martes, febrero 05, 2008

Memoria y elogio de la oscuridad...


En la casi totalidad de los tiempos y culturas de la Historia el color negro ha estado asociado a valores, significados y aspectos negativos y nefastos, como la muerte, el mal, el dolor, la tristeza, la sin razón o la fatalidad del destino, entre otros. F. Portal, en su estudio recopilatorio e interpretación del simbolismo de los colores, atribuía al negro el símbolo del error, de aquello que no es, de la nada. El blanco era la luz, el símbolo de la verdad absoluta, de la vida… El negro los negaba. Resulta sospechoso que la humanidad se haya puesto de acuerdo en lo que respecta al simbolismo de estos colores fundamentales —el blanco, el negro— en quienes resumimos toda nuestra experiencia visual, al contrario que en otros asuntos e interpretaciones de interés antropológico. Parece que no hubiera lugar para la duda o la discrepancia. Y sin embargo, no me resigno a entender la cuestión de manera tan superficial y rudimentaria, mecánica y convencional. ¿Y si las cosas no fueran cómo parecen ser?

También las palabras inducen a errores; a veces se desemantizan por el uso, se desimantan y pierden sus propios significados, transformándose con el tiempo y su indigencia. En uno de sus raros y escasos diálogos publicados, Borges y Sabato se refieren a la curiosa semejanza y singular origen de las palabras “black” (en inglés, negro) y la palabra española “blanco”. Según Borges, “black”, tanto en inglés como en alemán significaban inicialmente “no color”, pudiéndose utilizar para definir un lugar arrasado por el viento, algo triste y descolorido… Ya vemos qué se cuentan dos escritores, chocheando, haciendo y deshaciendo los diccionarios… ¡Qué geniales impertinencias!

No es cierto, en primer lugar, que la negrura sea la negación de la luz, lo que supondría una primacía de origen de la luz sobre la oscuridad, sino al contrario… Según la mayoría de las cosmogonías “al principio era el Caos”, las tinieblas, la noche. En ella se hizo la luz, seguramente provocada por la singularidad del big-bang original, dicen los promiscuos justificadores de lo posible y los poetas de la ciencia especulativa. ¡Qué ceguera por deslumbramiento tan extraordinaria tras la invisibilidad de la noche inmemorial! ¡Dios, qué espectáculo de luz y sonido tan magnífico! ¡Y qué derroche! Todo un escándalo de energía para abolir la relativa y paradójica calma, tan precaria, del caos reordenándose luego de cada catástrofe…—en un instante, en una eternidad—… para desde allí, de inmediato, derrumbarse de nuevo irremediablemente… y otra vez renacer de entre las cenizas… —tan sucesivamente, tan sin tregua, que nada ni nadie pudiera advertirlo; ni siquiera Dios, que todo lo advierte y nada le divierte. Acaso algún pequeño error de cálculo del “Viejo Solitario Invisible” provocó que el universo renunciara a su confortable y caótica quietud inestable y empezara a expandirse sin ton ni son, abocado al encuentro de una muerte que se sabe segura, pero impredecible e inesperada… ¡Qué estúpida manera de afirmar y demostrar el recién creado Principio de Entropía con su suicidio! ¡Qué chiste del destino tan desafortunado! Dios no se ríe del destino, ni tampoco le hace ninguna gracia el azar… Dios no tiene sentido del humor, por supuesto

Así, la luz vino a alterar la solidez argumental de lo negro y hacer añicos la única realidad posible que merecía existir. En la oscuridad perfecta y sin fisuras no había nada que ver ni nada en lo que dudar. En la oscuridad las cosas son, están, existen realmente… no tienen otra oportunidad que la de ser y estar. A la luz, en la pornografía de la claridad, las cosas apenas parecen y se manifiestan según el color y sabor de nuestra mirada. Un solo rayo de luz da al traste con toda la oscuridad y sabiduría acumulada durante siglos. Nada hay más terrible y poderoso que un hilillo de luz atravesando y arruinando los territorios de la noche; nada tan revelador como un brillo estrellado en el iris de tus ojos…

La visión nace de la desigual lucha de la luz contra las tinieblas y la negrura; de sus triunfos —por pequeños que sean— siempre implacables. Una imagen no es sino la victoria de la luz penetrando en los espacios exclusivos de lo negro y la ceguera. El claroscuro de un rostro, el delicioso modelado de un cuerpo, la sutil apariencia de llanuras, canales, laderas en aquellas manos, la morbidez de tu vientre, las alturas y precipicios de su cuello, son el exquisito botín del combate que libraron entonces la luz y la oscuridad —ya derrotada de antemano, apenas sin resistencia ni vergüenza. Cuánta nostalgia y tristeza sentimos siempre en una imagen…

