media mañana en Moscú. El reloj del Kremlin, marxista y marcial, siempre puntual, me regaló una docena de campanadas de bienvenida y desagravio… Una vez en mi habitación seguí vomitando silencio, qué si no. Olía a muerte…

Aquella tarde no dormí la siesta…

Foto: Plaza Roja, Moscú; agosto 2003

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