Kant publicaba en 1764 sus Observaciones sobre el carácter de lo bello y lo sublime, en donde ya aparecen sus controversias con Burke que luego retomaría más tarde en su magistral Crítica del Juicio (1790). En ambas obras Kant analiza el concepto de lo sublime, que define como “lo que es absolutamente grande” —distinguiendo entre un “sublime matemático”, puramente cuantitativo, y un “sublime dinámico”, que tiene que ver con la fuerza del estímulo—, que sobrepasa al espectador causándole una compleja sensación de placer-displacer, lo que sólo puede darse en la Naturaleza, ante la contemplación asombrada de algo cuya desmesura sobrepasa nuestras capacidades: “El sentimiento de lo sublime es, pues, un sentimiento de displacer debido a la inadecuación de la imaginación en la estimación estética de magnitudes respecto a la estimación por la razón, y a la vez un placer despertado con tal ocasión precisamente por la concordancia de este juicio sobre la inadecuación de la más grande potencia sensible con ideas de la razón, en la medida en que el esfuerzo dirigido hacia éstas es, empero, ley para nosotros”. Kant interpreta la Naturaleza también como fuerza y a través de ella experimentamos nuevamente lo sublime: “rocas audazmente colgadas y, por decirlo así, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras de si desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso, etc., reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza. (...) llamamos gustosos sublimes a esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su término medio ordinario”.
Mientras que la experiencia de lo sublime agita y mueve el espíritu, causa temor, lo bello se percibe y siente en tranquila contemplación, en un acto reposado. Lo común de nuestra experiencia de lo bello y de lo sublime es que se trata de sentimientos (de placer o displacer): “Aquí no importa lo que el entendimiento capta, sino lo que el sentimiento siente”. El juicio estético se fundaría entonces en la capacidad propia del sentimiento para ser afectado de placer o dolor. El sentimiento de agrado, sin embargo, no es el mismo para lo sublime y lo bello. Dice Kant: “Lo bello en la naturaleza se refiere a la forma del objeto, que consiste en su limitación; lo sublime, al contrario, puede encontrarse en un objeto sin forma, en cuanto en él, u ocasionada por él, es representada una ilimitación, y pensada, sin embargo, una totalidad de la misma...” ¿Qué es, entonces, lo sublime; dónde radica la cualidad de lo sublime? Kant responde en principio negativamente: “nada de lo que es objeto de los sentidos puede llamarse sublime”. Es decir, no es en el océano o en la tempestad o en la cordillera donde radica lo sublime, sino en nosotros. Para Kant, la propia limitación de nuestras facultades para apreciar las magnitudes sensibles manifiesta una facultad suprasensible en nosotros. Esta facultad capaz de abarcar la infinitud y ordenarla es la “Razón”… En la razón habría pues una pretensión de totalidad absoluta. Esta apertura, como señala Kant, la produce la razón, que es lo verdaderamente sublime, y no la Naturaleza… Por lo que “sublime es lo que, sólo porque se puede pensar, demuestra una facultad del espíritu que supera toda medida de los sentidos”… En otras palabras, en el propio hecho de “poder pensar” lo sublime, lo absolutamente grande, se pone de manifiesto la superioridad de nuestro espíritu sobre la Naturaleza.
Por su parte, Burke afirmaba que la pasión que causa lo sublime “es el asombro suspendido en el horror”. José Luís Molinuevo en su ensayo Paradojas de lo sublime —en Diccionario Crítico de Ciencias Sociales: Universidad Complutense de Madrid (versión on-line: http://www.ucm.es/info/eurotheo/diccionario/)— comenta la afirmación de Burke: La mente, dice, está tan llena del objeto que no puede mirar nada más ni tampoco razonar. Esta situación psicológica tiene una base biológica: “el dolor y el miedo consisten en una tensión de los nervios que no es natural”… El sentimiento de lo sublime estaría pues asociado a estados psicológicos límite de la persona. Insiste Burke que no es necesario que la situación de peligro sea real, pero sí que se experimente su sentimiento. En ese caso, se siente “una especie de horror delicioso, una especie de tranquilidad con un matiz de terror”. Molinuevo, siguiendo a Burke, precisa aún más: el terror va unido a la grandeza, a la magnificencia, la dificultad misma, al infinito (el placer del infinito en los esbozos como promesa de algo más), a lo indefinido e informe…
Gustavo Cataldo Sanguinetti —en su artículo Lo Sublime, publicado en el Mercurio, Santiago de Chile, 26/11/2000— señala que “lo sublime, según se ve, comporta un sentimiento de placer que contiene una extraña ambigüedad: no se trata de un placer puro, sino mezclado con el horror, con un cierto displacer. Frente al carácter risueño y alegre de lo bello, lo sublime se manifiesta bajo la traza de lo temible”… Son los efectos de toda desmesura…