Si el artista se creyó alguna vez hacedor de cosas maravillosas, demiurgo, dios a su manera, lo fue porque violó este secreto de negruras, hirió de muerte la noche e hizo suya esta belleza oscura, alumbrándola… Pobres diablos estos artistas que confían arrebatarnos hacia su mundo de ilusión componiendo imágenes —que no son sino artificios elaborados con los despojos del naufragio de sus vidas, sin sombras ni contemplaciones que les valgan… Su único mérito es la ingenuidad de creerse reveladores del alma del mundo, mediadores entre la verdad del universo y nosotros, desgraciados miopes desmemoriados. Y no saben que con su ridícula hazaña colaboran al insulto soez y al renovado triunfo inmisericorde, sin condiciones, de la luz sobre las tinieblas. Aun sin querer ni proponérselo, son verdugos y cómplices del magnicidio de la oscuridad absoluta, aquella única que era y existía antes que el miedo de los hombres y la ciencia —cada uno por su parte pero al unísono— inventaran los dioses, las leyes fundamentales del universo y su puta madre. Hay inventos que no sirven para nada, ni para nadie… son inventos sólo para joder.

El inmenso amor que siento por la noche, y en la noche, el respeto sagrado que manifiesto hacia las verdades misteriosas del universo desconocido, la devoción que he depositado en la palabra como sistema de expresión —rumor lejano, eco, del origen de los tiempos— me han llevado sin duda a la escritura. Yo, un humilde sonámbulo… Escribir es poner negro sobre blanco. La palabra escrita es una imagen visual más poderosa que la misma pintura: reivindica y reinstituye la precariedad de nuestro conocimiento, trasmite y estimula la fantasía, utiliza la metáfora para anular cualquier pretendida exactitud de los significados, puede representar, incluso, la muerte sin haberla tenido enfrente ni mirado a los ojos… En la escritura un punto siempre es un punto negro en el inmenso espacio blanquecino y descolorido de una hoja de papel. Y al igual que en la especulación teórica de los científicos, todo punto negro es un cuerpo minúsculo de extraordinaria densidad que atrapa e impide salir toda esperanza de luz… en él se concentran nuestros recuerdos, las sensaciones y sentimientos, indiscriminados, la vida misma —victoriosa o derrotada. Así como aseguran que ocurre en la indeterminación del cosmos, aquí también, en una hoja de papel, podemos plegar el universo como si tal cosa… y hacer coincidir sus agujeros oscuros con nuestros puntos negros, traspasando los límites razonables del tiempo devorándonos a mordiscos, transitando de un lado al otro de la realidad como gusanos… En la escritura nunca hay puntos de partida; esas cosas sólo pasan en la pintura. Aquí sólo hay puntos suspensivos y puntos aparte que tarde o temprano serán el punto final anunciado en el que se estrellarán nuestras palabras innecesarias. Seguramente escribimos para sabernos leídos —todavía vivos y coleando— y remediar ingenuamente nuestra soledad congénita; solos, impúdicamente solos, aunque de vez en cuando nos sintamos amablemente acompañados en esta fiesta loca que es la literatura…

No desesperamos por las palabras que no podremos escribir sino por aquellas que destruimos gratuitamente o fuimos olvidando en esta especie de lenta agonía que es la vida. No duele el olvido de la eternidad, sino la carencia de recuerdos… La vida va quemando recuerdos para engañarnos con esa dulce sensación de calor en las mejillas… Pero las cosas pueden suceder y ser de otra manera si queremos, si escribimos con amor durante la noche en la que nos sabemos… Debemos consumar el sacrificio de la noche para tener alguna oportunidad y fluya la fantástica narración que nos reconcilie con nuestra historia mítica. La escritura sabe de mitos y leyendas que descansan en la memoria del negro, en la vigilia nocturna. Hay que escribir hasta la extenuación y dejar que el amanecer llegue a través del heroísmo del silencio… esperar con los ojos cerrados el corrupto reino de la claridad transparente y el repugnante abismo de la realidad absoluta, aunque no sean más que productos de nuestra imaginación compulsiva, alucinaciones tras el insomnio… Sólo un punto, el único punto final de esta narración, podrá restituirnos el sueño que nos abandonó hace tanto tiempo y nos duele en las pestañas.

—Aquella mañana en Hong Kong, me dormí a su amanecer, escribiéndote, Eleanor…
Foto: Eclipse total anular el 3 de octubre de 2005, Alicante

1 comentario:

Almatina dijo...

En la penumbra fortalecen las raíces, para que con el tibio sol se desperecen y comiencen a brotar como cápsulas de energía.