En esta desmesura de la naturaleza, en la selva del Amazonas por ejemplo, experimenté hace un par de años, una vez más en mi vida, ese inefable sentimiento e inteligencia de lo sublime; sentí placer y horror, entusiasmo y miedo, pequeñez e inmensa grandeza y fortuna al vivir un excepcional acontecimiento. A la orilla de un rápido y tumultuoso afluente del río Negro, a unos 150 kms. al norte de Manaos, en la cachoeira de Iracema, de la mano de una hermosa mujer de estirpe caboclo, fui ofrecido por primera vez a la diosa Iara, madre de las aguas, divinidad de gran belleza y absoluto poder de seducción, fascinante tanto por su cuerpo como por sus cabellos, voz y sensualidad… Dicen que si escuchas su voz y las promesas de sus melodías es casi definitivo que un hombre como yo se arroje a su seno sin pensarlo, suicida voluntario por amor y placer… Menos mal que mi guía era, además de hermosa e inteligente, nieta de un chaman de la isla de Parintins —el hogar original de las bravas amazonas—, y seguramente también celosa, y supo protegerme como nadie. Estrechó mi mano con increíble fuerza y no me abandonó ni un segundo en ese trance en el que la razón se encoge ante el bramido irresistible de las aguas y el corazón anda desbocado por efecto de la fantástica descarga de electricidad que se trasmite constante a través de la humedad del ambiente; atmósfera tan saturada que nos sentimos bañados por fuera y por las entrañas, esencialmente diluidos, todo agua… Luego Cleia me llevó a otro lugar mágico, también de aguas en caída libre y cascadas de caramelo y espuma de nata: a la cachoeira Santuario, en donde más que experimentar lo sublime disfruté en paz de la belleza, el silencio, la mano suave de mi amiga, sus caricias…
A estos sentimientos se referían nuestros filósofos, ni más ni menos: al sentimiento delicioso de la belleza y al exceso emocional de lo sublime; en mi caso contiguos y apenas sucesivos… De todos modos, fueron tales los sentimientos y emociones aquel día, tan salvajes e imprevisibles, que no pude hacer otra cosa que sufrir milagros el resto de la tarde y la noche… Iara, despechada, yo no sé si también enamorada, no aceptó que me fuera de su vientre ni que trasvasara mis íntimos líquidos contenidos a otra mujer divina, ni siquiera humana, e hizo todo lo irracionalmente posible para impedir nuestro viaje de vuelta a la ciudad, hasta casi derrotarnos por completo, insignificantes e inmóviles en la negrura de la noche, enredados en la selva de sus cabellos y alaridos… Un día de estos escribiré qué sucedió y cómo pudimos salir de aquella trampa divina. Sólo anunciar que les prometí volver, a Iara, a Cleia… Que debo volver, que quiero hacerlo…
Mientras que la experiencia de lo sublime agita y mueve el espíritu, causa temor, lo bello se percibe y siente en tranquila contemplación, en un acto reposado. Lo común de nuestra experiencia de lo bello y de lo sublime es que se trata de sentimientos (de placer o displacer): “Aquí no importa lo que el entendimiento capta, sino lo que el sentimiento siente”. El juicio estético se fundaría entonces en la capacidad propia del sentimiento para ser afectado de placer o dolor. El sentimiento de agrado, sin embargo, no es el mismo para lo sublime y lo bello. Dice Kant: “Lo bello en la naturaleza se refiere a la forma del objeto, que consiste en su limitación; lo sublime, al contrario, puede encontrarse en un objeto sin forma, en cuanto en él, u ocasionada por él, es representada una ilimitación, y pensada, sin embargo, una totalidad de la misma...” ¿Qué es, entonces, lo sublime; dónde radica la cualidad de lo sublime? Kant responde en principio negativamente: “nada de lo que es objeto de los sentidos puede llamarse sublime”. Es decir, no es en el océano o en la tempestad o en la cordillera donde radica lo sublime, sino en nosotros. Para Kant, la propia limitación de nuestras facultades para apreciar las magnitudes sensibles manifiesta una facultad suprasensible en nosotros. Esta facultad capaz de abarcar la infinitud y ordenarla es la “Razón”… En la razón habría pues una pretensión de totalidad absoluta. Esta apertura, como señala Kant, la produce la razón, que es lo verdaderamente sublime, y no la Naturaleza… Por lo que “sublime es lo que, sólo porque se puede pensar, demuestra una facultad del espíritu que supera toda medida de los sentidos”… En otras palabras, en el propio hecho de “poder pensar” lo sublime, lo absolutamente grande, se pone de manifiesto la superioridad de nuestro espíritu sobre la Naturaleza.
Por su parte, Burke afirmaba que la pasión que causa lo sublime “es el asombro suspendido en el horror”. José Luís Molinuevo en su ensayo Paradojas de lo sublime —en Diccionario Crítico de Ciencias Sociales: Universidad Complutense de Madrid (versión on-line: http://www.ucm.es/info/eurotheo/diccionario/)— comenta la afirmación de Burke: La mente, dice, está tan llena del objeto que no puede mirar nada más ni tampoco razonar. Esta situación psicológica tiene una base biológica: “el dolor y el miedo consisten en una tensión de los nervios que no es natural”… El sentimiento de lo sublime estaría pues asociado a estados psicológicos límite de la persona. Insiste Burke que no es necesario que la situación de peligro sea real, pero sí que se experimente su sentimiento. En ese caso, se siente “una especie de horror delicioso, una especie de tranquilidad con un matiz de terror”. Molinuevo, siguiendo a Burke, precisa aún más: el terror va unido a la grandeza, a la magnificencia, la dificultad misma, al infinito (el placer del infinito en los esbozos como promesa de algo más), a lo indefinido e informe…
Gustavo Cataldo Sanguinetti —en su artículo Lo Sublime, publicado en el Mercurio, Santiago de Chile, 26/11/2000— señala que “lo sublime, según se ve, comporta un sentimiento de placer que contiene una extraña ambigüedad: no se trata de un placer puro, sino mezclado con el horror, con un cierto displacer. Frente al carácter risueño y alegre de lo bello, lo sublime se manifiesta bajo la traza de lo temible”… Son los efectos de toda desmesura…
En esta desmesura de la naturaleza, en la selva del Amazonas por ejemplo, experimenté hace un par de años, una vez más en mi vida, ese inefable sentimiento e inteligencia de lo sublime; sentí placer y horror, entusiasmo y miedo, pequeñez e inmensa grandeza y fortuna al vivir un excepcional acontecimiento. A la orilla de un rápido y tumultuoso afluente del río Negro, a unos 150 kms. al norte de Manaos, en la cachoeira de Iracema, de la mano de una hermosa mujer de estirpe caboclo, fui ofrecido por primera vez a la diosa Iara, madre de las aguas, divinidad de gran belleza y absoluto poder de seducción, fascinante tanto por su cuerpo como por sus cabellos, voz y sensualidad… Dicen que si escuchas su voz y las promesas de sus melodías es casi definitivo que un hombre como yo se arroje a su seno sin pensarlo, suicida voluntario por amor y placer… Menos mal que mi guía era, además de hermosa e inteligente, nieta de un chaman de la isla de Parintins —el hogar original de las bravas amazonas—, y seguramente también celosa, y supo protegerme como nadie. Estrechó mi mano con increíble fuerza y no me abandonó ni un segundo en ese trance en el que la razón se encoge ante el bramido irresistible de las aguas y el corazón anda desbocado por efecto de la fantástica descarga de electricidad que se trasmite constante a través de la humedad del ambiente; atmósfera tan saturada que nos sentimos bañados por fuera y por las entrañas, esencialmente diluidos, todo agua… Luego Cleia me llevó a otro lugar mágico, también de aguas en caída libre y cascadas de caramelo y espuma de nata: a la cachoeira Santuario, en donde más que experimentar lo sublime disfruté en paz de la belleza, el silencio, la mano suave de mi amiga, sus caricias…
A estos sentimientos se referían nuestros filósofos, ni más ni menos: al sentimiento delicioso de la belleza y al exceso emocional de lo sublime; en mi caso contiguos y apenas sucesivos… De todos modos, fueron tales los sentimientos y emociones aquel día, tan salvajes e imprevisibles, que no pude hacer otra cosa que sufrir milagros el resto de la tarde y la noche… Iara, despechada, yo no sé si también enamorada, no aceptó que me fuera de su vientre ni que trasvasara mis íntimos líquidos contenidos a otra mujer divina, ni siquiera humana, e hizo todo lo irracionalmente posible para impedir nuestro viaje de vuelta a la ciudad, hasta casi derrotarnos por completo, insignificantes e inmóviles en la negrura de la noche, enredados en la selva de sus cabellos y alaridos… Un día de estos escribiré qué sucedió y cómo pudimos salir de aquella trampa divina. Sólo anunciar que les prometí volver, a Iara, a Cleia… Que debo volver, que quiero hacerlo…
Fotos: cachoeiras de Iracema y Santuario, Estado de Amazonas, Brasil; abril de 2006
1 comentario:
Fantástica descripción. Gracias por tener el cuidado y detalle de narrarlo.
Un abrazo desde Barcelona.
Publicar un comentario